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En la gruta donde les habían iniciado, Hiram reunió a los nueve maestros colocados a la cabeza de los gremios que formaban la cofradía. En un papiro, trazó los signos de reconocimiento que unirían para siempre aquellos hombres con misterios que sólo ellos conocían. Entregó al más sabio su escuadra y reveló los secretos del codo, las relaciones de proporción que, más allá de cualquier cálculo, le permitirían dirigir la construcción de los más ambiciosos edificios.

Hiram desnudó el brazo derecho de aquel a quien había elegido como sucesor. En la parte interior del codo, imprimió un sello en el que figuraban la escuadra de brazos desiguales y la regla de los maestros de obra.

—En ti se encarna la verdad del Trazo. Tu antebrazo será, en adelante, la medida de la que se desprendan las claves de la creación. Que sólo los maestros la conozcan.

Luego, Hiram enseñó a sus discípulos la carta de sus deberes. Exigió un nuevo juramento que les comprometía a no admitir entre ellos más que a los compañeros sometidos a las más duras pruebas. Les pidió que salieran de Israel con los mejores artesanos en cuanto se manifestaran los primeros signos de opresión.

—Ninguno de nosotros es capaz de sucederos —objetó uno de los maestros—. Todos lo sabemos, y vos el primero. ¿Por qué engañarnos?

—Seguid trabajando según las leyes que habéis aprendido. Estad seguros de que nunca os abandonaré, aunque parezcan separarnos grandes espacios.

Vanos de aquellos seres rudos, acostumbrados al sufrimiento y a la pesadumbre, lloraron Uno de ellos exigió la promesa del regreso. ¿Cómo podría la cofradía permanecer unida en ausencia de quien le había dado el alma?

—Ningún hombre posee la sabiduría —respondió Hiram—. La práctica de nuestro arte hará de vosotros y de vuestros hermanos hombres cabales. Olvidaos de vosotros mismos y pensad sólo en transmitir vuestra experiencia. Por mi parte, he decidido conquistar un mundo nuevo. Cuando se hayan erigido templos en los mayores países de la tierra, no habrá ya fronteras entre las almas enamoradas de la luz.

Sabiendo que su empresa estaba condenada al fracaso, los maestros renunciaron a retener a Hiram. Acordaron que el maestro de obras debía escapar primero a la cólera de Salomón, irritado por el creciente poder de la cofradía. Luego, prepararía la llegada del arquitecto a un país de Oriente en el que, de nuevo, sería el jefe de todos los gremios.

La fiesta de otoño había reunido a toda la nación, comulgando en el culto de Yahvé y de Salomón. El pueblo había subido hasta la roca sagrada, conducido por sacerdotes que recitaban salmos y cantaban los himnos compuestos por el rey. Los más afortunados y los más astutos habían conseguido llegar al atrio donde se apretujaban miles de fieles.

Una sorpresa aguardaba a los dignatarios durante la celebración del banquete ofrecido por el palacio la presencia de la reina Nagsara al lado de Salomón. Adornada con las más preciosas joyas, cuidadosamente maquillada para disimular su delgadez, la egipcia parecía florecer. Durante la comida, sonrió y conversó con una alegría que no había manifestado desde hacia vanos años. Escuchó con satisfacción las alabanzas dirigidas al soberano, se interesó por el rumor de la posible decadencia de maestre Hiram, mostró su satisfacción cuando se evocó la probable partida de la reina de Saba, que no había sido invitada a las ceremonias.

Al finalizar el banquete, Nagsara rogó a Salomón que la acompañara a sus aposentos. En el umbral de la alcoba, le suplicó que entrara. El rey se resistió. ¿Acaso no vivían separados desde hacía muchos meses? Cedió por fin ante la insistencia de la egipcia. Cuando ella se apartó para dejarle entrar, descubrió maravillado una alfombra de flores de lis y de jazmín.

—Éste es el jardín donde deseo, de nuevo, gozar de vuestro amor.

Nagsara se quitó la diadema y, arrodillándose ante Salomón, le besó las manos. La noche anterior, había contemplado la llama hasta que penetró en sus pupilas y abrasó sus pasados tormentos. La joven estaba poseída por una fuerza devoradora que la privaba de cualquier libertad. Sólo el amor de Salomón la liberaría.

La egipcia, con la yema de sus dedos de nacaradas uñas, hizo resbalar lentamente los tirantes de la túnica de lino por los estremecidos hombros. Con dulzura, Salomón interrumpió su gesto.

—Os lo suplico ¡Dejad que me ofrezca a vos!

Salomón percibió la presencia del demonio que torturaba a su esposa.

—Has avanzado demasiado por el camino de las tinieblas, Nagsara.

—¡No, dueño mío! Estoy segura de que no. Vuestras caricias lo apartarán, vuestros besos lo destruirán.

—Te equivocas. Mi amor ha muerto. Aunque fuera ancho como la crecida del Nilo, no te evitaría los tormentos que tú misma has elegido.

El rey oró al Señor de las nubes. ¿No iba a concederle un nuevo deseo hacia esa esposa adoradora, un nuevo fuego para esa conmovedora mujer? Pero Yahvé permaneció mudo. Salomón contempló compadecido a Nagsara. Cuando sus manos se posaron en la frente de la egipcia, le transmitieron el calor que ponía fin a las más graves enfermedades.

—Amadme.

—Te amo, Nagsara, como un padre ama a su hija.

En el interior de una taberna de los arrabales de Jerusalén, tres hombres conversaban en voz baja. El albañil sirio, barbado y barrigudo, imponía su facundia al carpintero fenicio, astuto hombrecito de fino bigote negro, y al herrero hebreo, un viejo artesano de blancos cabellos y palabra titubeante. Compañeros que pertenecían a la cofradía de Hiram, deploraban la estricta aplicación de la jerarquía, el autoritarismo de los maestros de obra, el trabajo demasiado exigente.

—Hace mucho tiempo ya que hubiéramos debido obtener la maestría —estimó el albañil—. Conozco mi oficio a la perfección. Podría enseñárselo a cualquier hermano. El comportamiento de Hiram es indigno.

—Nunca he protestado —añadió el carpintero—. Pero esta vez es ya demasiado.

—Ésa es también mi opinión —completó el herrero—. Creí que Hiram sería un jefe excepcional. Al no reconocer nuestros méritos, ha demostrado lo contrario. Es un nómada sin patria.

—¿No es originario de Tiro?

—Su saber es excesivo. Sus métodos y sus enseñanzas se parecen a los de un arquitecto egipcio.

—¡Salomón no le habría contratado!

—Eso no importa —interrumpió el albañil sirio—. Hiram posee los antiguos secretos que confieren a los maestros poder y fortuna. Le hemos obedecido durante largos años. Nos debe la maestría.

—Es verdad —admitió el herrero—. ¿Cómo hacérselo reconocer?

—Hablemos con él. Convenzámoslo.

—¿Y si se niega a escucharnos?

—Entonces, utilizaremos la fuerza. Hiram es sólo un hombre. Cederá.

—Imposible —objetó el carpintero—. Salomón nos castigaría severamente.

El sirio sonrió.

—De ningún modo. He mantenido una larga entrevista con el sumo sacerdote Sadoq. Me ha dicho que la amistad entre el rey y el arquitecto estaba a punto de romperse. Salomón quiere tomar el control de la cofradía. Le satisfará ver a Hiram en dificultades. Cuando seamos maestros, lograremos convencer a nuestros colegas de que nos libremos de ese pretencioso arquitecto para colocarnos bajo la autoridad del rey de Israel.

El discurso del albañil convenció al fenicio y al hebreo. Su porvenir se había decidido.

Al finalizar las fiestas de otoño, los creyentes salieron de Jerusalén y regresaron a sus provincias. Maestre Hiram reunió a orillas del Jordán, en la soledad de una salvaje naturaleza, a todos los miembros de su cofradía. Se reunieron varios miles de obreros. Su número había crecido con una rapidez tan sorprendente como inquietante.

La mayoría de ellos eran sólo jornaleros que los aprendices destinaban a trabajos muy precisos. Con un breve discurso, el arquitecto les exhortó a la paciencia y al valor. Si sabían mostrarse humildes y respetuosos, accederían a los mayores misterios de la cofradía. Aquellos hombres jóvenes aclamaron espontáneamente al maestro de obras. Sin embargo, muchos de ellos fracasarían. Pero la voz de Hiram despertaba en cada uno de ellos el deseo de conseguirlo.

Dispersados los jornaleros, el arquitecto compartió el pan con los maestros, los compañeros y los aprendices. Se sirvió vino en unas copas con las que brindaron a la gloria del arte del Trazo. El albañil sirio, el carpintero fenicio y el herrero hebreo destacaron por su diligencia en servir a los maestros y, especialmente, a Hiram, para que el patrón de la cofradía, durante el banquete, no careciera de carne asada ni de galletas con miel.

El arquitecto tomó la palabra al finalizar el ágape. Enumeró las obras realizadas por la cofradía, comenzando por el templo de Yahvé y el palacio de Salomón, evocó luego los edificios, las fundiciones, los talleres donde sus hermanos habían aprendido a dominar la materia para que brotara la más oculta belleza. Juntos habían vestido Israel con un primer manto de edificios. Otras conquistas se dibujaban ya.

En el apaciguador atardecer de otoño, el verbo de Hiram se hizo más grave. Anunció que los nueve maestros ejercerían nuevas responsabilidades. Elegirían por unanimidad a los compañeros que serían iniciados en los grandes misterios cuando llegara la luna nueva de primavera.

La fiesta de la cofradía concluía. Maestre Hiram dio el beso de la paz a cada uno de sus miembros. Cuando se presentó ante el maestro de obras, el albañil sirio no pudo resistir el deseo de hacerle la pregunta que le obsesionaba:

—¿Seré yo uno de los compañeros elegidos?

La mirada del maestro de obras expresó tal irritación que el sirio, atemorizado, dio un paso atrás.

—Estas palabras te excluyen por mucho tiempo del pequeño círculo de los futuros maestros. Limítate a practicar tu oficio con rectitud. Si eres digno de los misterios supremos de nuestra cofradía, los maestros sabrán advertirlo. Olvida tu ambición, te llevaría a la perdición.

Como sus hermanos, el sirio se inclinó y recibió el beso de maestre Hiram.