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—El templo está acabado —declaró Hiram—. Hace más de seis años que mi cofradía inició la Obra. Que hoy os sea confiada, rey de Israel.

Salomón se levantó, bajó los peldaños del estrado donde estaba sentado en el trono y se puso frente al arquitecto.

—Que Dios proteja a sus servidores. Condúceme hacia Su morada, maestre Hiram.

Uno junto a otro, ambos hombres salieron del palacio, pasaron por el gran patio inundado de ardiente sol y penetraron en el área sagrada por el pasaje que unía la mansión del rey a la de Yahvé.

Se detuvieron ante dos columnas de bronce, de diez metros de altura, que soportaban unos capiteles también de bronce adornados con granadas.

—Estas columnas están vacías y sólo sostienen los frutos que contienen las mil y una riquezas de la creación —indicó Hiram.

El maestro de obras pensaba en el árbol que había albergado el cadáver de Osiris. En el ser del dios, la resurrección había vencido la muerte. Las dos columnas, análogas a los obeliscos que precedían el pilón[10] de acceso, anunciarían a quien se dirigiera al santuario la necesidad de morir al mundo de las apariencias, el paso a través del fuste vertical para renacer en forma de granada y, luego, estallar como un fruto maduro en el deslumbramiento de lo sagrado.

Salomón se aproximó a la columna de la derecha y le impuso su sello.

—Dios establecerá aquí su trono para siempre —afirmó—. Por ello te llamo Jakin.[11]

Luego hizo lo mismo con la columna de la izquierda.

—¡Qué Dios se regocije en la fuerza de Dios! Por ello te llamo Booz.[12]

Para el monarca, las dos columnas se levantaban como árboles de vida cuya irradiación se abría al universo en el que había soñado y que veían materializarse ahora. Con su genio, Hiram hacía posible el regreso al paraíso, al bendito lugar previo a la caída y al pecado.

Más allá de aquella frontera, una estancia de diez metros de ancho y cinco metros de largo, vestíbulo vacío de cualquier objeto, con las paredes decoradas con flores esculpidas, palmas y leones alados cubiertos de oro fino, brillando la viva luz. Hiram había traspuesto así la sala del templo egipcio que precedía al santuario secreto.

—Este lugar se llamará ulam, «el que está delante» —decidió Salomón—. Aquí se purificarán los sacerdotes.

Un tabique de madera cerraba aquel nártex. En el centro, una puerta cuyas pesadas hojas de madera de ciprés abrió el rey.

Se acostumbró. Vio en las paredes, cubiertas. Descubrió una gran sala de veinte metros de largo, diez de ancho y quince de alto. Ventanas con barrotes de piedra dispensaban una débil claridad.

De madera de cedro, guirnaldas de flores y palmas de oro. En el dintel, un triángulo. En el suelo, un entablado de ciprés.

Hiram había colocado cinco candelabros de oro a la izquierda de la entrada y cinco a la derecha. A uno y otro lado del centro, un altar de oro y una mesa de bronce. Así había traducido la cámara del centro y la sala de las ofrendas donde oficiaba el faraón de Egipto.

Salomón se descalzó.

—Quien penetre en este lugar, el hékal, andará con los pies desnudos. En el altar se depositarán incienso y perfumes, para que Dios se alimente cada día con la sutil esencia de las cosas. En la mesa, los doce panes de la ofrenda. En el corazón del Santo, un candelabro de siete brazos[13] cuya luz simbolizará el misterio de la vida en espíritu.

Salomón iba de sorpresa en sorpresa. Hiram no sólo había manifestado el templo perfecto sino que, además, un espíritu hablaba a través del rey, dictándole las palabras que daban nombre a las partes del edificio.

Se detuvo cerca de la cortina que separaba el hékal de la última estancia del templo.

—¿Está sumida en las tinieblas?

—No entra luz alguna —respondió Hiram, que sé había inspirado en el naos, lugar secreto donde el faraón comulgaba con la divinidad.

¿No revelaban las Escrituras que Yahvé exigía vivir en la oscuridad?

Salomón levantó el velo. Hiram impidió que volviera a caer; el monarca pudo así contemplar el interior de aquella enorme piedra cúbica de diez metros de arista, desprovista de ventanas.

—Éste es el debir, la cámara oculta —murmuró.

Los muros del Santo de los santos estaban cubiertos con el oro de Saba, siempre invisible para el profano. Aquí sólo entraría el rey y su delegado, el sumo sacerdote.

El suelo se levantaba por encima del de las demás estancias, de acuerdo con el simbolismo egipcio que hacía unirse en el infinito la bóveda celeste, que iba descendiendo poco a poco, y el enlosado terrestre que se levantaba hacia ella.

Debajo, el gigantesco bloque de granito caído del cielo.

—Aquí se conservará el Arca de la alianza, el relicario que mantiene entre su pueblo la presencia de Dios —decidió Salomón.

El rey se volvió hacia Hiram.

—Dejadme solo.

La cortina cayó.

Sumido en las tinieblas del Santo de los santos, Salomón saboreó la paz del Señor. En aquel instante de plenitud, en el seno del aislamiento que exigía la invisible luz de Dios, el monarca llegó al apogeo de su reinado. Lo que había esperado, no para sí mismo sino para gloria del Único, se había convertido en realidad. Al final del camino, había aquel vacío implacable y sereno.

Aquí, en adelante, Salomón vendría a implorar la sabiduría.

Cuando salió del templo, el rey se sintió deslumbrado por el sol. Lo que vio, le asombró hasta el punto de creer en una alucinación.

En el atrio, no enlosado todavía, se levantaban dos personajes alados de cabeza humana, de cinco metros de altura. Hechos con madera de olivo cubierta de oro, se parecían a las esfinges que custodiaban las avenidas que conducían a los templos de Egipto. Maestre Hiram les había dado el rostro de Salomón.

—He aquí la gran obra de los maestros —dijo Hiram.

Salomón contempló las pasmosas esculturas. Ni un solo defecto mancillaba su magnificencia. ¿Quién sino el rey de los cielos podía contemplar aquellos ángeles a quienes las Escrituras llamaban Querubines?

—Que sean colocados en el Santo de los santos y que desaparezcan de la vista de los hombres —decidió Salomón—. Sus alas protegerán el Arca de la alianza. Encarnarán el aliento de Dios. Se llevarán, en su vuelo, las almas de los justos.

El rey admiró de nuevo las dos columnas, recorriendo con su espíritu el eje del templo.

—¿Podemos proceder a la inauguración, maestre Hiram?

—El atrio y los edificios anexos no están terminados.

—¿Son necesarios?

—¿No los consideráis indispensables? Sin ellos, el templo no estaría completo.

Salomón calmó su impaciencia. Maestre Hiram tenía razón.

—Además, quiero dar nacimiento a una obra —añadió el arquitecto—. Toda la cofradía trabajará, ayudada por los fundidores.

—¿Durante cuánto tiempo?

—Algunos meses, si me concedéis un total apoyo.

—¿Cómo podría ser de otro modo, maestre Hiram? Si las palabras pudieran decir…

El rey se interrumpió. Dar las gracias al arquitecto por haber cumplido su contrato, sería rebajarse. Un monarca no tenía derecho a expresar sentimientos de agradecimiento a su servidor, aunque fuera maestro de obras. A Salomón le habría gustado testimoniar su amistad a aquel huraño arquitecto, compartir con él sus inquietudes y sus esperanzas. Pero su función se lo impedía.

Sentado entre las columnas, Hiram asistía a la puesta de sol. Agotados, los miembros de la cofradía descansaban antes de reemprender los trabajos. Serían muy peligrosos. El arquitecto tomaría todas las precauciones posibles para evitar poner en peligro la existencia de sus artesanos. Pagaría con su propia persona, pero necesitaría ayuda. La muerte de uno de sus compañeros de obra le sería insoportable. Sin embargo, era imposible abandonar la idea que había germinado en su espíritu. Para coronar el templo y purificarse del sobrehumano esfuerzo realizado durante aquellos largos años de exilio, su visión debía tomar forma.

Hiram lamentaba que su entrevista con Salomón, en el inconcluso atrio, hubiera sido tan corta. Habría deseado gritarle la admiración que sentía por un rey embriagado de sacralidad, decirle la amistad nacida a través de las pruebas. Pero Salomón reinaba sobre Israel y él sobre su cofradía. El monarca no había manejado los útiles, derramado sudor, no se había despellejado las manos. Nunca sería aquel hermano en las penas y en las alegrías. Lo que el rey y él habían llevado a cabo los superaba sin unirles.

Con los últimos rayos del ocaso, Hiram vagabundeó por la obra. Dentro de unos días desmontaría el taller del Trazo. El trabajo y los sufrimientos de los constructores desaparecerían de la Historia. El edificio que habían creado se les escapaba para siempre.

El pie del maestro de obras golpeó un fragmento de calcáreo que cubría un agujero. Saliendo de su escondrijo, un escorpión negro huyó en busca de otro refugio.

El escorpión de la diosa Serket. La que oprimía las gargantas, impedía que el aire pasara y preparaba la llegada de la muerte… ¿El asesino de oscuro caparazón era portador de algún presagio?

¿De qué muerte se hacía mensajero?