Hiram enrolló el papiro que contenía el plano del templo. Llevándolo en sus brazos, se dirigió al extremo de la roca, donde se levantaría el Santo de los santos. Luego, pegó fuego a las hojas cosidas unas a otras.
El arquitecto no necesitaba ya plano. Entre las llamas desaparecían las claves de las proporciones y las medidas que sólo subsistirían en su memoria. El edificio se había convertido en carne del maestro de obras, en su sustancia. No cometería error alguno al guiar a los maestros y compañeros en el desarrollo del diseño. En adelante, el templo hablaría a través de él. El deseo de crearlo abrasaba como una pasión insaciable. Para seguir viviendo, Hiram debía construir.
En la luz anaranjada que se levantaba hacia el cielo nocturno, el arquitecto distinguió otras llamas. Alguien, a lo lejos, había encendido otro fuego, insólita respuesta al sacrificio llevado a cabo por el maestro de obras. Hiram, intrigado, salió de la obra y siguió a lo largo del muro de palacio. Dominando la ciudad de David, la fuente de Gihón y el valle del Cedrón, descubrió el lugar de donde surgía una hoguera que desprendía un humo negro y nauseabundo. Cruzando la barrera establecida por los soldados de Salomón, Hiram caminó hasta el lindero de aquel valle profundo y aislado. Allí, agachados, estaban unos mendigos que no parecían incomodados por el hedor a carne quemada.
—No vayáis allí, señor —recomendó uno de ellos—. Es la Gehena, el vertedero de Jerusalén. Ni siquiera los miserables como nosotros se atreven a penetrar ahí.
—Antaño, se mataba a los inocentes para apaciguar la cólera de Moloch —añadió otro—. Hoy, tiran la basura y los cadáveres de animales. Los antiguos demonios siguen merodeando por ahí…
—Por la noche, los espectros devoran a quien se aventura por ese vertedero —precisó un tercero.
Los mendigos no bromeaban. Hiram tomó muy en serio su advertencia. Pero una fuerza irresistible le obligaba a explorar la Gehena. Pese a los lamentos de aquellos desgraciados, siguió avanzando.
Era, efectivamente, el infierno. Inmundos desechos y hedores agredían la vista y el olfato. El arquitecto saltó sobre montones de huesos. El fuego brillaba al fondo de aquel valle de desesperación cuyo horror rechazaba la presencia humana. Sin embargo, al pie de las llamas, con el rostro enrojecido, un hombre harapiento reía con demente carcajada.
—¡Impuro! —gritó al ver a Hiram—. Eres un impuro, sólo yo soy puro.
El loco tenía el rostro y las manos cubiertos de tatuajes que representaban a Moloch y otros demonios de ensangrentadas fauces.
—¡No sigas adelante! ¡No tienes derecho!
Por unos instantes, el fulgor iluminó una maciza forma cubierta de inmundicias. El arquitecto se acercó.
—¡Detente! ¡Sólo un ser puro puede tocar esta piedra!
Perdido en plena Gehena, un enorme bloque de granito rosado yacía en el suelo. Hiram pensó en las enseñanzas de su maestro. ¿No se trataba de la piedra caída del cielo, del tesoro ofrecido a los artesanos por el arquitecto de los hombres para que construyeran en ella el santuario de Dios?
El poseído se levantó. Bruscamente, su delirio se apaciguó.
—¡No toques este bloque, maestro de obras! Ninguna fuerza, ni de lo alto ni de abajo, podrá levantarla.
Hiram no atendió aquella orden. Cuando su mano entró en contacto con el granito perfectamente pulido, supo que aquella obra maestra procedía de Egipto. Sólo un adepto de la Casa de la Vida había podido hacer tan lisa aquella superficie negra y rosada.
—Olvídalo —le exhortó el poseído—. ¡Márchate, aléjate de aquí! ¡De lo contrario, tu obra será destruida!
El loco lanzó un aullido que llegó al cielo. De un salto, se arrojó al fuego. Sus harapos se inflamaron, sus cabellos se transformaron en una antorcha. Murió entre carcajadas.
Aterrado, Hiram sintió sin embargo una viva alegría. Acababa de descubrir la piedra angular del templo.
Después de que un centenar de hombres hubieron trazado un camino en las basuras de la Gehena y hubieran librado el bloque de su ganga de podredumbre, Hiram y los maestros intentaron en vano desplazarlo. Primero sería necesario cavar la tierra a gran profundidad y, luego, construir unos sólidos aparejos.
Salomón, acompañado por el general Banaias y su secretario Elihap, acudió a admirar la maravilla También él la tocó con respeto.
—¿Cómo pensáis emplear este bloque?
—Como cimiento del Santo de los santos —repuso Hiram—. Siempre que pueda manejarlo.
Salomón se volvió hacia occidente, cerró su mano derecha sobre el rubí y levantó la cabeza al cielo.
—Dónde los hombres fracasan, los elementos tienen éxito ¿Advertís el poderoso soplo que comienza, maestro Hiram?
Se levantó un violento viento. Más rabioso que el khamsin, sacudía los cuerpos hasta hacerlos vacilar.
—Conozco el espíritu del viento —prosiguió Salomón—. Sé dónde se forma, en la inmensidad del universo, junto a las orillas del mar de las algas. Él, por orden del Eterno, abrió las olas del mar Rojo para dejar pasar a mi pueblo. Hoy, su fuerza será mayor todavía Levantará la piedra.
Desencadenado, el tempestuoso huracán obligó a Elihap y Banaias a protegerse. Salomón permanecía de pie, como insensible. Su mirada se cruzó con la de Hiram cuando el bloque gimió, como si se arrancara de su base. El arquitecto no vaciló. Con una señal, ordenó a los maestros que rodearan la piedra con cuerdas. Uno de ellos fue a buscar a los compañeros. Con la ayuda del viento, procedente de la raíz del cosmos, tras haber derramado leche sobre el camino de sirga, la cofradía hizo deslizarse la piedra angular del templo hacia su destino.
Mientras Jerusalén festejaba la reunión de la Hasartha,[9] en la que el pueblo, consumiendo panes de ofrenda, conmemoraba el don de la ley divina a Moisés, Hiram acababa de erigir los imponentes troncos de ciprés de perfumada madera que cubrirían el suelo del templo. Luego, comprobó el perfecto estado de los olivos, elegidos uno a uno en la campiña. Estos árboles empapados de sol, de doce metros de altura y cuatrocientos años de edad, al me nos, proporcionarían la materia de las simbólicas esculturas que adornarían el santuario. Las piedras talladas en las canteras, puestas sobre zócalos de granito, formaban un imponente cortejo aguardando ser utilizadas en la construcción. Se anunciaba la etapa decisiva. Durante varios días, nadie había oído el canto de los cinceles, los martillos, los raspadores, los pulidores. El hierro no rompió el silencio de la cantera pues maestros y compañeros habían recibido, por boca del maestro de obras, los secretos necesarios para transponer en el espacio el arte del Trazo inscrito en el plano de la obra.
Los narradores, ante una apasionada muchedumbre, proponían cien explicaciones, a cuál más magnífica, para justificar esa ausencia de ruidos. Primero, gracias a la intervención de Salomón, los demonios habían dejado de des trozar cada noche el trabajo de los constructores. Luego, por orden del rey, se habían castigado participando en la construcción. Rindiendo homenaje a la sabiduría de Salomón, aquellas fuerzas hostiles habían aceptado ayudar a los artesanos. Brotando de la tierra, de las aguas, de los aires, de las llanuras y los barrancos, de los bosques y los desiertos, surgiendo de los metales ocultos en las profundidades, de la savia de los árboles, de los relámpagos de la tempestad, de las olas del mar o del perfume de las flores, los demonios se inclinaron ante Salomón, que los marcó con su sello. Así, transportaron bloques y troncos, oro y bronce, arrastrándolos por el suelo. Pero el más inspirado de los narradores sabía más todavía un águila de mar, de alas tan vastas que su cuerpo se extendía del oriente al occidente y del mediodía al septentrión, había traído a Salomón una piedra mágica extraída de la montaña del poniente. El rey se la había entregado a Hiram, envolviéndola en una preciosa tela colocada en el interior de una cofre de oro. Al maestro de obras le bastaba con trazar una señal en la roca de la cantera y colocar el talismán la piedra se hendía por sí misma. Los canteros ya sólo tenían que transportar los bloques hasta la obra. Para ajustar las unas a las otras, no necesitaban pulidor gracias al regalo del águila, se ensamblaban con tal exactitud que no era necesaria juntura alguna.
—Hemos fracasado —advirtió Sadoq—. Salomón e Hiram son más fuertes que nunca.
Reunidos en el sótano de la ciudad baja, lejos de oídos curiosos, Elihap y Jeroboam ponían mala cara. Según el informe del secretario, los trabajos del templo, tras cinco años de minuciosa preparación, avanzaban ahora con sorprendente rapidez. Concluidos los cimientos, colocadas ya las primeras hiladas de piedras, emplazado el bloque fundacional del Santo de los santos, el santuario crecía a un nuevo ritmo. Por lo que al palacio del rey se refería, iba embelleciéndose día tras día. La sala de audiencias estaba decorada. Mañana se edificaría el Tesoro.
El pueblo estaba furioso. El esfuerzo pedido por Salomón le parecía ligero. Si la sabiduría inspiraba al rey y habitaba en su corazón, ¿por qué no concederle una total confianza? Cumplía lo que había prometido. La orgullosa roca, cuya soberbia había sido domeñada por la cofradía de Hiram, se había convertido en servidora del templo de Dios donde brillaría la luz de la paz.
—Esos malditos artesanos no han tenido miedo —se quejó Jeroboam—. Sin embargo, el atentado contra el guardián del umbral habría debido provocar una desbandada. Si volviéramos a empezar.
—Es inútil —objetó Elihap—. Maestre Hiram les libra de todo temor. Están dispuestos a morir por él y no cederán ante ninguna amenaza.
Furioso, el gigante pelirrojo golpeó con el puño el húmedo muro.
—¡Destruyamos pues al arquitecto!
—Demasiado peligroso —consideró el sumo sacerdote—. Está protegido por los maestros y los compañeros. Las investigaciones de Salomón pronto llegarían a nosotros. Si atacáramos a maestre Hiram, perderíamos la vida.
—¿Tenemos pues que abandonar la lucha, resignarnos al triunfo de Salomón e Hiram?
—Claro que no, nos queda la astucia. ¿No es verdad, Elihap, que algunos aprendices se quejan de los modestos salarios?
—Es cierto —repuso el secretario—. Desean convertirse en compañeros, pero maestre Hiram no piensa conceder ascensos.
—Sembremos pues el desorden en la cofradía —propuso Sadoq.
—Esos hombres han prestado juramento —recordó Egipto—. No traicionarán a su jefe.
—Todo individuo tiene su precio —dijo Jeroboam—. Dispongámonos a pagarlo.