Las últimas lluvias de invierno habían hinchado los cursos de los ríos y hecho verdear las praderas. Judea, Samaría y Galilea se cubrían de flores en un concierto de azul, rosado, rojo, amarillo y blanco. En el aire transparente se vertían los silvestres perfumes, portadores de la resurrección de la tierra.
Israel se embellecía. El país saboreaba una tranquila felicidad que nunca antes había conocido. Todos alababan la sabiduría de Salomón, el elegido de Dios. Todos admiraban el encarnizado trabajo de la cofradía de maestre Hiram que, viajando sin cesar de una aldea a otra, inauguraba constantemente nuevas obras. Con su colegio de nueve maestros, dirigía un pacífico ejército que construía casas, granjas, fundiciones, barcos, carros, abría canteras, renovaba el urbanismo de las ciudades. Presa de un frenesí de creación, el maestro de obras prolongaba el impulso engendrado por la edificación del templo y le daba un formidable florecimiento.
Jerusalén la magnífica despertaba la envidia de las naciones. Presidiendo la roca, dominando las provincias, el templo de Yahvé y el palacio del rey afirmaban la grandeza del Estado hebreo.
Salomón salió de sus aposentos, atravesó el patio a cielo abierto, tomó el pasaje que llevaba al atrio que, tras el sacrificio matinal, estaba siendo abandonado por los sacerdotes. El olor del incienso impregnaba las piedras. Sentado en los peldaños que llevaban al templo, maestre Hiram había respondido a la convocatoria del rey.
—Hacía ya mucho tiempo que no hablábamos.
—Pocas veces estoy en Jerusalén, Majestad.
—¿No os basta ya mi capital?
—Tengo que proponeros algunos proyectos. Tendríamos que arreglar la ciudad baja, suprimir las callejas insalubres, crear más plazas sombreadas.
El sol, fogoso como un carnero, daba ya un intenso calor.
—Vayamos al vestíbulo del templo.
Hiram se mostró reticente.
—¿No escandalizará a los sacerdotes mi presencia en el edificio?
—Lo habéis construido vos, ¿no es verdad? Soy todavía el dueño de este país. Todos mis súbditos me deben obediencia.
Salomón no estaba enojado. Hablaba con aquella sonriente firmeza que desarmaba a sus adversarios. El arquitecto sintió que el monarca había decidido someterle a dura prueba. En su voz se adivinaban los reproches.
Ambos hombres, ante la indignada mirada de algunos religiosos, subieron los peldaños que les separaban de las dos columnas. Hiram admiró las granadas que coronaban los capiteles. Casi había olvidado su brillo.
Cuando pasó entre Jakin y Booz, el arquitecto experimentó una sensación de orgullo. Había confiado a aquellas piedras parte de su ser. Había dado a ese templo lo mejor de su arte.
En el vestíbulo del templo reinaba el frescor y el silencio. La estancia vacía apartaba las pasiones humanas. Salomón había esperado que el lugar fuera apaciguador y le quitara el deseo de hablar con Hiram. Pero Yahvé no le concedió aquella gracia. La lengua debía expresar lo que el corazón del rey había concebido.
—Mi pueblo es feliz, maestre Hiram. Israel disfruta la paz del Señor. Sin embargo, he reforzado el ejército. Siamon agoniza. Temo que un libio suba al trono de Egipto. Sabré conjurar ese peligro procedente del exterior. Hay otro, más grave, contra el que se me cree impotente: vos, el arquitecto del templo.
Hiram, con los brazos cruzados, observaba las losas del templo de junturas perfectas, que rivalizaban en belleza con las de Karnak.
—¿Qué amenaza puedo suponer yo?
—Vuestra cofradía y sus misterios me perjudican.
—¿De qué modo?
—No los controlo. Sois su único dueño. ¿Aceptaréis ponerla en mis manos y colocarla bajo mi soberanía?
Hiram recorrió los muros del vestíbulo. Los artesanos habían realizado el plan de obra con el más exigente rigor. El templo vivía, respiraba. El arte del Trazo había transformado unos bloques inertes en materia vibrante.
—No, Majestad.
—En ese caso, tendréis que desmantelarla.
Hiram hizo frente a Salomón.
—Soy el más despreciable de los ingenuos. Creí que sentíais amistad por mí.
—No os equivocabais. Pero un rey no puede admitir que otro poder se oponga al suyo en el interior de su propio país.
—No es ésta mi intención —protestó Hiram.
—No importa. Sólo la realidad cuenta.
—¿No comprendéis que construí ese país a imagen de Egipto? Con la obra que se está realizando, gracias a mi cofradía, os convertís en el faraón de Israel.
—Soy consciente de ello, pero habéis actuado al margen de mí. Vuestra cofradía se ha desarrollado sin que yo lo supiera. Mañana os dominará la embriaguez del poder. Y no sabréis resistir.
—No me conocéis, Majestad.
—Debo protegeros contra vos mismo.
—Si no fuerais rey…
—¿Sentiríais deseos de golpearme para extinguir vuestro furor? Reflexionad, maestre Hiram. Sabéis que tengo razón. Si habéis trabajado por la grandeza de mi reino, entregadme las llaves de vuestra cofradía.
—Jamás.
Hiram salió del templo, incapaz de contenerse por más tiempo. Salomón había previsto esa reacción. Era indispensable remover el hierro en la herida. Al oponerse al hombre que más admiraba, el rey salvaba Israel.
A Hiram sólo le quedaba una solución: salir del país, regresar sin tardanza a Egipto. Su sangre hervía en las venas. Estar tan cerca del objetivo y fracasar por culpa de un monarca que se transformaba en déspota… Ante todo, era preciso dispersar a los maestros, compañeros y aprendices para que escaparan a la venganza de Salomón.
Ante la entrada de la gruta, se levantaba una tienda blanca y roja. Uno de sus faldones estaba levantado. Sentado en una silla plegable, el enviado del faraón.
—Vuestro perro no ha dejado de ladrar mientras me instalaba.
—¿Dónde está?
—Detrás de mí, dormido. Ha comprendido que venía como un amigo.
—¿Qué misión os han confiado?
—Ninguna. Actúo a título personal. Siamon agoniza. El faraón no puede ya protegeros.
Anup salió de la tienda y buscó caricias.
—¿Protegerme?
—El visir y la alta administración os consideran un traidor. No regreséis a Egipto. Seríais detenido y condenado. No volveremos a vernos. Yo no quiero juzgaros, os estimo.
Atónito, Hiram contempló al emisario egipcio que desmontaba su tienda, la doblaba, la colocaba a lomos de su dromedario y se alejaba.
Un paria… A eso quedaba reducido el arquitecto del templo de Yahvé. Israel le expulsaba, Egipto le rechazaba. Su tierra y su país de adopción le negaban al mismo tiempo. El deseo que había conseguido ahogar se desencadenó como una tormenta de estío llena de hirviente agua los secos uadis.
Hiram y Balkis atravesaron los famosos jardines de Jericó, junto a la desembocadura del Jordán. Cuando el invierno enfriaba la tierra de Israel, esa parte del paraíso conservaba una agradable suavidad. La primavera era allí más precoz que en parte alguna. Los frutos se desarrollaban deprisa, adquiriendo florecientes formas donde abundaba el jugo. En aquella ciudad de las palmeras, donde el bálsamo corría por el tronco de los árboles, el maestro de obras, silencioso durante el viaje desde Jerusalén, habló por fin con la reina de Saba.
—Es un país espléndido.
—Gracias os sean dadas por hacérmelo descubrir, Hiram.
—Es la imagen de un amor feliz y rico en promesas.
Balkis recordaba la llegada de Hiram, al amanecer, montando un garañón bayo de nervioso temperamento. Sin decir palabra, había ofrecido un caballo negro a la reina. Ella había montado sin vacilar y se lanzó al galope tras la estela del arquitecto. Juntos se habían embriagado de velocidad y aire perfumado. Juntos habían llegado a ese Edén.
—¿Nos quedaremos aquí? —interrogó la reina.
—No tengo ya edad para soñar. Vayamos más lejos.
Los caballos se lanzaron en dirección al mar Muerto. Más allá de la barrera de los alisos, la reina y el arquitecto penetraron en una pesada atmósfera, donde la respiración se hacía opresiva; se enfrentaron con un paisaje desolado, casi sin vida. Insoportable, una luz blanca golpeaba las rocas desnudas que rodeaban una inmensa extensión en las que se perdían miserables uadis. Aquí y allá, costras de sal y conos de cristal.
—Nadie puede respirar en esa desolación —advirtió Hiram—. Ni animal, ni vegetal… Sólo las miríadas de mosquitos que atraviesan la piel.
Balkis descabalgó. Penetró en un agua turquesa que le pareció aceitosa. Intentó bañarse, pese al hedor de mineral descompuesto que agredía su nariz. Pero su cuerpo se vio rechazado. Nadar era imposible.
—Este mar se hunde en la tierra —estimó Hiram—. Como las montañas que la amurallan, rechaza la presencia humana. Una puerta del infierno…
—¿Por qué me habéis traído aquí?
—Eso es lo que sufro desde hace varios meses, Majestad. Hoy, he tomado mi decisión. Quiero conocer los jardines del paraíso.
—¿Habéis elegido ya?
—Partir hacia Saba y construir otros templos, otros palacios: ése es mi deseo.
A Balkis, el desolado paisaje le pareció radiante. En el turquesa del mar Muerto vio reflejarse las verdeantes colinas de Saba, sus montañas de oro, las floridas cuencas de su capital. Su perseverancia triunfaba por fin. Había conseguido seducir a Hiram, aquel hombre inaccesible, demasiado altivo para aceptar amor. Una indecible felicidad llevó a la reina de Saba hasta las riberas plantadas de tamariscos del río infantil en el que su cuerpo de mujer había despertado al deseo. El maestro de obras la arrancaba al pasado, al tiempo que desgastaba las almas, la volvía despreocupada y alegre.
Algunas sombras le impedían todavía creer en el milagro.
—¿Abandonaréis acaso vuestra cofradía?
—Sería indigno y despreciable. Muchos compañeros me seguirán. E indicaré a los maestros el modo de sucederme, se dispersarán. El arte del Trazo va a transmitirse.
Balkis se acercó a Hiram.
—Aceptáis por mí la desaparición de vuestra obra.
—El templo es sólo un templo. Lo que mis manos han construido, otras lo destruirán. Sólo la obra del mañana cuenta.
—¿Se ha roto vuestra amistad con Salomón?
—He abandonado ya esta tierra.
Los labios de la reina de Saba rozaron los de Hiram. Sus pechos se hincharon de savia. Sus ojos se llenaron de embriagadas lágrimas.
—No aquí y no ahora —imploró Hiram—. En Saba, reina mía.
Tras la partida del maestro de obras, Balkis permaneció mucho rato a orillas del mar Muerto. Grabó en su memoria aquel universo mineral y hostil en el que su existencia revestía un manto de esperanza y maravillas. Hiram llevaba a cabo el más exigente sacrificio al entregar su obra maestra a un rey que no había percibido la grandeza de su arquitecto. ¿Había más resplandeciente prueba de amor?
Pronto, en Saba, la reina se uniría a Hiram.