Inspirándose en los estanques de purificación del atrio de los templos egipcios, Hiram concibió el proyecto de una monumental alberca de bronce y se disponía a crearla a orillas del Jordán. Los maestros, al ver los planos, habían denominado «mar de bronce» la obra maestra del arquitecto, temiendo las casi insuperables dificultades técnicas que los fundidores deberían afrontar.
Se habían levantado muros de ladrillos alrededor de un gigantesco molde excavado en la arena. Allí se vertería la colada de bronce procedente de las abiertas fauces de varios altos hornos.
Hiram se sentía inquieto. La empresa se anunciaba peligrosa. Múltiples desagües permitirían desviar el río de fuego si algún incidente se producía. Pero las precauciones tomadas no tranquilizaban al maestro de obras. Pidió a todos los que trabajarían en la obra que interrumpieran su trabajo a la primera señal de peligro. Sintió incluso la tentación de dejar su proyecto en estado de sueño, pero el entusiasmo de los maestros era tal que consintió en seguir adelante.
Hiram verificó uno a uno los andamios que se colocaron alrededor del futuro mar de bronce, examinó profundamente el horno colocado debajo e hizo que los obreros repitieran diez veces sus gestos. La exaltación de las grandes horas animaba todos los corazones.
De acuerdo con la tradición de los fundidores el trabajo se inició cuando fueron visibles las estrellas. Por la noche, la menor anomalía sería advertida inmediatamente. La mirada podría seguir los meandros del río de fuego.
Aquél fue el momento elegido por Jeroboam y dos trabajadores forzados para actuar. La vigilancia de la obra se había relajado y la oscuridad favorecía sus designios. Rajaron el molde principal por varios lugares.
Hiram levantó la mano derecha. De lo alto de las torres de ladrillo, el metal fluyó por los canales que lo llevarían hacia el horno. La rojiza colada quebró las tinieblas, iluminando las aguas del río y la campiña vecina. Los artesanos, estupefactos, tuvieron la impresión de que un sol reventado brotaba de las profundidades de la tierra, luz de ultratumba alimentada con las llamas del infierno. El río incandescente parecía brotar de un mundo prohibido, regido por leyes desconocidas.
El chorro ígneo fue hinchándose, amenazando con desbordarse. Pero los fundidores consiguieron regularlo para que permaneciera en los canales. Hiram y los maestros rompieron personalmente los tapones de terracota que obturaban los distintos pasos hacia el horno.
Cuando el conjunto de arroyos estuvo lleno de aquella lava metálica, su red formó un paisaje de fuego irrigado por cien ríos que convergían hacia un foco central de insaciable apetito. Fascinados, los artesanos contemplaron la colada que iba llenando, lenta y solemne, las cavidades del mar de bronce. Unas sonrisas se dibujaron en los rostros enrojecidos por el calor. La obra maestra tomaba forma.
De pronto, el líquido ardiente desbordó uno de los canales, amenazando con incendiar uno de los andamios de madera.
—¡Los botes para el fuego! —aulló el maestro de obras.
Desde lo alto de las torres, varios fundidores utilizaron grandes varas a cuyo extremo había unos botes que zambulleron en el torrente de metal reduciendo así su masa y su flujo. La operación se llevó a cabo rápidamente y la gigantesca alberca no sufrió daño alguno.
El bronce sobrante se derramó por tierra y murió entre chisporroteos.
Hiram se aseguró que ningún obrero hubiera resultado herido. Respiró mejor. La colada iba ocupando el lugar que le estaba destinado, comenzando a trazar el inmenso círculo del mar de bronce y dando nacimiento al macizo cuerpo de los doce toros que lo soportaban.
Un grito de terror le atravesó el corazón.
—¡El molde! ¡El molde está estallando!
El fundidor que acababa de observar la grieta fue rociado por una furiosa lava que comenzaba a escaparse. Con el rostro y el pecho calcinados, murió inmediatamente.
En todo su curso, el río de fuego intentó abandonar su lecho. Unos minutos más, y el mar de bronce habría nacido.
Un compañero se precipitó hacia Hiram.
—Maestro, debemos detener la colada. Si se desborda, todo quedará destruido y habrá decenas de muertos.
—Si intervenimos demasiado pronto, será peor aún.
El molde se agrietó más aún. Pero el bronce se solidificaba. El compañero, creyendo que el maestro de obras había perdido su espíritu y que sólo se preocupaba de su obra maestra, olvidando a los hermanos, subió a lo alto de una de las torres de troncos que contenían miles de litros de agua. Aterrorizado, liberó el diluvio.
Mientras la colada seguía haciendo gemir el molde, la ardiente superficie, en contacto con el agua, se transformó en géiseres. Una lluvia de fuego cayó sobre los obreros, que huyeron aullando. Los andamios, contra los que se precipitaron muchos de ellos, no tardaron en inflamarse.
Salomón admiró la creación de maestre Hiram. El mar de bronce, humeante todavía, brotaba de la noche de sufrimiento y de desgracia durante la que había sido engendrado. En cuanto se anunció la catástrofe, el rey había salido de Jerusalén para dirigirse a las fundiciones a orillas del Jordán.
Más de cincuenta obreros muertos, un centenar atrozmente abrasado. Pero el mar de bronce había soportado, victorioso, la prueba.
Nacida en el espíritu de un genio, la alberca purificadora de los doce toros formaba parte, ya, de las mayores maravillas realizadas por mano humana.
La belleza en el seno de la devastación.
—¿Dónde está maestre Hiram? —preguntó el rey al vigilante de las funciones.
—Nadie lo sabe. Ha organizado los socorros y, luego, ha desaparecido.
—Que transporten la obra hasta el atrio del templo. Que no le ocurra nada malo.
Salomón ordenó que una escuadra de soldados pertenecientes a su guardia personal permaneciera en la obra. Ningún soldado fue autorizado a acompañarle, él, sólo él debía encontrar al arquitecto.
Caminó a lo largo del río, llegó a un cañaveral. Estaba convencido de que maestre Hiram, cruelmente herido por la muerte de aquellos a quienes gobernaba, había buscado refugio en la más lejana soledad. Apartando la cortina vegetal, Salomón se introdujo en un universo hostil donde pequeños carniceros atacaban los nidos de los pájaros. Algunos tallos rotos probaron al monarca que el maestro de obras había seguido aquel camino. En su adolescencia, el rey había cazado en aquellos apartados lugares, donde le gustaba soñar en la sabiduría.
Cuando llegó a la cima del promontorio de tierra rojiza que dominaba el lago de los hibiscos, un minúsculo estanque rodeado de plantas olorosas, Salomón vio a Hiram. Desnudo, se lavaba frotándose la piel con natrón. El rey hizo crujir unas ramitas. Hiram levantó la cabeza, divisó al intruso pero no modificó el ritmo de sus gestos. Concluidas sus abluciones, vistió la túnica blanca y roja y, luego, se sentó a orillas del lago. Salomón se le reunió, sentándose a su lado.
—Es una inmensa victoria, maestre Hiram. El mar de bronce es un prodigio.
—La más horrible de mis derrotas. Por mi culpa han muerto hombres.
—Os equivocáis. Estoy convencido de que ha habido un sabotaje. Obtendremos la prueba y castigaremos a los culpables.
—Mi obligación era preverlo e impedirlo.
—Sólo sois un hombre. ¿Por qué cargar sobre vuestros hombros todas las desgracias?
—Era mi obra. El desastre me incumbe.
—Sois demasiado vanidoso. ¿No se ha hecho realidad vuestra obra maestra?
—Su precio es excesivo. Ninguna creación justifica la pérdida de vidas humanas. Amaba a esos hombres. Eran mis hermanos. A mi modo de ver, soy indigno para siempre. El mar de bronce me hace impuro. Nada borrará esa mancha.
—Para mí, habéis alcanzado el objetivo que os habíais fijado. No tenéis nada que reprocharos, pero no hubierais debido mentirme.
El arquitecto volvió la cabeza unos instantes.
—Estáis circuncidado —prosiguió Salomón—. Si fuerais hebreo, eso sería la marca visible, en vuestra propia carne, de la alianza con Dios. Los tirios no están circuncidados. Y vos no sois hebreo, ni Tirio. Salvo la gente de mi pueblo, sólo los egipcios de alto linaje practican ese rito sagrado. Me ocultasteis vuestros orígenes. ¿Cómo poder admitir que un egipcio ha construido el templo de Yahvé? Debería mataros con mis propias manos. ¿No habréis colocado en los muros del santuario algún secreto pagano que lo desnaturalice?
—¿No buscáis la sabiduría, Majestad? ¿Ignoráis cual es la luz oculta en el corazón de los templos de Egipto? Fui educado, allí, por los hijos de los constructores de pirámides. Ellos formaron mi espíritu. Amón o Yahvé. Sólo varían los nombres del principio, Él permanece. La sabiduría es radiación, no doctrina. Nada la oscurece. Quien la venera desde la aurora tal vez la encuentre, por la noche, sentada a su puerta. Quiera Dios haberme permitido permanecer fiel a las enseñanzas de los antiguos y no haberos traicionado.
—Prefiero la sabiduría al cetro y el trono —dijo Salomón—. La prefiero a la riqueza. Ningún tesoro puede comparársele. Ante ella, todo el oro de Saba es sólo un grano de arena. La prefiero a la belleza y la salud. Ella me dio la ciencia del gobierno, ella me hizo conocer las leyes de este mundo, la sellada naturaleza de los elementos, el lenguaje de los astros, los poderes de los espíritus, las virtudes de las plantas. Pero escapa, huye a lo lejos. ¿La habéis encerrado en las piedras del templo, maestre Hiram? ¿Cómo he podido permitir que un egipcio dirigiera los obreros de mi reino? ¿No he demostrado ser un mal rey?
—No conocía vuestro pueblo ni vuestra tierra. He aprendido a amarlos.
—Pero seguís siendo egipcio.
—¿Qué nos separa, Majestad?
—El acontecimiento que se celebrará cuando se inaugure el templo la salida de los hebreos de Egipto, la liberación de mi pueblo oprimido por el vuestro.
—Sabéis tan bien como yo que no se produjo como estáis diciendo. Los hebreos fabricaban ladrillos en Egipto. Recibían un salario por su trabajo. Nadie les había reducido a una condición miserable. La esclavitud nunca ha existido en Egipto. Es contraria a las leyes del cosmos, del que el faraón es hijo y garante ante sus súbditos. Moisés ocupaba un alto cargo en su corte. Salió de Egipto para fundar Israel con el acuerdo del faraón a quien servía.
—Maestre Hiram, ni vos ni yo debemos divulgar este secreto. Nadie está preparado todavía para escucharlo. La memoria de mi pueblo se ha nutrido con el relato contenido en nuestro libro sagrado. Es el fundamento de nuestra historia y es demasiado tarde para modificarla.
—No os creo, Majestad. Con el templo erigido en la roca de Jerusalén, habéis decidido establecer un nuevo pacto entre Dios e Israel, que será una nueva alianza entre Egipto e Israel. Desunidos, ni el uno ni el otro conocerán la paz.
Hiram leía en el alma de Salomón, Salomón en el alma de Hiram. No se lo confesaron, temiendo romper el mágico vinculo que les unía.
Salomón sabía que el maestro de obras no iba a perdonarse nunca la muerte de sus obreros, y, por su parte, Hiram sabía que el rey le reprocharía haber ocultado su origen egipcio. Pero el secreto que compartían les hacía hermanos en espíritu.
—El templo es la carne de Dios —prosiguió Hiram—. El rey lo hace vivo. Vos sois el único mediador entre vuestro pueblo y Yahvé. El único, Majestad.