Desde la frontera de Israel hasta Jerusalén, la reina de Saba pasó entre dos hileras de campesinos que le ofrecían sus más preciosos objetos; aclamaban a la visitante llegada del país más rico del universo. En las cercanías de la capital, Salomón había cubierto la pavimentada carretera con perlas y diamantes. Desde lo alto de la barquilla colocada a lomos de un elefante blanco que presentía la menor de sus órdenes, Balkis descubría la Tierra Prometida.
De embriagadora belleza, con los negros ojos subrayados con un trazo de maquillaje verde, risueña la boca, flexible el cuerpo apenas velado con una túnica de lino teñida con púrpura de múrex, adornada la garganta con un pectoral de lapislázuli, con brazaletes de oro en las muñecas y los tobillos, la reina de Saba imponía respeto a quien se le acercaba. La fuerza de un ingenio vivo como el águila de las montañas se unía al encanto que hechizaba el corazón más seco.
Con un chal echado a los hombros, Balkis iba a la cabeza de un desfile de elefantes, camellos y caballos ornamentados con piedras preciosas, sedas y aromas. Los conducían más de un millar de sábeos de negra piel. Su reina tenía la piel cobriza, como una egipcia del profundo sur. Al final del cortejo, pesados carros cargados de frascos de mirra, nardo, lirio, jazmín, rosa y cinamomo.
Ante la gran puerta de Jerusalén estaba Salomón, sentado en un trono de oro colocado en un atrio de cristal donde se reflejaba el transparente cielo de otoño. A su alrededor, los dignatarios vestidos con túnicas de seda adornadas con franjas coloreadas y un cinturón de lana que daba varias vueltas alrededor de su talle. Los hábitos de los sacerdotes, realzados con borlas, eran de color azul Jacinto. Sadoq, a petición de su soberano, lucia sus vestiduras de sumo sacerdote, aunque fuera hostil a la llegada de una reina que adoraba divinidades paganas…
«Ojalá me enseñe un poder mayor que mi poder —pensaba Salomón—, una sabiduría más grande que la mía. Ojalá me enseñe a consolidar la paz que es la clave de la felicidad de los pueblos». El rey pensaba en Nagsara, cuya presencia le había permitido comenzar la obra, cuando un aroma de nardos anunció la llegada de Balkis.
El sol de mediodía bañaba la barquilla del elefante blanco. La reina de Saba se irguió, tocada con una corona púrpura. Unos servidores agitaban abanicos ante el paquidermo para disipar el humo de aromas que perfumaba el cortejo.
Salomón se levantó en cuanto la impresionante montura se hubo inmovilizado. Sadoq, indignado por el impudor de aquella extranjera que se permitía dominar así al rey de Israel, se volvió hacia un lado.
—Reina del rico país de Saba, sed huésped de mi país y de mi pueblo.
El elefante se arrodilló. Dos sábeos ayudaron a su reina para que bajara. La mujer quedó a pocos metros de Salomón.
—El universo entero celebra vuestro poder, rey Salomón. Vengo de un paraíso construido por arquitectos que tallaron montañas, condujeron agua gracias a los canales y fertilizaron el desierto. Mis antepasados excavaron lagos, plantaron árboles e hicieron reverdecer la estepa. He traído mil tesoros para donároslos. Cuando he visto el camino de vuestra capital empedrado de perlas y diamantes, me he avergonzado. ¿No habría sido mejor arrojar a los arroyos la miserable riqueza de Saba? Ante vos, cualquier opulencia es pobreza.
—Mi palacio os aguarda.
—No puedo responder favorablemente a vuestra invitación, Majestad. Mañana es día de Sabbat. Una extranjera no debe turbar el culto de Yahvé. Antes de que salgan las estrellas, mi séquito habrá plantado las tiendas a orillas del Cedrón.
Salomón, deslumbrado por la cantarina voz de una reina que tan bien conocía las costumbres de Israel, aceptó los deseos de Balkis. ¿Cómo, entre el concierto de aclamaciones en honor a la soberana de Saba, habría podido oír el llanto de su esposa Nagsara, sola en un espléndido palacio que la horrorizaba?
Cuando apareció el primer rayo del sol naciente, la reina de Saba montó en un caballo blanco y entró en Jerusalén. La admiró una recogida muchedumbre. El más humilde de los curiosos sentía que el destino de Israel se decidía en aquel solemne instante. El sumo sacerdote, que no había sido consultado, seguía dominado por la cólera. En privado, amenazaba a la extranjera con el rayo divino. Algunas mujeres deploraban la funesta suerte que había caído sobre Nagsara. Y todos advertían la extraña ausencia del maestro de obras Hiram.
En cuanto puso pie a tierra, al inicio de la vía que llevaba al templo, Balkis saludo al sol. Su plegaria escandalizó a la cohorte de sacerdotes. Pero Salomón no dirigió reproche alguno a la reina de Saba que, con su vestido verde claro de sobrias líneas, estaba más resplandeciente que la víspera. Le rogó que se colocara a su lado en la silla de manos, de madera dorada, que habían creado los carpinteros de Hiram.
Balkis tenía los cabellos cortos, de un negro brillante y tan finos como sus pestañas. Su rostro, gracioso como el de una gacela, tenía la ternura de las palomas y el frescor de los lises.
—¿Cuál es la verdadera razón de vuestra venida?
—Ver el templo cuya perfección proclaman todos los pueblos, descubrir el país gobernado por un monarca cuyo penetrante ingenio se alaba y cuyas palabras beben. Bienaventuradas vuestras mujeres, bienaventurados vuestros servidores que están perpetuamente a vuestro lado. Bendito sea el Dios que os ha colocado en el trono de Israel.
—Esas palabras son demasiado elogiosas.
—¿Acaso Yahvé no ha concedido a Salomón una inteligencia tan vasta como la arena de las playas? ¿No es vuestra sabiduría más gloriosa que la de todos los hijos de Oriente?
—Nadie posee la sabiduría.
—No seáis tan modesto. Vuestra reputación ha cruzado las fronteras de Israel.
Salomón desconfió. ¿Intentaría la reina de Saba plantearle uno de aquellos temibles enigmas que ridiculizaban al más sabio y arrumaban la más asentada fama? Quien no encontraba la solución, perdía su honor.
—Sin embargo, tengo que haceros un reproche.
—¿Cuál? —se extrañó el rey.
—El rumor afirma que mandáis a los demonios, que comprendéis el lenguaje de los animales y las plantas. ¿Accedéis tal vez a reinos prohibidos?
—¿Hay algún reino prohibido para quien busca la sabiduría?
Balkis sonrió.
—Jerusalén es una ciudad espléndida —dijo con dulzura.
—La tierra es un círculo rodeado de agua, reveló Salomón. Lo trazó el arquitecto de los mundos. En el centro, colocó a Israel. Y en el centro de Israel, la roca de Jerusalén, donde su espíritu se encarnó, invisible presencia que alimenta las almas de los justos.
La reina de Saba se mostraba atenta, bebiendo como miel las palabras del rey.
—Vuestra boda con la hija del faraón Siamon hizo mucho ruido —recordó—. ¿Por qué no está a vuestro lado?
—No es la costumbre. Sólo es la primera de mis esposas. La veréis durante el banquete que se celebrará en vuestro honor.
Salomón dio su brazo a Balkis, ayudándola a bajar de la silla de mano. Subieron juntos los peldaños que llevaban a la explanada, donde sacerdotes y cortesanos le rindieron homenaje. La reina de Saba descubrió la sala del juicio, la casa del bosque del Líbano, la columnata que daba al valle del Cedrón, el palacio y el templo.
Se llenó la mirada con aquellas maravillas. La belleza de Balkis, que había sabido hacerla más resplandeciente con la sencillez de su atavío, fascinaba a la corte de Salomón. La perfección de las construcciones, que superaba la de los edificios de Saba, dejó a la reina muda de sorpresa.
—¿Quién es el autor de tales obra maestras?
—Maestre Hiram.
—Me gustaría conocerle.
Salomón ordenó a su secretario que fuera a buscar al arquitecto.
—No es necesario —respondió la grave voz del maestro de obras, de pie en el techo de la sala de juicio.
Balkis levantó hacia él los ojos. Aunque se acercaba a la cuarentena, el maestro de obras no había perdido la robustez de sus músculos. Su ancha frente, adornada de profundas arrugas, lucía el rasgo más característico de un rostro huraño. Su aparición sembró la turbación en la concurrencia. Dominando a Salomón y la reina de Saba, afirmaba una serena majestad que algunos consideraron ofensiva.
La reina no dejaba de mirarle. Al igual que Salomón, sabía entrar en los reinos prohibidos donde dialogaba con las fuerzas invisibles. Con el pensamiento, Balkis penetraba en la apariencia de los seres, introduciéndose hasta el fondo de sus secretas cavernas.
Salomón poseía la estatura de un gran rey y la inteligencia de los elegidos de Dios. Hiram se le parecía, pero en él ardía otro fuego, más oscuro, más atormentado. Juntos, aquellos dos hombres se hacían mutuamente capaces de las más increíbles obras. Separados, sufrirían el más cruel destino. Pero ni el uno ni el otro tenían plena conciencia de ello.
—¿Ignoráis que el día de hoy debía ser festivo? —preguntó Elihap, irritado.
—El sabbat era ayer —repuso Hiram—. Hoy, mis obreros festejarán en honor de Sus Majestades. Yo trabajo, el techo tiene que terminarse.
Elihap se volvió hacia Salomón, esperando el apoyo de su rey. Pero fue Balkis la que intervino.
—¿Por qué no reunís a vuestros obreros, maestre Hiram? ¿No deberíais asociarles a ese momento de paz en el que dos grandes reinos se encuentran en armonía?
Hiram jamás había visto mujer más hermosa. La elegancia de su silueta y la finura de su rostro rivalizaban con las de las más hermosas egipcias. Sus labios reían, sus ojos pensaban gravemente. En ella se desposaban la alegría de una enamorada y la seriedad de una reina.
Hiram se había prometido no utilizar nunca el poder que poseía. Pero Balkis le sometía a una prueba de la que no debía salir vencido. Cediendo a un impulso que ascendió de las profundidades de su ser levantó los brazos, formando dos escuadras en un gesto que los egipcios denominaban el ka. Permaneció así, inmóvil, durante largos minutos, como un vigía petrificado bajo el sol.
Irritado, Salomón consideró insensata aquella actitud. ¿Cómo podría el arquitecto reunir a los obreros dispersos por la ciudad y la campiña? El rey sintió deseos de interrumpir aquella comedia, pero Balkis miraba a Hiram con insistencia.
De pronto, en la entrada del atrio nacieron unos murmullos. Los cortesanos se empujaban; apretujándose unos contra otros, dejaban paso a los maestros y compañeros que, con aspecto agresivo, cercaron la explanada. Por las callejas ascendían columnas de aprendices, seguidos por los jornaleros. Talladores de piedra, canteros, albañiles, carpinteros, fundidores, herreros, se dirigieron hacia el templo, respondiendo a la llamada del maestro de obras.
Formaron un ejército silencioso y pacífico cuyo poder, sin embargo, era evidente. En menos de una hora, Hiram había reunido a miles de hombres que, tras una sola señal, se colocaban bajo sus órdenes con mucho más celo y rigor que soldados experimentados.
Los cortesanos tenían miedo, Salomón permaneció impasible. Gracias a la reina de Saba conocía, ahora, los límites de su poder: no reinaba solo en Israel.
El arquitecto cruzó los brazos sobre su pecho.
—Vuestro deseo está satisfecho —dijo a la reina Saba.
—Tened cuidado, maestre Hiram.