37

La parte norte del barrio bajo de la ciudad vieja era una madriguera de gente de paso, pequeños bandidos y traficantes. Respetando su propia ley, procuraban no violar la de Salomón. De este modo, la policía real evitaba las sórdidas callejas de nauseabundos hedores donde, de madrugada, yacía a veces algún cadáver que un discreto servicio de orden hacía desaparecer enseguida.

Salomón se había negado a demoler aquel mísero enclave. Prefería un absceso de fijación a una difusión de las fuerzas del mal por el conjunto de Jerusalén. Así los controlaba con el mínimo esfuerzo.

Elihap, su secretario, no estaba tan tranquilo. Con la cabeza cubierta por un velo marrón, vistiendo una túnica polvorienta, había conseguido parecerse a los habituales de aquel lugar de mala fama. Gracias a las precisas informaciones que Jeroboam le había dado, encontró fácilmente la casa donde le aguardaba el jefe de los trabajos. Empujó una carcomida puerta y bajó por una escalera de gastados y enmohecidos peldaños. Llegó así a un sótano débilmente iluminado donde le recibió el gigante pelirrojo.

—Bienvenido, Elihap, no te equivocas concediéndome tu confianza.

—¿Por qué me has citado aquí?

—Actúo por orden de quien quiere salvar Israel.

Tomando una antorcha cuya humareda ennegrecía el húmedo techo del subterráneo, Jeroboam iluminó la esquina donde se hallaba un flaco personaje cuya barba no tenía los extremos recortados.

—Sumo sacerdote…, sois vos…

—No eres un amigo, Elihap —dijo Sadoq—. Aunque seas un egipcio, te has convertido en uno de los nuestros. Sé que no apruebas ya las decisiones del rey Salomón. Como nosotros, debes actuar y velar por la felicidad del pueblo que el rey está poniendo en peligro.

Elihap tenía miedo. Se encontraba mezclado, a su pesar, en una conspiración de la que se convertía en miembro forzoso. Jeroboam no le dejaría salir vivo de aquel sótano si se oponía a los designios del sumo sacerdote. El secretario se sentía culpable al traicionar a un rey que le había salvado de la desgracia y, luego, elevado a una envidiable dignidad. Pese al riesgo corrido, habría debido defenderle, demostrar a los facciosos que se equivocaban, convencerles de que permanecieran fieles a Salomón. Pero Elihap no tenía vocación de guerrero. Sólo tenía una vida. Su poderoso protector cedería fatalmente ante la adversidad y la creciente oposición a su política. ¿No debía el secretario preparar el porvenir, su porvenir? ¿No tenía razón Sadoq al intervenir en aquel turbulento período, cuando el monarca veía su poder disminuido por un maestro de obras extranjero? ¿No intentaba Hiram, también él, derribar el trono para imponer el reinado de su cofradía? No oponerse habría sido un acto criminal.

—Os apruebo —declaró Elihap.

El sumo sacerdote abrazó al secretario de Salomón, concediéndole así la más significativa prueba de amistad.

—Eres un hombre valeroso —dijo Salomón—. Contigo reconstruiremos Israel.

—¿Cuál es la propuesta de Banaias?

—El general es un ser simple. Sólo conoce el manejo de la espada. Nuestra acción debe permanecer secreta, nuestro rostro indescifrable. Ponerle demasiado pronto al corriente de nuestros proyectos sería un error. Pero está con nosotros de corazón y nos obedecerá cuando llegue el momento.

Jeroboam exultaba. Ante él se abría un glorioso camino. Mañana, sería rey de Israel y jefe de guerra. El viejo Banaias sería enviado a una residencia de provincia para terminar allí sus días, Sadoq recluido en la antigua capilla de David, Elihap condenado por alta traición y Jeroboam dispondría de un poder absoluto para crear el mayor ejército que Israel hubiera tenido nunca. Se apoderaría de Tiro y de Biblos, luego atacaría las fronteras del Delta egipcio, exterminaría a las tropas del faraón y entraría, victorioso, en la orgullosa ciudad de Tanis.

Gracias a Elihap, conocería el funcionamiento de la administración de Salomón como si él mismo dirigiera el Estado. Espiar al rey en su mismo palacio le impediría que pudieran cogerle desprevenido. Sólo un obstáculo a superar: Hiram y su cofradía.

—¿Cómo pensáis actuar? —preguntó Elihap.

—Nos mantendrás informados de las intenciones de Salomón —repuso Sadoq.

—Vigila sus relaciones con Hiram —añadió Jeroboam—. Queremos quebrar su nefasto entendimiento.

—Su entendimiento… —repitió el secretario, dubitativo—. ¿Es ésta la palabra adecuada? A veces tengo la sensación de que están unidos como hermanos de sangre y que nada romperá su amistad. Sin duda es sólo una ilusión. Salomón detesta a Hiram. Su fama le hace sombra. ¿Cómo se librará de él cuando el templo esté edificado? Pese a los rumores, que él mismo debe originar, todos sabemos que el maestro de obras no abandonará Jerusalén tras haber realizado su obra maestra. Su prestigio será entonces igual, al menos, que el de Salomón y deseará disfrutarlo.

—Por eso impediremos el nacimiento de ese inútil santuario —afirmó Sadoq—. Salomón nos lo agradecerá.

—Y nos odiará por haber arruinado el proyecto que debía coronar su reinado —objetó Elihap.

—El rey es un tirano y un loco —afirmó Jeroboam—. Ya no merece gobernar Israel.

—Impedir la construcción del templo… ¿Quién será capaz de hacerlo?

—Yo —repuso Jeroboam.

Los dos obreros se acercaron, inclinados, a la entrada de la obra. Sólo podían penetrar allí los miembros de la cofradía. Los cimientos del templo estaban terminándose e Hiram no admitía ya a ningún profano. Quienes participarían en la elevación del plano habían prestado juramento de fidelidad al maestro de obras y habían prometido guardar secreto sobre lo que vieran y oyeran. Su iniciación en los misterios del Trazo les permitiría manejar piedras con amor y colocarlas con rectitud en el edificio.

Hiram daba cuentas del regular proceso de la Obra, pero se negaba a revelar las técnicas utilizadas. Cada vez más sombrío, el arquitecto espaciaba sus breves entrevistas con el monarca. El trabajo le retenía permanentemente en la roca donde, tras las altas empalizadas, el santuario iba creciendo.

Los obreros se inmovilizaron. La puerta de la obra estaba vigilada por dos guardianes del umbral, uno en el interior y otro en el exterior. Llegar hasta aquí había sido fácil. Pagados por Jeroboam, los soldados que impedían tomar el camino que llevaba a la roca habían dejado pasar a los mensajeros del jefe del trabajo. El resto de la expedición sería menos fácil. ¿Hacían rondas los artesanos de Hiram? ¿Había centinelas apostados tras los grandes bloques amontonados junto a la entrada?

Observaron en el azul del crepúsculo. El guardián del umbral, sentado con las piernas encogidas y hecho un ovillo, parecía dormir. Sin detectar nada insólito, los enviados de Jeroboam se levantaron. Uno de ellos se dirigió al centinela. El otro, más retrasado, le había entregado una antorcha encendida en las brasas que contenía un recipiente para fuego.

Sorprendido por el fulgor, el guardián del umbral despertó.

—¿Quién eres, amigo?

—Un jornalero que pide ser admitido en la obra del templo.

—Sigue tu camino. Maestre Hiram ya no contrata a nadie.

—Me dijeron lo contrario.

—Te engañaron.

—He aquí una vanidosa cofradía… Quienes detentan secretos son cobardes o conspiradores.

—¡Vete o probarás mi bastón!

—¡Recibe pues tu castigo!

Con el extremo de la antorcha, que manejó como una espada, el jornalero inflamó las ropas del guardián del umbral. Mientras el infeliz pedía socorro y se revolcaba por el suelo aullando de dolor, los dos jornaleros huyeron corriendo.

El atentado había hecho mucho ruido. Con quemaduras graves, el guardián del umbral había sido curado en palacio por el propio Salomón. El magnetismo del rey, algunos bálsamos procedentes de Sais, la ciudad de los médicos egipcios, y unos emplastos de higos le sanaron. Pese a las investigaciones realizadas por el mayordomo de palacio y el secretario, los dos asesinos no habían podido ser hallados.

Hiram se había opuesto firmemente al establecimiento de un cordón de guardias armados alrededor de la obra. Pese a los riesgos que corrían, los miembros de la cofradía siguieron velando por su propia seguridad.

El rey promulgó un decreto anunciando la inmediata lapidación de quien atentara contra un maestro, un compañero o un aprendiz. Nadie podría llegar a la cima de la roca sin un salvoconducto, una tablilla de madera marcada con el sello de Salomón.

El pueblo murmuró. Todos estimaron que la dependencia del monarca con respecto a Hiram aumentaba de un modo inquietante. ¿No cedía el rey ante cualquier exigencia de su maestro de obras? ¿No se estaba convirtiendo en un juguete entre sus manos? De hecho, Salomón seguía recurriendo a su tesoro para financiar unos trabajos cada vez más costosos. Hiram rechazaba las piedras que tenían algún defecto, por mínimo que fuera, dislocaba las columnas cuyo torneado no respetara las proporciones justas, derribaba los muros que no correspondían a lo que él había exigido.

Ante la desesperación del rey, actuaba como si dispusiera de toda la eternidad.

En una noche sin viento ni nubes, Hiram reunió a toda la cofradía. En silencio, los constructores observaban al maestro de obras. Con la ayuda de una varilla de cedro que tenía en un extremo un punto de mira, apuntó a la Polar. Su tendido brazo se convertía así en el codo de las estrellas. Los cimientos se impregnaban con la inalterable luz del norte. Tomando vida, las piedras no sufrirían los estragos del tiempo.

Aquella noche, el vino corrió a raudales en la obra. Los artesanos intercambiaron sus seguridades y sus esperanzas. Eran conscientes de participar en una grandiosa aventura. Sólo la voz de Hiram, tan cercana por la fraternidad y tan lejana por la ciencia, les daba una inagotable energía. A la mañana siguiente, olvidando jaqueca y sueño, todos siguieron disponiendo los bien regulados bloques de base y utilizando los taladros con broca de sílex para desbastar las piedras.

Los compañeros las alisaron con mazos de dolerita, procediendo al acabado con cinceles de cobre que golpeaban con martillos de madera. Las hojas, que se gastaban muy pronto, eran aguzadas de nuevo y, luego, los útiles eran reemplazados.

Una orden de Hiram interrumpió el canto de los cinceles. Los artesanos se reunieron a su alrededor. El maestro de obras subió a la más alta hilada del templo, que formaba un peldaño en relación con el zócalo. Tenía a sus pies varias vigas. Colocó una vertical y la sujetó con tres jambas de abeto. Luego, levantó una segunda viga y la fijó perpendicularmente a la primera, de modo que pivotara de arriba abajo. Levantó finalmente una tercera viga y la fijó. Anudó unas cuerdas. Dos maestros levantaron un bloque y lo suspendieron al extremo de la viga más cercana al eje. Los otros siete maestros tiraron de las cuerdas, formando un contrapeso que permitió al maestro de obras levantar, sin grandes esfuerzos, el bloque hasta la hilada superior, imaginaria todavía. Bastaría utilizar un madero suplementario, algunas palancas y calces para que las más pesadas piedras se deslizaran con toda seguridad y fueran colocadas en su lugar con gran precisión. Así, ante los admirados ojos de los miembros de su cofradía, Hiram acababa de revelarles una de las técnicas de levantamiento utilizadas por los constructores de las grandes pirámides de Egipto.