51

El séquito de la reina de Saba se había instalado en una florida pradera, frente a Jerusalén. Los artesanos de Hiram habían construido quioscos y pabellones de materiales ligeros, edificando un elegante palacio de madera para la soberana.

Dormitando bajo la higuera, Balkis soñaba en un amor fuerte como la muerte, en un fuego tan inmenso que las aguas más vivas no lograrían apagarlo. La reina había perdido el sueño. Al anunciar su decisión a Salomón había creído liberarse de un insoportable peso. Pero, muy al contrario, lo había aumentado. ¿Cómo renunciar a Hiram, aquel maestro de obras cuya verdadera naturaleza era la de un rey? ¿Cómo abandonar a Salomón, aquel rey que haría de ella una esclava?

Irritada contra sí misma, bajó a un jardín donde, entre granados, habían plantado una viña. Los más delicados espectáculos de una generosa naturaleza no la alegraban ya. Caminaba al azar, aguardando un signo, una promesa. De pronto, se detuvo. ¿No se oía el ruido de las ruedas de un carro en el empedrado de la carretera? ¿No oía a su amado, saltando sobre las montañas, brincando por las colinas, como un cervatillo? ¿No estaría detrás del muro, oculto por la viña?

—¡Quédate! —gritó—. ¡No te vayas!

El carro se había detenido. ¿No estaría Salomón cometiendo una falta al acudir allí, al confesar a Balkis que no podía apartarla de su sueño?

La reina de Saba era hermosa como un luminoso día de primavera. Su ligero vestido amarillo dejaba desnudos los hombros y descubría el nacimiento de los pechos. Un cinturón rojo subrayaba la figura de su talle. Salomón tuvo miedo. Miedo de quedar más hechizado aún.

—Quédate —imploro ella—. Danzaré para ti.

Sus desnudos pies esbozaron una espiral en la que su cuerpo se acurruco, lentamente, como una hoja revoloteando alrededor de la rama de la que se desprendía. Dibujó invisibles curvas, creando un ritmo silencioso que coincidía con el murmullo de las flores.

Salomón se lanzó hacia ella y la tomo en sus brazos.

—¡Cómo te amo, Balkis! Tus labios son de miel, tus ropas perfumadas. Eres un jardín cerrado, una fuente sellada, una olorosa caña, el agua que fecunda los jardines. Tu amor es más embriagador que el vino, el aroma de tu piel el más exquisito de los milagros.

Los ojos de la reina se convirtieron en un cielo de esperanza. Salomón supo que ella no estaba ya jugando con su propia pasión. Al finalizar un largo beso, la obligó dulcemente a inclinarse y, luego, la tendió en la rala hierba, caldeada por el sol. Con mano suave y precisa, la desnudó. Ni un solo instante sus ojos dejaron de mirarse. Cuando el amor inflamo su ser, una moñuda se posó en la copa del granado que les protegía de un mundo abolido.

—Ya no me necesitáis —afirmó el cojo.

—Te confié una misión —recordó Hiram.

—La he cumplido —estimó Caleb—. El templo y el palacio están terminados. Ya no tengo que vigilar a nadie en la roca. Vos vais de obra en obra. Yo me quedo solo en esta húmeda gruta.

—Está muy seca y es bastante confortable.

—Es malo para el hombre dormir solo en una casa, aunque sea tan miserable como ésta. Será víctima de un demonio hembra. Quiero escapar de tan triste suerte.

—¿De qué modo?

Molesto, el cojo se ocupó de la marmita donde hervían unas legumbres.

—Feliz el marido de una buena esposa —dijo Caleb convencido—. El número de sus días se doblará. Una mujer fuerte alegra a su marido y le asegura años de paz. Esa mujer es la mayor de las fortunas. El Señor la otorga a los verdaderos creyentes, aunque sea pobre, el marido de tal esposa será feliz. La gracia de una mujer honesta sacia a su marido. Conserva el vigor en sus huesos. Le mantiene joven hasta la vejez.

Hiram probó el caldo.

—¿Significa ese hermoso discurso que piensas casarte?

El cojo frunció el ceño.

—Tal vez. Seguramente, quiero decir. Con una sirvienta trabajadora y ahorrativa.

—¿La que expulsaste cuando llegamos a Jerusalén?

Pasmado, Caleb miró a Hiram como si fuera un diablo surgido de las profundidades.

—¿Cómo lo sabéis?

—Simple deducción ¿Estás seguro de ser feliz?

El arquitecto lleno una taza y la ofreció a su perro, que lamió el caldo aplicadamente.

—Claro. No tengo dote que ofrecerle, pero le basto yo.

—¿Adonde iréis?

—A una aldea de Samaría, donde sus padres tienen una granja.

—¿No temes el exceso de trabajo?

—Es preferible a la muerte lenta que estáis infligiéndome aquí.

—¿Tan cruel soy?

—La atmósfera de esta ciudad no me conviene. Ser vuestro servidor comienza a ser arriesgado.

—¿No exageras?

—Sois un gran hombre, maestre Hiram, pero no sabéis ver el peligro. Vuestro poder acabará importunando a Salomón. Y no tendrá compasión.

—Tus profecías no suelen realizarse.

—Si fuerais razonable, os marcharíais conmigo.

—¿Me abandonas realmente, Caleb?

Volviéndole la espalda, el cojo se enjugó una lágrima.

—Ella me obliga, maestre Hiram. Comprendedme.

—Eras mi amigo.

Caleb no tenía ya hambre.

—Corro a su lado. Si me quedara más tiempo, no tendría valor para hacerlo.

El paso del cojo se hizo más pesado.

Hiram tuvo ganas de retenerle. Pero ¿con qué derecho podía oponerse al destino de un hombre que buscaba otra felicidad? El arquitecto lamentó no haber hablado bastante con él, no haberle iniciado en los misterios del Trazo, eran sólo vanos pensamientos. El cojo estaba ya alejándose por el sendero, llevando del ronzal un asno cargado con sus magros bienes. Un húmedo hocico acarició la mano de Hiram. Su perro le agradecía la excelente comida. En los ojos del animal había un amor tan claro como el agua de una fuente que brotara de la montaña.

Cuando vieron aparecer a Nagsara en la avenida central de su campamento, los servidores de la reina de Saba se apresuraron a advertirla. Avisados por el rumor, sabían que la esposa de Salomón sentía un feroz odio por Balkis.

Precedida por dos soldados y seguida por vanos servidores, Nagsara llevaba un manto de gala sujeto por una fíbula de oro. En sus cabellos brillaba una diadema de turquesas. Con sus vestiduras confería a la visita un carácter oficial.

Balkis almorzaba en la terraza de su palacio de madera. Una sirvienta le perfumaba los cabellos. Otra vertía vino fresco en una copa. La visita de la reina de Israel pareció encantarla. Se levantó y se inclinó.

—¡Qué agradable sorpresa, Majestad! Perdonad mi aspecto… Si me hubierais avisado, os habría recibido con los fastos debidos a vuestro rango.

—Olvidemos el ceremonial, ¿no os parece?

—¿Puedo invitaros a mi mesa?

—No tengo hambre ni sed.

—Hablemos bajo la higuera. Creo que, en Israel, simboliza la paz.

Ambas reinas bajaron por una suave pendiente que llevaba al vergel. Nagsara parecía débil, casi frágil. La sabea propuso a la egipcia que se quitara el manto y la diadema. Ella se negó secamente. Balkis se sentó al pie del árbol, Nagsara permaneció de pie.

—Volved a vuestro país —exigió—. Vuestra presencia aquí es perniciosa.

—Vuestra voz tiembla —observó Balkis—. Estáis agotada. ¿Por qué no descansáis a mi lado?

—¡Porque os detesto!

—No lo creo. Sufrís, sois desgraciada. Y sabéis que yo no soy responsable de ello.

La turbación dominó el alma de Nagsara. Se había preparado para un violento enfrentamiento, para una pelea tan viva que habría utilizado todas sus fuerzas para destruir al adversario. Se habrían agredido, Nagsara habría apretado la garganta de Balkis con sus manos, apretado y apretado más aún… Pero la reina de Saba le recibía con la bondad de una hermana, sin agresividad. Su sonrisa la desarmaba, su dulzura la hechizaba.

—No me casaré con Salomón, declaró Balkis. Me ha amado, es cierto, pero como a una de sus concubinas. ¿Qué puede importaros esa pasión pasajera, a vos, la reina de Israel, la garante de la paz entre Egipto y vuestro país? Mostraos digna de vos misma, Nagsara. Vuestro papel es inmenso.

La egipcia rompió a sollozar, cubriéndose el rostro con el manto. Balkis se levantó y la tomó tiernamente de los hombros.

—Sentaos junto a mí.

Rota, Nagsara obedeció. Balkis le quitó la diadema, secó sus lágrimas, compartieron un higo.

—Somos mujeres y somos reinas. Ésa es la única verdad. Salomón es el hombre del Señor de las nubes. Ningún amor terrestre atará su corazón. Conservad en el estuche de vuestra memoria los momentos de felicidad que habéis vivido con él. Lo mismo haré yo. Salomón está más allá de este tiempo y este país, Nagsara; vive en un espacio que nos es ignorado, en compañía de ángeles y demonios que le ayudan a construir su pueblo.

—No puedo soportar que no me ame.

—¿Quién podría soportarlo? Toda mujer, y vos más que ninguna, desearía mantenerle en las redes de su pasión. Pero ninguna lo logrará.

—¿Renunciaríais vos?

Los ojos de Nagsara lloraban de esperanza. La reina de Israel no era más que una niña extraviada por los caminos de su locura. Balkis comprendió que sería inútil hacerla razonar. No tenía más razón de vivir que la creencia en el recuperado amor de Salomón.

—Sí, renuncio —dijo Balkis gravemente—. No veáis ya en mí una rival.

—¿Os quedaréis mucho tiempo en Jerusalén?

—Un mes tal vez. Debo ver de nuevo al rey para poner a punto nuestros convenios diplomáticos y comerciales.

Nagsara se inquietó de nuevo.

—¿No…, no le tentaréis más?

—No temáis.

La egipcia se sentía presa de un torbellino. Veneraba a aquella a quien hubiera debido odiar. Pero Balkis le devolvía su desaparecida felicidad. La llama había vencido pues. Ofreciéndole su vida y su juventud, Nagsara había apartado a la reina de Saba. ¿Qué le importaba sentir que sus días huían como la gacela del desierto, si nadie le impediría ya reconquistar a Salomón?