Tras la partida de Salomón, Hiram regresó a la obra. Había prometido al rey no abandonar el templo, velar por la instalación del mar de bronce y terminar el atrio. Pero también había exigido permanecer solo, en el desierto durante tres días y tres noches. Sentía la necesidad de alejarse de cualquier presencia humana y buscar en su interior una nueva claridad.
El maestro de obras se cruzó con bandadas de damanes, especie de marmotas que huían al menor peligro. Escuchó la risa de las hienas y el lamento de los chacales. Vio zorros y jabalíes, se impregnó de un sol ardiente, caminó por la arena ocre, durmió al abrigo de las rocas olvidadas por la mano de quien moldeó el desierto. ¿Cuál era aquella presencia que ascendía de la inmensidad como una columna de incienso, si no la del Creador?
A Hiram le gustaban las palabras minerales, la ausencia abrumada por el color, la abnegación de una tierra que había renunciado a la fertilidad para acoger mejor la invisible percepción del Ser.
Nada escapaba al desierto. El maestro de obras le ofreció la muerte de sus compañeros de trabajo. Enterró su recuerdo en la santidad del rojizo ocaso, confió sus almas al espíritu del viento que se las llevaría a los confines del universo, junto a la fuente donde no habían nacido todavía las tinieblas.
Cuando tomaba de nuevo la pista que llevaba al Jordán, Hiram vio una tienda roja y blanca erigida en un pedregoso montículo.
Lo comprendió entonces. Había llegado la hora. La alegría que hubiera debido sentir, le laceró.
Hiram penetró en la tienda. Un nómada vestido como un beduino estaba sentado allí en la postura del escriba. Su corta barba puntiaguda lo identificaba como un semita. De unos cincuenta años, con los ojos penetrantes, ofreció al recién llegado una copa llena de agua fresca con un poco de vinagre.
—Bienvenido huésped. Séame permitido darle asilo hasta que la sal que coma haya abandonado su vientre.
Hiram aceptó la sal de la tierra, ofrecida en un plato de alabastro.
—¿Cómo me habéis encontrado en este desierto?
Recorro la región desde hace más de un mes. Anunciaron vuestra llegada a las fundiciones. Desde las colinas asistí al nacimiento de vuestra obra maestra y no le quité la vista de encima. A lo lejos, vi que Salomón se os acercaba. Luego, os seguí respetando vuestro aislamiento. Tengo que hablaros antes de que volváis al mundo.
—Hace más de siete años que salí de Egipto. ¿Os envía el faraón?
—Naturalmente, maestro Horemheb. Él y yo somos los únicos que conocemos esta misión. ¿No aguardabais una señal del rey de Egipto cuando vuestra tarea estuviera terminada?
Hiram tomó su cabeza entre las manos, como un viajero agotado al término de un largo periplo. Había soñado durante siete largos años en aquel momento. Lo había imaginado como una liberación, una felicidad con sabor a miel, un sol de rayos bienhechores. Pero se había producido el drama del mar de bronce y la entrevista con Salomón, junto al lago perdido entre altas hierbas. El arquitecto deseaba regresar a Egipto pero no tenía ya derecho a abandonar Israel. Colaborar con Salomón, ayudarle a consolidar su trono y la paz, terminar el templo que sacralizaría su pueblo eran deberes a los que no se sustraería.
—¿Estáis satisfecho de vuestra obra, maestre Horemheb?
—¿Qué arquitecto lo sería si no colocara en su jardín el seco árbol de la vanidad? El templo hubiera podido ser más vasto y noble. Pero sólo disponía de la superficie de la roca.
—¿Habéis conseguido inscribir en sus muros la sabiduría de nuestros antepasados?
—Egipto está en el corazón del santuario de Salomón. Quien sepa leer Karnak descifrará Jerusalén. Quien lea el templo de Yahvé conocerá los misterios y la ciencia de la Casa de la Vida.
—Fuisteis el fiel servidor del faraón. Por eso merecéis honores y dignidades. Pero la felicidad de Egipto parece exigir otra cosa.
—¿Qué queréis decir?
—El faraón esperaba veros regresar a su lado. Os habría nombrado jefe de todos los trabajos del rey. Lamentablemente, las ambiciones de Libia han despertado de nuevo. Siamon teme una tentativa de invasión. ¿Cómo actuará Israel? ¿Será Salomón un aliado? Sólo vos, por vuestro conocimiento de este país y su monarca, podríais avisarnos de una eventual traición. Por ello el faraón os pide que prolonguéis vuestro sacrificio.
Hiram bebió el agua avinagrada. ¿Quién podía discutir una orden del faraón? Siamon no le dejaba elección posible. ¿Cuándo regresaría a Egipto? ¿Debería sufrir siete años más de exilio?
Sólo el viento del desierto conocía la respuesta.
La jornada no tendría igual en la historia de los hombres. Para la fiesta de la inauguración del templo, las calles de Jerusalén se habían llenado de una exuberante muchedumbre. Las aldeas parecían abandonadas. Ningún hebreo quería perderse el más excepcional de los acontecimientos. Cuando Salomón anunciara el nacimiento del santuario de Yahvé, Israel habría sido creado por segunda vez, accediendo al rango de Estado poderoso, capaz de clamar hasta los cielos su fe y su esperanza.
Circular por las callejas era casi imposible, pues las masas de curiosos se hacían cada vez más compactas. Por todas partes se veían sacerdotes vestidos con túnicas blancas. Los jefes de las tribus de Israel, precedidos de una cohorte de servidores, se hallaban al pie de la roca. Ni una sola pulgada de la pendiente que salía de la ciudad de David y se dirigía al templo de Salomón estaba libre de ocupantes. Todos admiraban el muro y las tres hileras de piedras de talla. ¿Cuándo se abrirían las puertas, custodiadas por los soldados de Salomón, dando libre acceso a la explanada, objetivo de la peregrinación de miles de creyentes?
Aquel día se conmemoraría como el más glorioso de la aventura de Israel, aquel en el que un dios nómada había encontrado por fin su morada de paz. Su santuario sería el lugar de sacrificio que unía la tierra y el cielo. Las demás divinidades y los demás cultos quedarían suprimidos, aniquilados por el formidable poder del Único.
Salomón revistió a Hiram con un manto de púrpura.
—He aquí la insignia de dignidad que deberéis lucir el día en que vuestra obra esté terminada.
—¿Lo estará alguna vez, Majestad?
—El tiempo se ha detenido en el umbral del templo, maestre Hiram. Supera a su creador.
Ambos hombres estaban solos en el atrio. A oriente se erguía un sublime pórtico, con su triple alineamiento de más de doscientas columnas. A través de ellas se dibujaban las formas del valle del Cedrón y las verdeantes colinas, transidas de sol.
—Quiero olvidar todo el pasado —declaró Salomón—. Una hora pasada en este lugar vale por mil días de paraíso.
Con el corazón en un puño, el arquitecto contemplaba el paraje que, pronto, ya no le pertenecería. El majestuoso atrio tenía en el centro un altar, a la izquierda del cual se erguía el mar de bronce, sostenido por doce toros metálicos, tres en cada punto cardinal. La enorme alberca recordaba el lago sagrado de Tanis donde, al alba, los sacerdotes se purificaban antes de tomar un poco de agua que serviría para sacralizar los alimentos ofrecidos a los dioses El mar de bronce tenía un borde esculpido en forma de pétalos. Simbolizaba el loto naciente de las aguas primordiales, sobre el que se había levantado el sol de la primera mañana. A su alrededor, diez piletas de mil litros cada una, instaladas sobre carros que los sacerdotes desplazarían según los imperativos rituales. Ellas proporcionarían el líquido indispensable para limpiar los animales del sacrificio.
El propio Salomón abrió las puertas del recinto. Sadoq y vanos sacerdotes, portando el Arca de la alianza, las cruzaron lentamente. Las Tablas de la Ley abandonaban para siempre la antigua ciudad de David. En adelante residirían en el Santo de los santos del templo de Salomón.
El sumo sacerdote se inclino ante el rey, quien se acercó al Arca y la tocó con veneración. Recordó aquel bendito día cuando, pensando en una paz imposible, había realizado el mismo gesto. La ley divina había satisfecho su más ardiente deseo. Cerró los ojos, soñando en un mundo donde los hombres hubieran matado la guerra y el odio, donde sus miradas se dirigieran sin cesar hacia el templo, en busca de la sabiduría.
—Ayudadme, maestre Hiram.
El arquitecto levantó los soportes posteriores del Arca, el rey los anteriores. El peso, que era considerable, les pareció ligero. Pasaron juntos entre las dos columnas, atravesaron el vestíbulo, luego el hekal donde se hallaban el altar de los perfumes, la mesa de los panes de ofrenda y los diez candelabros de oro, y penetraron por fin en el debir donde velaban los Querubines, uno junto a otro.
Éstos llegaban a media altura del Santo de los santos, sus alas exteriores tocaban los muros laterales, las extremidades de las alas interiores se tocaban, formando una bóveda bajo la que fue depositada el Arca de la alianza.
El maestro de obras se retiró.
Salomón presentó al Arca la primera ofrenda de incienso. En la olorosa nube se reveló la presencia divina. El rey se sintió revestido de cálida luz. Los ojos de oro de los Querubines brillaban.
Salomón se mostró a su pueblo. Levantando las manos, con las palmas vueltas al cielo, entregó el templo a Yahvé. Miles de fieles se arrodillaron con los ojos llenos de lágrimas.
—¡Qué Dios bendiga Su santuario y a los creyentes! Así renovarán su alianza con Él. Así será misericordioso y nos concederá Su ayuda contra los poderes de las tinieblas. Que el Señor esté con nosotros como estuvo junto a nuestros antepasados, que no nos abandone, que incline a Él nuestros corazones para que avancemos por Su camino Yahvé, dios de Israel, no hay ningún dios parecido a ti, arriba en los cielos, aquí en la tierra, eres fiel a Tu pacto. Que Tus ojos se abran día y noche a este templo, a este lugar donde vive Tu nombre.
Mientras las aclamaciones subían hacia el rey, la angustia le dominó. ¿Viviría realmente Dios en la tierra con los hombres? Si los cielos de los cielos resultaban demasiado pequeños para contenerle, ¿qué decir del templo de Jerusalén?
Dos sonrisas apaciguaron a Salomón. Primero, la de Hiram, soberbio con su manto de púrpura ante el mar de bronce.
Luego, la de la reina Nagsara, vestida de gala a la izquierda del sumo sacerdote y algo más atrás.
Una y otra expresaban alegría y orgullo. Tranquilizado, Salomón subió los peldaños del gran altar de diez metros de altura colocado a un extremo del atrio.
El maestro de obras, el sumo sacerdote y la reina compusieron un triángulo cuyo centro era el rey de Israel. A su alrededor, los sacerdotes. Los guardias abrieron de par en par la puerta del recinto, dando libre paso a los peregrinos que invadieron la explanada.
Se hizo un profundo silencio. Con los ojos clavados en Salomón que encendían el fuego del holocausto, los espectadores de aquel rito de «la primera vez», contuvieron su aliento. La llama, que ya no se extinguiría, pareció llegar al cielo. Con una oveja en los brazos, un sacerdote llegó junto al rey. Degolló al animal cuya sangre corrió por los canalillos que llegaban a los cuatro ángulos del altar. Las cenizas caerían a través de una reja horizontal.
Tras un signo de Salomón, sonaron las trompetas, entregando el altar a una multitud de celebrantes que sacrificaban los animales que serían consumidos en el gigantesco banquete. Más de veinte mil bueyes y cien mil ovejas serían inmolados a la gloria de Dios.
Salomón lo había conseguido. El templo había nacido. Un maestro de obras genial, Hiram, había dado cuerpo al insensato proyecto de un monarca ebrio de absoluto.
Salomón lloraba de alegría, inmóvil y solitario, en el Santo de los santos.
Hiram, abrumado por el peso del exilio y la muerte de sus hermanos, se ocultaba en la caverna en compañía de su perro.
La reina Nagsara, sola en su magnífica alcoba de palacio, lloraba por su amor perdido.
Caleb el cojo, borracho de alegría y vino, festejaba en la mesa de los ricos que cantaban la fama de Salomón el sabio y de Hiram el maestro de obras.