36

Salomón volvió a leer los informes de Elihap, llenos de columnas de cifras. Las sumas no mentían. Los cofres se vaciaban con mayor rapidez de la prevista. En menos de un año, el tesoro real se habría agotado y el templo estaría muy lejos de haberse terminado. ¿No se rebelaría el pueblo, si lo supiera? Era preciso yugular a quien no dejaría de dividir al país y revitalizaría las antiguas facciones. La ocasión que se le ofrecía era un regalo de Dios. De ese modo, Salomón se dirigió a la capilla donde el sumo sacerdote acababa de celebrar el oficio matinal. Sadoq se sorprendió. Nunca el rey le había hecho semejante visita. ¿Comprendía por fin que la soberanía no podía ejercerse sin compartirla y que debía prestar acatamiento al clero?

El monarca se sentó en un banco de piedra. Sadoq se sentó a su derecha.

—¿Conoces los deberes de un sumo sacerdote, Sadoq?

—Naturalmente, Majestad.

—Por lo tanto, no te has casado con una viuda.

—¡Claro que no!

—¿Ni con una divorciada?

—Majestad…

—¿Ni con una antigua prostituta?

—Majestad, bien sabéis que soy viudo y que no he vuelto a tomar mujer.

—Muy bien, Sadoq. Tampoco has recortado las puntas de tu barba.

—¡Dios me libre! Sería una falta imperdonable.

—Igual que beber vino antes de los oficios.

Sadoq se sintió inquieto.

—¿Habéis venido a hablarme de las prescripciones rituales concernientes a mi función?

—De una de ellas en especial. ¿Ignoras que te está prohibido comer una bestia muerta que no haya sido abatida por el cuchillo del sacrificador?

—Ésa sería una culpable ignorancia.

—Ayer consumiste un cordero impuro.

—¡Es imposible, Majestad!

—Tengo una prueba y un testigo —afirmó Salomón—. Has sido imprudente.

El rey no citó a Caleb el cojo, que había tendido una trampa al sumo sacerdote tras haber informado a Salomón.

Sadoq inclinó la cabeza. El monarca no acusaba a la ligera. El sumo sacerdote podía ser destituido del modo más infamante. La reputación de su linaje quedaría mancillada para siempre.

—Pero acepto ser indulgente —dijo Salomón—. Siempre que te encierres en esta capilla y no pronuncies ya ni una sola palabra contra maestre Hiram. Deja de oponerte a la construcción del templo.

En la roca, maestros y compañeros habían vuelto al trabajo, guiados por el plano de la obra desenrollado en el suelo de un nuevo taller construido para albergarlo. Los maestros descifraban las cotas inscritas por maestre Hiram que, cada mañana, revelaba las proporciones que permitían pasar del plano al volumen, de la abstracción a la realidad.

Cuando el arquitecto abandonó definitivamente la sala subterránea para instalarse en la obra y dormir junto al plano, Salomón lo convocó a palacio.

Jóvenes sirvientas de esbelto cuerpo ofrecieron copas de vino fresco y deliciosos dátiles.

El arquitecto se negó a sentarse.

—No es momento para recepciones, Majestad. Voy muy retrasado.

—Y podéis retrasaros más si os negáis a escucharme.

—¿Nuevos obstáculos?

—El templo es una obra inmensa. La economía de Israel está a su servicio. El esfuerzo que el pueblo ha aceptado se adecua a la empresa y a su esperanza. Sin embargo…

—Sin embargo, los meses pasan deprisa y el tesoro real está agotándose —dijo Hiram.

Salomón había contado con la perspicacia del arquitecto. De su decisión dependería el porvenir del santuario.

—Un rey no puede rebajarse a pedir ayuda a un servidor —prosiguió el maestre—. Sobre todo un rey con reputación de ser un sabio. Apuntasteis muy alto, Majestad. Israel no era lo bastante rico como para transformar esa roca en morada de Dios.

Salomón sintió deseos de matar a Hiram, de acallar su orgullo y su arrogancia. El soberano no iría más lejos por el camino de la humillación.

—Sólo me gusta la grandeza —confió Hiram—. Vuestra aventura se ha hecho mía. Recurriré una vez más al Primer Ministro de la reina de Saba. Que los campos de Israel produzcan mucho trigo y, de nuevo, obtendréis oro.

Cuando el oro de Saba llegó al puerto de Eziongeber, marinos, soldados y descargadores corearon el nombre de Salomón.

¿Acaso no había obtenido los favores de la reina de inagotables tesoros? ¿No la había convencido de que tratara a Israel como un aliado privilegiado? Muchos soberanos habían fracasado. El éxito de Salomón se debía a la sabiduría, siempre presente a su lado. ¿No inspiraba su pensamiento, no le dictaba su conducta?

Maestre Hiram silenciaba su intervención, dejando la gloria a Salomón.

La nueva deuda contraída por el rey de Israel le ponía de mal humor. El maestro de obras no cedía ni una pulgada de terreno. Sin embargo, habría podido obtener más evidente ventaja del prestigio que se le reconocía. Los sacerdotes habían abandonado sus ataques. El pueblo le temía. Algunos altos funcionarios deseaban que se le atribuyera el título de intendente general. Pero Hiram no aparecía en palacio. Permanecía encerrado en las obras del templo.

Aquella actitud intrigaba a Salomón. No creía que al arquitecto le fueran indiferentes los asuntos humanos. A la cabeza de una severa jerarquía, rodeado de un gobierno de maestros que proclamaban su absoluta fidelidad, Hiram tenía un lugar cada vez más relevante en el corazón del Estado hebreo.

¿No sería por voluntad del maestro de obras que la construcción del templo fuera tan lenta y los trabajos sufrieran las trabas del retraso? ¿No habría Hiram elegido convertir su saber de constructor en un creciente poder que pronto le haría aparecer como el indispensable consejero de Salomón?

La llegada de Nagsara no tranquilizó al rey. Desde hacía más de un mes no había hablado con ella. Obtenía con sus concubinas, dóciles y silenciosas, el placer que necesitaba.

La joven reina, de temperamento celoso y exclusivo, no toleraría más aquella situación. Escuchar sus recriminaciones le parecería a Salomón inaguantable. ¿Le obligaría a repudiarla? Nagsara sonreía, floreciente. Se acurrucó a los pies del rey, abrazando tiernamente sus piernas.

—Mi amor es inmenso como el mar, mi deseo de haceros feliz inagotable como las olas —afirmó—. Estoy en condiciones de daros la felicidad que esperáis de mí.

—Queréis decir que…

—¡Mi vientre lleva un hijo vuestro, oh amado mío!

Salomón levantó a la reina y la tomó en sus brazos. Los hijos nacidos de las concubinas sólo serían príncipes sin papel dinástico. El hijo de la reina de Israel sería su sucesor legítimo, el hijo concebido por el rey de Israel y una hija del faraón. Gracias a él, la política de paz sería duradera. Salomón transmitiría a aquel niño su experiencia, su visión y su magia. Le enseñaría a reinar, le instalaría en un trono sólido, ilustre y próspero, le trazaría el camino de un imperio luminoso.

Un imperio en el que dos países hermanos. Israel y Egipto, se repartirían el mundo. El templo era necesario, más que nunca. Así, el nombre de Salomón y el de su hijo resplandecerían por los siglos de los siglos.

Hiram trabajaba con los maestros hasta muy tarde. El edificio iba tomando cuerpo en las imaginaciones. Sus proporciones vivían ya en manos de los artesanos. La exaltación dominaba los corazones. El maestro de obras la calmaba. Excluía la precipitación que llevaría a una construcción viciada, exigía lentitud y prudencia. Insistía en el menor detalle, rectificaba proyectos que parecían perfectos.

Cuando los ojos de los agotados maestros se cerraban, les despedía. Mientras Caleb limpiaba el taller, el arquitecto se sentaba en el extremo de la roca. Con el perro acurrucado a su lado, meditaba en el silencio de la noche.

¿Por qué había ayudado a Salomón? Si la financiación del templo se hubiera interrumpido, Hiram habría salido de Israel y regresado a Egipto. Pero se había enamorado de su obra. El santuario no sería de Yahvé, sino suyo propio.

Imprimiría en él la marca y el genio del antiguo Egipto, transcribiría en una forma nueva la eterna sabiduría.

Hiram había caído en sus propias redes. No servía a un hombre ni a un rey, sino a un ser de piedra al que ofrecía su ciencia y su vida.

La cofradía se mostraba obediente y eficaz. Pacientemente constituida a lo largo de los años, habría podido rivalizar con uno de aquellos poderosos cuerpos de Estado que creaba la Casa de la Vida para construir las mansiones de los dioses. Casi sin advertirlo, Hiram se había comportado como un arquitecto de Tanis o de Karnak a quien el faraón hubiera encargado llevar un programa de grandes obras. El faraón… ¿Por qué se le parecía tanto Salomón?