El estío desecaba las gargantas. Los fuertes calores agotaban los organismos más robustos. Cinco obreros habían muerto de disentería. Más de un centenar sufrían la enfermedad. Nubes de mosquitos procedentes de las marismas cercanas al Jordán habían invadido Jerusalén. El polvo, atorbellinándose con los abrasadores vientos, penetraba en los ojos y provocaba numerosas oftalmías.
Los médicos no conseguían fabricar bastante cantidad de colirio a base de antimonio. Aquéllos cuyas entrañas eran torturadas por los demonios, debían beber tisanas de romero, ruda y jugo extraído de la raíz de las palmeras.
Una veintena de aprendices solicitó ver a maestre Hiram. Anup gruñó. Caleb repuso que el arquitecto trabajaba en los planos de su obra maestra y que los llamaría dentro de poco. Ante la insistencia del cabecilla, Caleb aceptó importunar a Hiram.
Éste abandonó su trabajo y salió al encuentro de sus aprendices. Su hosco rostro impuso silencio en sus filas.
—¿Qué significa eso? ¿Habéis olvidado nuestra jerarquía? ¿Ignoráis que debéis dirigir las peticiones al maestro encargado de vuestra instrucción?
El cabecilla, un joven de unos veinte años y frágiles hombros, se arrodilló ante el maestro de obras y arrojó al suelo varias monedas de plata. Sólo vos podéis intervenir. Algunos hombres del trabajo forzoso intentan sobornarnos, resistiremos. Pero ¿por qué debemos vivir en tan sórdidas viviendas? ¿Somos acaso bestias enfermas?
—¿No es Jeroboam quien se ocupa de alojaros?
—Afirma obedecer vuestras órdenes. Preferíamos las tiendas. Nos ha obligado a cambiar recurriendo a vuestra autoridad.
—De modo que, en el propio interior de la cofradía, el nombre de Hiram podía ser utilizado con malos fines. La fraternidad que había tejido resultaba muy frágil.
—Llevadme a vuestras viviendas. Quiero verlas.
Hiram se vio dolorosamente sorprendido. Los aprendices habían sido amontonados en casas bajas, sin aire y sin luz, de leprosas paredes llenas de rojizas cavidades donde hormigueaban las cucarachas. Los enfermos yacían en infectas esteras.
—Salid inmediatamente de estos cuchitriles y regresad a las tiendas —ordenó Hiram.
Cuando el maestro de obras quiso salir de la capital por la puerta principal para dirigirse sin tardanza al templo de Jerusalén, topó con una vociferante muchedumbre compuesta por hombres destinados al trabajo forzoso. Varios obreros, desenfrenados, proclamaban la huelga. Se quejaban de insuficiente salario, de que la paga se retrasaba, de que la comida era malsana.
Hiram hendió sus hileras y se colocó entre ellos. Les dejó aullar durante largos minutos. Nadie le puso la mano encima. La revuelta se apaciguó. Cuando los clamores se acallaron, el arquitecto tomó la palabra.
—Vuestras reivindicaciones son justas —reconoció—. ¿Dónde está vuestro jefe?
—Jeroboam viaja por las provincias —respondió un anciano—. ¡Vos sois nuestro jefe! ¡Sois el responsable de nuestras desgracias!
La tensión subió de nuevo. Brotaron algunas injurias.
—Quienes calumnian a su jefe se hacen indignos del trabajo que se les confía —dijo Hiram—. No pertenecéis a mi cofradía sino al trabajo que Jeroboam debe organizar. No me dirigiré a vosotros, sino al rey. Como maestro de obras, obtendré lo que debe seros concedido. Si uno solo de vosotros duda de mi promesa, que me arroje una piedra al rostro.
El círculo de obreros se abrió. Brotó un grito: «¡Gloria a maestre Hiram!», seguido de muchos otros.
—He reunido el consejo de la Corona para examinar un importante documento que acabo de recibir —explicó Salomón.
Jerusalén sólo hablaba de la destitución de Jeroboam, exigida y obtenida por maestre Hiram, nombrado ahora jefe del trabajo forzoso. El poder del arquitecto seguía aumentando. Su popularidad, tras haber sido satisfechas las exigencias de los obreros, amenazaba con igualar la de Salomón. Los miembros del consejo estaban convencidos de que el rey les convocaba para estudiar tan peligrosa situación.
—Pero no le preocupaba. He aquí la carta que he recibido —prosiguió el monarca—: «A mi hermano Salomón, poderoso rey de Israel, de su hermana, la reina de Saba. Los árboles que crecen en mi país fueron plantados el tercer día, en la pureza de la creación, antes del nacimiento de la humanidad; los ríos que riegan mis tierras tienen sus fuentes en el paraíso; la gente de Saba ignora la guerra y el manejo de la espada. Escribo como mensajera de paz. Te envié mi oro pues deseabas construir un templo. Hoy, desearía contemplarlo, saber para qué han servido las riquezas de Saba. ¿Me invitará mi hermano a su corte?».
Sadoq, Elihap y Banaias quedaron pasmados. Evidentemente, Salomón gozaba de todas las felicidades. La reina de Saba nunca había salido de su país. ¡Y ahora se proponía iluminar con su presencia la Jerusalén del hijo de David!
—Que esa mujer se prosterne primero ante ti —exigió el general Banaias, desconfiado—. Olvida que todos los soberanos de la tierra deben rendir homenaje a tu sabiduría. Si se niega, mi ejército se lanzará contra ella. Salomón apaciguó al guerrero.
—Recibamos la paz que nos propone —dijo el rey—. Su viaje será un homenaje a Yahvé.
—Desconfiad de esa mujer —recomendó Sadoq—. Si esa reina se purifica en los ríos del paraíso, si se alimenta con los frutos de los árboles nacidos antes de la caída y el pecado, si su riqueza es la más abundante, ¿no será su sabiduría mayor que la vuestra?
—Acepto el riesgo —indicó Salomón—. ¿Tenéis otras objeciones a la venida de la reina de Saba?
Los tres miembros del consejo callaron.
—Sólo debo consultar ya a una persona. Elihap, mantente listo para escribir mi respuesta.
Salomón habló con maestre Hiram justo antes de su partida hacia Eziongeber. Ambos hombres caminaron, uno junto a otro, por la gran carretera pavimentada que une Jerusalén y Samaría.
—Yahvé nos gratifica con un milagro: la próxima visita de la reina de Saba. El consejo de la Corona ha dado su aprobación. ¿Qué opináis vos, maestre Hiram?
—Sois vos quien gobierna Israel, Majestad.
—¿Deseáis que esté presente la reina en la inauguración del templo?
—A mi entender, sería un error. Ese momento está reservado al diálogo entre el rey y su dios. Ningún monarca extranjero debe turbarlo.
—Sabia precaución —reconoció Salomón—. ¿Cuándo fijaríais vos la llegada de la reina?
—Cuando el templo haya sido inaugurado, cuando el palacio y los edificios anexos estén terminados. El rey de Israel hará admirar una obra concluida.
—¿Cuánto tiempo, maestre Hiram?
—Un año, Majestad.
Jeroboam dejó estallar su cólera. Perdido su puesto de jefe del trabajo forzoso, era un simple intendente de los establos de Jerusalén. Los aprendices habían simulado una traición para avisar a Hiram de lo que se tramaba contra él. La tentativa de revuelta de los obreros forzosos había fracasado. Hiram había utilizado en su provecho el acontecimiento.
El arquitecto parecía tan intocable como el rey. La protección divina se extendía sobre ambos hombres.
—Satisfaceos con vuestra suerte —dijo Elihap—. El propio Hiram defendió vuestra causa ante Salomón. Aun exigiendo vuestro despido por incompetencia, imploró clemencia.
—¡He sido ridiculizado ante un rebaño de corderos a los que ayer mismo mandaba! —rugió el gigante pelirrojo—. Yo, el futuro rey de este país, me veo reducido a la condición de un criado del que se burlan.
—Renunciemos a la conspiración —propuso el secretario de Salomón—. La suerte nos es contraria.
—Nos queda una última oportunidad —estimó Sadoq—. La idea de Jeroboam era excelente, pero la hemos aplicado mal. Los aprendices son demasiado fieles a Hiram.
—¿Pretendéis corromper a los maestros? —ironizó el antiguo jefe de los trabajos—. ¡Se dejarían matar por Hiram!
—Pienso en los compañeros. Dejemos la corrupción y pensemos en la ambición. Algunos desean, ardientemente, convertirse en maestros y descubrir la contraseña que les abra las puertas de los grandes misterios. Debilitemos, primero, el prestigio de Hiram. Hagamos fracasar su obra. Luego, convenzamos a dos o tres compañeros para que obliguen a ese mal arquitecto a revelarles los secretos del magisterio. Así destruiremos el corazón de la cofradía. Finalmente, probemos que Salomón es un rey indeciso, que compromete la seguridad de Israel y traiciona las intenciones de Yahvé.
Elihap, pese al temor que dificultaba su respiración, no se atrevió a protestar. Jeroboam, lleno de esperanzas de nuevo, se pasó la mano por los cabellos. El sumo sacerdote era un espíritu notable pero peligroso. Cuando Salomón fuera depuesto, sería indispensable eliminar a Sadoq.
El país de Saba vivía en paz y felicidad. Vastos bosques por los que saltaban los monos adornaban las cimas de colinas recorridas por ríos flanqueados de jazmines. Las llanuras se adornaban con gardenias gigantes donde anidaban centenares de pájaros, de plumaje rojo, verde y amarillo.
Cuando salió el sol, Balkis, la reina de Saba, apareció en la terraza superior de su templo, adornada con esfinges y estelas dedicadas a la diosa egipcia Hathor. Admiró los jardines colgantes donde se erguían olivos centenarios que, según la leyenda, habían sido plantados por el propio dios Thot, durante uno de sus viajes a Saba.
La reina tendió los brazos hacia el sol naciente, dirigiéndole una larga plegaria en homenaje a los beneficios que dispensaba a su país y a su pueblo. Hoy como ayer, las montañas ofrecerían su oro, algunos especialistas cosecharían el incienso, la canela y el cinamomo; los pescadores amontonarían perlas. Aquellos esplendores serían llevados a palacio donde la reina reclamaría para ellos la bendición del sol y de la luna.
Una plateada moñuda se posó en el pétreo borde de la terraza. ¿No anunciaba la inminente llegada de un mensajero procedente de Israel? De hecho, el Primer Ministro no tardó en entregar a Balkis una misiva.
La leyó con alegría.
—Iré —murmuró—. Dentro de un año, Salomón, iré a Jerusalén.