50

Soplando del este, unos vientos violentos llevaron a Jerusalén la nauseabunda humareda del holocausto Incienso y carnes abrasadas compusieron un hedor abominable. Un repentino fresco había caído sobre Jerusalén y muchos sacerdotes, obligados a caminar con los pies desnudos sobre las losas del templo, enfermaron. Resfriados y disenterías les apartaron del culto, cuya organización comenzó a ser deficiente.

Salomón permanecía encerrado en su palacio. Desde hacía más de una semana, no concedía audiencias. Cuando la reina de Saba le anunció su irrevocable negativa a casarse con él, se había encerrado en el silencio, negándose incluso a recibir a Sadoq y Elihap.

Los últimos aposentos de los sacerdotes estaban ya terminados. Hiram había dado la orden de quitar los andamios y revocar las fachadas. El área sagrada de Jerusalén, sobre la roca domesticada por el arquitecto, brillaba ahora con un concluso esplendor.

¿Cómo podía alegrar a Salomón si estaba sufriendo el primer fracaso de su existencia, la más dolorosa de sus derrotas?

De Eziongeber a orillas del Jordán, Hiram iba de obra en obra. Concluidos los trabajos de Jerusalén, atribuía nuevas funciones a los gremios que dependían de su autoridad. Había sustituido la anarquía por la organización de su cofradía. A la cabeza de cada profesión artesanal había colocado un responsable que daba cuentas de sus actividades ante el consejo de los maestros. En unos pocos años, Israel sería el nuevo Egipto. Carpinteros y talladores de piedras reconstruirían las aldeas, erigirían nuevos templos, harían espléndidas ciudades.

Anup acompañaba al maestro de obras por todas partes, mientras Caleb se ocupaba cuidadosamente de la gruta donde Hiram seguía residiendo, rechazando cualquier otra vivienda. Allí se permitía unas horas de descanso entre dos viajes. El cojo había abierto un camino hasta el manantial vecino, oculto en una espesura en la que se mezclaban matorrales, jazmines y jóvenes palmeras. El propio Salomón, al inicio de su reinado, había encontrado aquella fuente gracias al bastón de zahori heredado de su padre. El arquitecto se lavaba allí cada mañana.

No esperaba encontrar a la reina de Saba, desnuda, rociándose graciosamente con un agua que brillaba al sol.

—No huyáis, maestre Hiram. ¿Os asusta acaso la visión de una mujer? ¿Las mujeres desnudas no tocan en Egipto música durante los banquetes?

El arquitecto volvió sobre sus pasos y se apoyó en el tronco de una palmera.

—Éste no es vuestro lugar.

—¿No puede conversar una reina con el hombre más poderoso de este país?

—¿Quién se atreve?

—El pueblo, maestre Hiram. Su voz es una enseñanza.

—Sólo conozco la de mis obreros. Gobernar no es mi oficio.

—¿Estáis celoso de Salomón?

—No os caséis con él, Majestad.

La reina salió del agua, se secó con un lienzo blanco y se cubrió, sin prisas, con una túnica ligera.

Hiram no había dejado de mirarla. Ni un sólo instante intento Balkis ocultarse.

—No me casaré con Salomón —reveló—. Pero eso no me impide amarle.

—Vos no le amáis. Os intriga. Os fascina como el león de las montañas. Os asfixiará.

—Somos de la misma naturaleza. Nada tengo que temer del rey de Israel.

—Debo marcharme, Majestad.

—¿Por qué huir de nuevo? ¿Por qué refugiaros en un trabajo que no satisface ya vuestras aspiraciones?

Balkis tomó agua con su mano derecha.

—¿La oís correr entre mis dedos? ¿Pensáis en vuestro destino, que esta agotándose en este país y se reavivaría en Saba?

—Demasiadas preguntas, Majestad.

Balkis le vio alejarse. Se le escapaba por segunda vez.

Cuando el azul del cielo se oscureció y se cubrió de estrellas, Nagsara acudió al pie de la roca. Con la cabeza cubierta por un velo, con los pies desnudos, se parecía a las criadas encargadas del transporte del agua.

La angustia se había apoderado de ella. ¿Respondería maestre Hiram a su invitación? ¿Le habría dado el cojo su mensaje? Sobre su cabeza, el área sagrada la aplastaba con su imponente masa. ¡Cómo había cambiado la capital de Israel! La ciudad de David se había convertido en el dominio de Salomón. Nadie pensaba ya en discutir el prestigio del rey, que igualaba el del faraón. Dios había dado a su pueblo un guía excepcional, cuyo recuerdo sería más glorioso aún que el de Moisés.

Nagsara habría podido ser feliz si le hubiera concedido un poco de amor, como una fiera regresando al cubil tras largas jornadas de caza. Ella habría aceptado siempre, de buena gana, ser sólo una presa, vivir sólo por el fulgor, demasiado escaso, de una fugitiva mirada. Al olvidarla, Salomón estaba aniquilándola. Aquella maldita Balkis había desplegado los artificios de una magia que la hija del faraón no lograba contrarrestar.

Descubrió a Hiram que subía por un abrupto sendero. También él había ocultado su rostro, pero a duras penas lograba disimular su imponente aspecto y su porte de jefe. Era, con Salomón, el único hombre que había impresionado a Nagsara hasta hacerla vacilar. No poseía la solar belleza del rey, pero su severidad y su poder le hacían igualmente hechizador.

—Aquí estoy, reina de Israel.

—Os necesito, maestre Hiram.

El arquitecto percibió la emoción de la reina.

Su voz temblaba. Cuando un rayo de luna iluminó sus rasgos, comprobó que se había adelgazado mucho.

—Ayudadme a salvar a Salomón. Debemos arrancarle a los maleficios de la sabea. Sois egipcio, estoy segura. Pertenecemos a la misma raza. El Nilo es nuestro padre y nuestra madre. En esta tierra extranjera donde el destino me condena a vivir, sois mi único apoyo. Por eso llevo vuestro nombre grabado en el pecho.

Con irreflexivo impulso, Nagsara se acurrucó contra el pecho del maestro de obras.

—Abrazadme… Tengo frío y estoy cansada, tan cansada. Sólo quisiera ser amada. ¿Por qué no lo comprende Salomón?

—El rey no se casará con Balkis —reveló Hiram.

La joven egipcia comenzaba ya a calentarse. ¡Qué bien se sentía tan protegida! ¡Cómo hubiera deseado que aquel torso, aquellos brazos, aquel rostro fueran los del hombre al que adoraba!

—Es preciso echar a esa mujer —se obstinó—. Nos trae la desolación. El oráculo de la llama me ha puesto en guardia. Sed el instrumento de mi venganza.

—¿Qué exigís de mí?

—Que convenzáis a Salomón para que la devuelva a Saba.

—¿No es una niñería?

—Sois el dueño secreto del país. Si vuestros obreros comienzan una huelga, el rey se verá obligado a obedeceros.

—Mis obreros solo dejan el trabajo cuando ya no están en condiciones de hacerlo correctamente. La huelga es como una guerra. No debe servir para chantaje alguno.

—¡Matad entonces a Balkis!

Nagsara se deshizo del abrazo de Hiram. En su grito había brotado el odio acumulado durante noches de insomnio.

—Mis manos están destinadas a construir, no a dar muerte. Lo que pedís es una locura.

—Vos también me detestáis.

Nagsara se derrumbo en la roca. ¿Qué ayuda podía prestarle Hiram en la oscuridad en la que se sumía?

Por orden de Salomón, tras un intercambio de correspondencia diplomática, Elihap había aprovechado el invierno para ponerse en camino hacia Egipto y resolver el problema planteado por la estancia del traidor Jeroboam en la corte del faraón. Si la alianza entre Israel y Egipto no podía ser cuestionada, a causa de la presencia de Nagsara en Jerusalén, la costumbre habría exigido que un enemigo de Salomón fuera extraditado por Siamon y viceversa.

Elihap descubrió que la paz instaurada por el hijo de David no era un engaño. Viajando con una escolta muy reducida, atravesó ciudades y aldeas felices, en las que los artesanos de la cofradía de Hiram restauraban antiguas mansiones y construían otras nuevas. El secretario de Salomón descubrió, hasta llegar a la frontera, un país tranquilo y próspero. Se encargó de él un destacamento del ejército egipcio que le condujo hasta la fastuosa ciudad de Tanis, atravesada por canales rodeados de jardines y parques donde se ocultaban las villas de los nobles.

A Elihap le impresionó el silencio que reinaba en las calles. Los egipcios tenían fama de ser gente alegre y risueña. En los mercados se discutía mucho. Por las arterias de la ciudad circulaban, por lo general, numerosos carros. Pero Tanis parecía inerte, como abandonada por sus habitantes.

Los corredores de palacio estaban desiertos. Ni un solo grupo de cortesanos conversando. Un intendente introdujo a Elihap en el vasto despacho del visir, cuyas ventanas de claraboya daban a un estanque de nenúfares. El Primer Ministro de Egipto era un hombre alto y autoritario. Un pequeño bigote negro no atenuaba el rigor de su rostro.

—Perdonad el mediocre recibimiento, pero las circunstancias son muy sombrías. El faraón está gravemente enfermo.

—¿Teméis un fatal desenlace?

Los mejores médicos están a la cabecera de Siamon. No pierden la esperanza.

—Sin duda, mi visita os parece inoportuna.

—En absoluto. Pero comprenderéis que muchos asuntos, por urgentes que sean, deban esperar. Sin embargo, nada nos impide abordarlos.

—El caso de Jeroboam, por ejemplo.

—Actualmente reside en una ciudad del Delta. Nuestros dos países son aliados. Los ciudadanos hebreos que respeten nuestras leyes pueden circular libremente por Egipto.

El secretario de Salomón advirtió que la suerte le sonreía. La sucesión de Siamon se anunciaba difícil. Muchos susurraban el nombre de un libio que, si subía al trono, sólo pensaría en romper la paz y favorecer a los adversarios de Salomón. Jeroboam, el exiliado, tal vez fuera uno de los grandes de la futura corte de Egipto. Elihap debía tocar varios registros. Su éxito le parecía seguro, siempre que eliminara a un adversario peligroso que nunca lograría integrar en su estrategia.

—Por mi boca, el rey de Israel y su pueblo desean un rápido restablecimiento de nuestro hermano el faraón. Por lo que a Jeroboam se refiere, sabremos mostrarnos pacientes y aguardar la decisión de Siamon.

Aquella actitud alegró al visir. El alma de Siamon pronto llegaría al umbral del más allá. Ningún médico le salvaría. En la sombra, el libio se preparaba. Sus partidarios eran numerosos y decididos. Jeroboam, que sentía odio por Salomón, había hablado ya con él. Al no verse obligado a expulsarlo, el visir ganaba el tiempo necesario para estudiar mejor la nueva situación que se instauraría en los próximos meses.

—La prudencia de Salomón es digna de elogio —reconoció—. Egipto sabrá agradecerle su tolerancia.

—Nos entristece una preocupación mayor —reveló Elihap.

—¿Cuál?

—La excesiva influencia del maestro de obras que ha construido el templo, Hiram de Tiro. Los miembros de su cofradía están, en Israel, por todas partes. Sólo le obedecen a él. Salomón se siente untado, pero ¿cómo actuar contra el constructor del templo de Yahvé? Me gustaría conocer la posición de vuestro gobierno con respecto a maestre Hiram.

El visir, que debía de ser los ojos y los oídos de Faraón, sabía que Hiram no era sino el arquitecto Horemheb, salido de la Casa de la Vida. Hacía mucho tiempo que se estaba preguntando por qué permanecía en Israel, tras haber concluido los trabajos en la roca de Jerusalén. Sólo Siamon conocía aquel secreto.

—No tenemos por qué pronunciarnos sobre la suerte de un arquitecto extranjero —dijo el visir.

—Pues él se pronuncia vehementemente contra Egipto —indicó Elihap, indignado—. No deja de proclamar su odio al faraón, hasta el punto de que Salomón se ha visto obligado a imponer silencio.

De modo, se dijo el visir, que el ex Horemheb se había convertido realmente en Hiram. Conquistado por las ventajas de su posición, había olvidado su nacimiento y traicionado sus orígenes. Como todos los renegados, se mostraba el feroz adversario de la tierra que le había acunado.

—Salomón es un rey indulgente —aseguró Elihap—. Sus grandes dignatarios deberán defenderle de una excesiva bondad, en especial para con maestre Hiram. ¿Se ofendería Egipto?

—Os repito que no tenemos por qué preocuparnos de un arquitecto extranjero.