El agua fresca corría por los jardines plantados de laureles, sicómoros y tamariscos. De los verdes valles de Judea y de Samaría ascendía el perfume de los lises y las mandrágoras, transportado por la brisa que revoloteaba en la claridad de una cálida tarde.
—¿Os gusta esta morada, Balkis?
Salomón condujo a la reina de Saba hasta el umbral de un palacio de madera, de balaustradas adornadas con jarrones llenos de flores y con las ventanas cubiertas de purpúreas cortinas. En el techo, arrullaban las palomas.
—Viví aquí durante vanos meses cuando era niño. Fueron horas felices. Me había prometido no regresar mientras no hubiera disfrutado un autentico gozo.
—¿El de haber terminado el templo?
—El de haberos conocido, Balkis.
La reina de Saba, evitando la mirada de Salomón, avanzó en dirección a un olivo. Tomó un bastón, golpeó sus ramas y cayeron al suelo gruesas aceitunas maduras, algunas de las cuales degustó.
—Aprendí a hacer aceite con una pequeña muela, detrás de la casa —añadió el rey—. Era mi juego preferido.
Salomón quitó las vigas que impedían el acceso a la casa campesina.
—Tengo sed —dijo Balkis.
El rey buscó una copa, la limpió y la llenó de agua fresca del pozo. La reina derramó en el suelo su contenido.
—¿Tú, cuya reputación de sabiduría es tan grande, puedes presentarme esta copa llena de un agua que no proviene del cielo ni de la tierra?
Salomón mantuvo su sangre fría. Con un arte consumado, Balkis había elegido aquel momento de descanso para pasar al ataque y plantear un enigma. La respiración del rey siguió siendo regular. Se sentó en el brocal del pozo y reflexiono, sin crispar sus pensamientos. Al contemplar los dos fogosos caballos que habían tirado de su carro, vio la solución. Soltando uno de ellos, lo montó y galopo por la campiña. De regreso a la casa, colocó la copa en los flancos del caballo y la llenó de gotas de sudor.
La reina de Saba abrió la mano derecha. En su palma brillaba una esmeralda.
—Observa esta piedra preciosa, rey de Israel. La perforan doce espirales casi invisibles. ¿Serán tus dedos lo bastante hábiles para pasar un hilo por ellas?
Salomón recogió el tesoro. Ningún artesano, por hábil que fuera, tendría la menor oportunidad de conseguirlo. Estrechando la piedra contra su pecho, tomo un camino de piedra seca que conducía al vergel. A menudo, meditar bajo un árbol le había dado la respuesta a las más arduas preguntas. Pasó entre los olivos, rozo el tronco de un sicómoro y descubrió la salvación hacia la que le había orientado su espíritu una soberbia morera cuyas hojas, de ramificada nervadura, presentaban dos fases distintas. Tras haber elegido cuidadosamente el lugar donde depositar la esmeralda, se reunió con Balkis.
—Se la he confiado al gusano de seda para que trace con sus hilos doce espirales y recree el zodíaco inscrito en la piedra. ¿No me pedíais, de ese modo, que respetara siempre las enseñanzas del cosmos?
La reina sonrió.
—No habéis usurpado vuestra reputación, grande es vuestra sabiduría.
Salomón se ensombreció.
—¡Una pobre sabiduría, en verdad! He observado la naturaleza, como el más humilde de los campesinos. Mi ciencia es inmensa, dicen los ingenios. Pero sólo es una acumulación de saber que pesa como un odre demasiado lleno. Esa ciencia no procura felicidad ni sabiduría. Es un cielo gris y bajo. Demasiado saber provoca dolor y pesadumbre. Aumentarlo sin cesar conduce a la locura. ¿Quién puede percibir las leyes de la creación? ¿Qué sabio accederá al conocimiento de Dios, más allá de la forma, más allá incluso de la luz en la que se oculta? No soy un hombre cuerdo y prudente, Balkis. He escrito tratados sobre los secretos de las plantas, los minerales, los animales y las piedras. Nadie conoce mejor que yo la palabra de los vientos o el mensaje de los espíritus subterráneos. En los siglos por venir, los magos utilizarán la llave de Salomón para abrir la puerta de los místerios de la naturaleza. Gracias a ella, compartirán mi poder, pero eso es sólo vanidad. ¿Qué más puedo desear? ¿No se afirma que los más vastos poderes están en mis manos, no se advierte que practico el arte de curar y apaciguar los sufrimientos del alma, no se admira mi éxito y la realización de mis designios? Nada quedará de esas falsas riquezas. Son sólo ilusiones. No soy un hombre cuerdo y prudente, Balkis, pero necesito vuestro amor.
La moñuda bajó de las nubes y se posó en el hombro derecho de la reina de Saba. En su canto, la joven reconoció las palabras del antiquísimo poema que revelaba la emoción de la enamorada: «Antes de que sople la brisa nocturna y se extiendan las tinieblas, ve a la montaña de la mirra, a la colma del incienso. Te esperará allí y te hará perder el sentido».
Ningún hombre era más apuesto que Salomón. Ninguno tenía mayor prestancia. Humillado, desgarrado por tormentos que no ocultaba, mantenía la nobleza de un monarca que las tempestades agitaban sin lograr destruirlo. Lo que Balkis sentía superaba la admiración de una reina a un rey. Lanzarse hacia él, acurrucarse en sus brazos, abandonarse. ¿Por qué el destino le impedía comportarse como una mujer ebria de pasión?
—Sois la descendiente del ilustre Sem, padre de los hebreos y los árabes —recordó Salomón—. Si aceptáis desposaros conmigo, recrearemos la unidad perdida. Habremos apartado para siempre el espectro de la guerra.
—Grave error —objetó Balkis—. El reino que formaríamos suscitaría demasiadas codicias. Nuestros vecinos se aliarían para derribarlo. ¿Y quién de los dos aceptaría someterse al otro? No soñéis, Salomón. No tenéis derecho a hacerlo.
—Soñé en la paz, Balkis, y la obtuve. Soñé en el templo y se construyó. Soñé en el amor y llegasteis vos ¿Por qué rechazar la esperanza?
—Saba está tan lejos.
—Pensadlo, os lo suplico.
Balkis estaba a punto de ceder cuando, en el camino, vio una nube de polvo ocre. Apareció un jinete perteneciente a la guardia del rey. Jadeante, dirigiéndose al rey Salomón, habló precipitadamente.
—Perdonadme, Majestad. Vuestra madre se está muriendo.
De acuerdo con sus deseos, Salomón no había vuelto a ver a Betsabé desde el día en que había decidido abandonar la corte para retirarse a una vasta morada cercana al mar de Galilea, donde David la había amado, olvidando durante todo un verano las exigencias del poder.
En su lecho de muerte, Betsabé se dejaba acunar por apasionados recuerdos en los que el monarca de la lira le hechizaba con sus poemas.
Cuando Salomón se acercó a su lecho y se arrodilló para besar la mano de su madre, los sufrimientos del óbito asaltaron de nuevo a la anciana dama.
—Por fin has llegado, hijo mío. Antes de zambullirme en el reino de las sombras, quisiera hablarte por última vez.
—¿A qué vienen tan sombríos pensamientos, madre?
—Una reina debe reconocer su muerte, aceptarla como una benevolente amiga. Pero mi corazón sangra por ti.
—¿Qué pena os he causado?
—¿No olvidas acaso a la mujer que te ama? ¿No buscas placeres que se transformarán en tristeza?
—Sólo deseo la paz, madre mía.
—La reina de Saba no la reforzará. Nagsara te la dio. Ignorarlo es una gran falta. Vete ahora, debo prepararme. Sé justo, Salomón. Sé digno de tu padre.
Balkis había decidido pasar la noche en la casa de campo. El sol había salido ya cuando llamaron a la puerta. La joven se apresuro a abrir, esperando ver a Salomón, en quien había soñado durante toda la noche. Pero era sólo un pájaro carpintero de roja cabeza que emprendió el vuelo enseguida.
Decepcionada, caminó descalza en el rocío, degustando la claridad matinal y el canto de los pájaros. ¿Seguiría rechazando por mucho tiempo la proposición de Salomón? Casándose con el rey de Israel, haría que Saba perdiera su autonomía. ¿Actuar de ese modo no supondría una traición a la tierra de sus antepasados? ¿Merecía tal sacrificio el amor de Salomón?
Viendo a unas mujeres que sacaban agua de un pozo, regresó a la casa y se puso una jarra al hombro. Vistiendo una sencilla túnica, se reunió con ellas. Desconfiadas primero, pronto fueron conquistadas por la sonrisa de Balkis y aceptaron hablar con ella. Caminaba sola y sin séquito, sólo podía ser una sirvienta.
La reina escuchó sus quejas por los duros trabajos del campo, la violencia del khamsin y las predicciones de los magos que anunciaban un invierno glacial.
—¿Qué ocurre en Jerusalén? —preguntó—. ¿No recibe una extranjera los honores de la corte?
—La reina de Saba. Se dice que ha conquistado el corazón de Salomón.
—¿Habrá boda?
—¡Sería una calamidad! —afirmó una campesina—. La esposa de Salomón es Nagsara la egipcia, y nadie más. El pueblo la aceptó. El rey es prudente, no cederá a los deseos de un instante.
—Se dice que es muy hermosa —declaró su compañera—. Nuestro rey es un hombre tan seductor.
—¡Qué se entreguen a los placeres del amor, pero que Salomón respete su boda!
—¿La unión con la soberana de Saba no favorecería la paz? —preguntó Balkis.
—¡Pura ilusión! —dijo la campesina más vehemente—. Gracias a la hija del faraón, Egipto e Israel viven en armonía. Saba sólo nos traería desgracias. Salomón haría mejor preocupándose por el arquitecto tirio.
—¿Por qué?
—Con su ejército de obreros, el tal Hiram es el verdadero dueño del país. Puede crearlo todo, construirlo todo. Tiene el porte de un príncipe. Y le ayudan los demonios.
—¿Qué debe hacer Salomón?
—¡Qué se desembarace de él! De lo contrario, por su causa, perderá el trono. En nuestro país no hay lugar para dos reyes.
Cuando la jarra estuvo llena, Balkis vagabundeó por el vergel cercano y, luego, se sentó bajo una higuera. Dulzura de la fruta en la lengua, frescura de la sombra, ternura del aire Israel parecía un paraíso. Un paraíso del que no sería la reina.