Desde su inauguración, el templo se convirtió en el corazón de Jerusalén. En la explanada, se acudía a pasear, charlar e incluso hacer negocios. Nadie tenía que golpear el enlosado con un bastón. Sólo se podía caminar con los pies desnudos o con sandalias de perfecta limpieza. Algunos sacerdotes, que circulaban permanentemente, se aseguraban que ninguna moneda entrara en el lugar.
Sadoq descubrió con satisfacción los alojamientos que, por orden de Salomón, maestre Hiram había construido para los religiosos. Una gran galería de madera, a lo largo del templo, unía las pequeñas habitaciones, luminosas y bien ventiladas. Allí vivirían los subordinados directos del sumo sacerdote, encargados de organizar el trabajo de los quince mil sacerdotes que oficiaban cada día en el templo. Tras el baño purificador de la mañana, revestían una túnica de lino blanco y sacrificaban tres animales, entre ellos un toro. Su sangre, mezclada con el óleo sagrado, servía para consagrar a un nuevo clérigo, que pertenecería a una de las veinticuatro clases de sacerdotes que se ocupaban por turnos de los lugares santos. Los candidatos eran numerosos, atraídos por la importancia de las ganancias que correspondían a aquella función: donación de vestiduras y de abundantes alimentos. La atribución de los distintos servicios del templo se decidía por un sorteo vigilado por el sumo sacerdote. La quema de perfumes era la más deseada, pues la tarea daba derecho a carne de buey y a vino de excelente calidad.
Salomón daba a Sadoq una importancia sin igual, colocado a la cabeza de una poderosa administración, el sumo sacerdote gozaba de incomparables honores. ¿No se había convertido en el personaje más rico del reino tras el monarca?
El sumo sacerdote no caía en las trampas de Salomón. El rey había creído adormecer su vigilancia colmándole de beneficios. Pero éstos no le hacían olvidar la única realidad que contaba: el monarca concentraba en sus manos el poder político y el poder religioso. Pese al prestigio de que gozaba, Sadoq era sólo un segundón de quien el dueño de Israel podía desembarazase en cualquier momento.
Puesto que el templo había nacido y satisfacía al pueblo, era preferible preservarlo. A condición de eliminar el maléfico trío que arrastraba Israel a su perdición: un maestro de obras ambicioso, una reina impía y un rey omnipotente.
La cabaña de los útiles, erigida al borde del campamento, a la sombra de una vieja higuera, era lo bastante grande como para albergar a tres campesinos. Aquella mañana de cálidos colores, daba asilo al sumo sacerdote Sadoq, a Jeroboam y a Elihap.
—Las investigaciones sobre el accidente de la fundición progresan —indicó el secretario de Salomón—. Se producirán arrestos. Los culpables hablarán. Si se pronuncia demasiado el nombre de Jeroboam…
El antiguo jefe de los trabajos, vistiendo una pobre túnica de labrador, había salido discretamente de Jerusalén, imitado por Elihap. Sadoq, por su parte, había renunciado a sus soberbias vestiduras de sumo sacerdote, adoptando una simple túnica oscura, ceñida al talle por un amplio cinturón.
—No desesperemos —recomendó Jeroboam—. Salomón cuenta con Hiram para asegurarse el apoyo de una cofradía sólida que reúna obreros hebreos y extranjeros. Pero es mucho menos coherente de lo que ambos creen.
—¿Habéis comprado conciencias? —preguntó el sumo sacerdote.
—Casi. Varios compañeros se sienten muy descontentos de la actitud de Hiram para con ellos. Tres, un albañil sirio, un carpintero fenicio y un herrero hebreo exigieron un ascenso que les ha sido negado. Alentémosles a obtener la contraseña de los maestros y a descubrir sus secretos. A cambio de nuestro apoyo, nos los transmitirán y, así, el arquitecto se verá descalificado y el rey tendrá dificultades.
—Contad conmigo para salir adelante —aseguró Sadoq—. Libradme de Hiram y yo echaré a Salomón del trono.
Elihap no sabía ya si debía unirse a esa nueva conspiración. Pero temía demasiado a sus acólitos como para protestar.
¿Qué quedaba del hombre tras su desaparición terrestre? Un rastro luminoso, una sombra, una emoción… ¿No se reunirían acaso en la región tenebrosa donde reinaba el silencio, tan lejos del mundo que incluso la cólera de Yahvé, atronadora como miles de tempestades no conseguía alcanzarla?
Hiram asistía en el atrio del templo a la salida del sol, con el espíritu agitado por sombríos pensamientos. La muerte revoloteaba a su alrededor, como un pájaro nocturno que resistiera la luz naciente.
Cuando resonaron las trompetas, las puertas del santuario se abrieron y las primeras oraciones ascendieron a Yahvé. Luego, Sadoq procedió al sacrificio del alba. Corrió la sangre, chisporroteó la carne de la oveja. La humareda del templo se orientó hacia el norte, anunciando un futuro lluvioso.
La alegría había abandonado a Hiram. No le gustaba desempeñar el papel de un espía. Crear un templo para transmitir, en una nueva forma, la antigua sabiduría era digno de la Casa de la Vida. Traicionar a un rey por quien sentía admiración y amistad le indignaba. Le sería insoportable rebajarse a sus propios ojos. En sus sueños merodeaban formas amenazadoras, que regresaban noche tras noche… ¿No debía atender aquellas señales del más allá?
—Estáis muy pensativo, maestre Hiram.
—Majestad, vos…
—A veces estoy solo, tan solo como vos, y vengo aquí antes de que amanezca, para contemplar vuestra obra. Dios me concedió la ayuda de un arquitecto genial, tal vez incluso un amigo. ¿No seréis un emisario de esa sabiduría que busco en todas las cosas?
—No, Majestad. Un simple artesano.
—Un maestro de obras egipcio —rectificó Salomón—. Un hombre educado por los sabios. Un hombre distinto de los demás.
—Un hombre para el que ha llegado la hora de regresar a su país, Majestad. Ahora, mi trabajo aquí ha terminado realmente. El mar de bronce está en su lugar. Ninguna piedra del templo se moverá antes de que transcurran muchos siglos. Liberadme de mi tarea, Majestad. Necesito vuestra aprobación.
—Sois orgulloso y huraño, maestre Hiram. Pero sabéis manejar a los hombres y dirigirlos.
—Sólo para construir. Gobernar es cosa vuestra, no mía.
—¿Cuándo pensáis poneros en camino?
—En cuanto termine esta postrera entrevista. Solo y sin escolta. En Egipto, permaneceré mucho tiempo en el desierto. Tal vez así me purifique.
—Merecéis una gran recompensa. Apenas bastaría un verdadero tesoro.
—Nada deseo, Majestad.
—¿Y los miembros de vuestra cofradía? ¿Qué será de ellos cuando os marchéis? Habéis organizado gigantescas obras, emprendido grandes tareas, contratado y formado a centenares de artesanos, miles de jornaleros, habéis puesto en marcha toda una sociedad. ¿A quién van a obedecer si no sois su jefe?
—A su rey, Majestad.
—No, maestre Hiram. Os necesito todavía. Cada año llegan a Jerusalén grandes riquezas. El trabajo de las provincias, el comercio, las expediciones lejanas me procuran más de veintitrés toneladas de metales preciosos. Los más ricos soberanos me envían regalos. Gracias al templo, Israel se ha convertido en un gran país coronado por la fortuna. Con el oro de Saba, fabricaréis doscientos escudos de tamaño normal y trescientos más pequeños. Mi guardia de élite mostrará los primeros al pueblo, durante las grandes fiestas. Con los segundos, formarán la base de un tesoro que se albergará en el edificio que vos construiréis. El resto del oro quedará oculto en el subsuelo del Santo de los santos. Sería utilizado si mi país atravesara una época de miseria. Es mi voluntad, maestre Hiram.
El arquitecto se lanzó con ardor a la nueva tarea. Maestros, compañeros y aprendices se sintieron felices de proseguir su aventura a las órdenes de aquel a quien veneraban. Tras haber sometido al rey una maqueta, Hiram rodeó tres de los costados del templo con edificios de tres pisos, que se comunicaban entre sí por medio de trampillas. Los pisos iban reduciéndose. Allí se depositarían las riquezas del reino.
A lo largo de la ruta que llevaba a la ciudad se levantaría la más importante de aquellas construcciones, la casa del bosque del Líbano. En el interior de aquel imponente Tesoro, de cincuenta metros de largo, veinticinco de ancho y quince de altura, Hiram había previsto gran cantidad de troncos de cedro que sostendrían el techo. Arriba se desplegaría una sabia maraña de vigas talladas con las ramas de unos sesenta árboles.
Transcurrió más de un año en plena fiebre de trabajo comunitario, que dio los más hermosos frutos durante un otoño en el que las cosechas de uva y aceitunas fueron de excepcional abundancia. En los campos, los labradores que azuzaban a los bueyes que tiraban del arado admiraron la elegante silueta de la casa del bosque del Líbano. Aquella visión les consolaba de un trabajo que la sequedad de una tierra rocosa donde crecían los cardos hacía muy duro.
El año nuevo, marcado por la fiesta del Gran Perdón, fue precedido por un período de arrepentimiento durante el que Israel expió ritualmente sus pecados. En la convocatoria de otoño, cuando todo el pueblo imploraba a Dios que le concediera su gracia, toda actividad estaba prohibida so pena de muerte. Se imponía un severo ayuno.
Salomón autorizó, sólo en aquella ocasión, al sumo sacerdote, a penetrar en el Santo de los santos, al que purificó de la mancha del alma agonizante ofreciéndole la sangre de un toro mezclada con la de un carnero. Iniciada al resonante toque de las trompetas, se organizó una procesión hacia el templo. Los cánticos habían santificado la campiña donde, hincados de rodillas, los campesinos habían escuchado la voz de los antepasados que les recordaba que sólo el Señor hacía fértil la tierra.
Alrededor de Jerusalén fueron levantándose, por todas partes, chozas de follaje e improvisadas tiendas. Miles de peregrinos se alojaban en ellas, al igual que los ciudadanos abandonaban sus moradas durante la fiesta de los Tabernáculos, que seguía a la del Gran Perdón. Así se conmemoraba el eterno vagar del hombre en este mundo. Así se evocaba el exilio de una raza desgarrada entre nómadas y sedentarios.
Al lado de Salomón, en el atrio del templo, Hiram escuchó el coro de los sacerdotes que evocaba la piedra angular que los constructores habían desdeñado y que Yahvé había convertido en piedra fundamental. Él, el arquitecto del templo, se sentía excluido como aquel piramidión que sólo Dios sabía colocar para concluir el edificio. ¿Hacia qué ángulo del universo se orientaría, en adelante, su vida? Egipto le rechazaba, Israel le encarcelaba.
—¡El chivo! —gritó un oficiante—. ¡He aquí el chivo emisario que cargará con nuestras impurezas y nuestros pecados!
El sumo sacerdote, ayudado por dos asistentes, condujo un soberbio animal, rebelde e indisciplinado, hasta el pie del altar central.
—Señor —rogó Sadoq—. Tu pueblo ha pecado. Ha cometido crímenes y violado Tu Ley. Concédele Tu perdón. Sé misericordioso. Expulsa ese animal al desierto. Dirígelo a un precipicio para que muera expiando nuestras faltas. Que perezca en soledad. Que nadie le ayude.
Sadoq se apartó. Un sacerdote azotó los lomos del chivo, que saltó hacia adelante.
El animal se detuvo a un metro de Hiram. Las miradas del maestro de obras y del condenado se cruzaron. El primero no leyó angustia alguna en los ojos del segundo. Sólo un orgullo que ninguna desgracia podría apagar. El chivo levantó la cabeza, exhaló un suspiro que salía de sus entrañas y se lanzó hacia la muerte.
Caleb comía pan muy cocido y queso fresco. Anup solicitaba algo de alimento y el cojo se lo concedía parsimoniosamente, mientras Hiram trabajaba en los nuevos planos.
—Pero ¿no vais a descansar nunca?
—La reina de Saba se ha puesto en camino hacia Jerusalén. Salomón exige una capital más bella todavía. Mis artesanos tendrán que hacer milagros.
—El propio Dios se toma su tiempo.
—Pero no es servidor de Salomón.
—¿No es el rey vuestro mejor amigo?
Hiram dejó su cálamo y miró a Caleb.
—¿Es esto un reproche?
El cojo bajó la mirada, concentrándose en su escudilla.
—Nadie puede ser amigo de un rey. Gran parte del pueblo os admira y os respeta. ¿Qué monarca puede soportar por mucho tiempo la presencia de un rival? Habéis tenido mucha suerte. El templo está terminado y seguís con vida. Debierais aprovecharlo para poneros en camino.
El maestro de obras trazó una línea roja en el papiro. Su mano actuaba con una precisión y una rapidez que casi asustaban a Caleb. ¿No la guiaría algún espíritu?
—Fuiste un profeta de desgracia, mi buen Caleb, pero nada ha sucedido. Gracias a mi cofradía, Israel es un país rico y magnífico. ¿Sería justo que abandonase a quienes construyeron templo y palacio? ¿No me comportaría como un cobarde?
Caleb no tenía ya hambre. Dejó en el suelo la escudilla, que el perro se apresuró a lamer.
—El cazador nunca pierde la misma presa dos veces consecutivas. Salomón os matará, maestre Hiram.
—Éste es mi regalo de año nuevo —dijo Salomón a Nagsara.
Los sirvientes desplegaron, sobre el enlosado de los aposentos de la reina, una inmensa alfombra de seda, del color de la esmeralda, tramada con hilos de oro. En el ángulo oriental, colocaron un trono de marfil; en el de mediodía, un lecho de púrpura; en el septentrional, una mesa de oro cubierta de vajilla de oro; en el de occidente, jarras de aceite, odres de vino y jarras llenas de miel.
La reina contempló a aquel a quien amaba con un amor a quien la reclusión había hecho más ardiente todavía. Habían transcurrido más de siete años y Salomón no había envejecido. Ni la menor arruga se veía en su rostro de tan puras líneas, adornado ahora con una magnífica barba de azabache que reforzaba más aún su natural autoridad.
—Os agradezco vuestra bondad, Majestad. Pero no necesito esos tesoros. Sufro. Mi corazón está dolorido. La diosa Hathor no responde ya a mis plegarias. Cada noche interrogo la llama; tampoco me responde ya. Privada de vuestra mirada, no tengo porvenir. Sois demasiado sabio, demasiado perfecto, estáis demasiado lejos de la humanidad. ¿No aceptaríais, como vuestro padre David de quien con tanta emoción hablan los cortesanos, sucumbir a ciertas debilidades, olvidar el Estado para preocuparos por la angustia de una mujer?
Salomón abandonó el ala del palacio reservada a la reina. No pensaba en ella sino en Hiram.
Hasta entonces, se había resistido a las calumnias de que era víctima su maestro de obras. No había tenido en cuenta las advertencias y los rumores pues la amistad no se adapta a la duda. Pero el veneno comenzaba a abrasarle el alma. Tal vez Hiram fuera un hombre muy distinto. Un ambicioso, un monarca que silenciaba su nombre. Salomón no tenía derecho a estar ciego, aunque su lucidez debiera desgarrar el más precioso de sus sentimientos.
De pronto, sintió deseos de abandonar Israel a los juegos del azar y de ordenar a los vientos del espacio que lo hicieran desaparecer en la inmensidad del cielo.