Maltratadas, despreciadas, a veces consideradas como simples montones de bloques de piedra que testimonian unos tiempos superados, las pirámides de textos de Saqqara contienen sin embargo uno de los más notables tesoros espirituales. Tal como predijeron los propios sabios de Egipto, los monumentos, por más que estuvieran construidos en piedra de eternidad, estaban condenados a desaparecer bajo los golpes de la barbarie, pero su mensaje conseguiría sobrevivir.
Durante siete siglos, la piedra fue el soporte perfecto de las «palabras de Dios»; actualmente existen otros modos de transmisión que permiten a los jeroglíficos seguir irradiando, aunque sea indirectamente a través de la informática. Pero no conviene olvidar lo esencial: el contenido de los textos y el alcance espiritual de las fórmulas de conocimiento.
Al pie de las pirámides de textos, tan modestas comparadas con la gran pirámide de Keops, concebida asimismo como un gigantesco jeroglífico, uno se acuerda de que se alzaban hacia el cielo al tiempo que eran símbolos de conocimiento plantados en el suelo. Su sola presencia confería un sentido, eran el estrecho lazo de unión entre el universo y el mundo de los hombres.
Estos monumentos son mucho más que simples recuerdos arqueológicos de una civilización desaparecida. En ellos se incluye una visión de la vida, del universo y del conocimiento que se nos aparece como una fuente vivificadora y necesaria. Y cabe esperar que las generaciones futuras tengan el deseo y la intuición suficientes para esclarecer zonas de sombra que subsisten aún en la interpretación de estos textos y ofrecer, con mayor claridad de la que existe en esta obra de descifrador, un paisaje del espíritu de colores divinos.