35

El carácter de Hiram iba ensombreciéndose. No le importaba que la belleza del palacio sirviera a la gloria de Salomón y no a la suya. Pero la edificación del templo se hacía cada vez más difícil, prolongando por lo tanto la duración del exilio. Los hombres del trabajo forzoso se quejaban. Jeroboam se expresaba en su nombre: deploraba las míseras condiciones de existencia cuyo único responsable era Hiram. Para calmar la naciente cólera, Salomón se había visto obligado a aumentar la paga, vaciando su tesoro con más rapidez de la esperada. Algunos aprendices habían accedido al grado de compañero. Pero ningún compañero había llegado a maestro. Los nueve elegidos de Hiram formaban el núcleo de la cofradía y permanecían mudos sobre los secretos que detentaban. Respondían al unísono, a los compañeros que solicitaban un ascenso y mejor salario, que no tenían poder de decisión. Sólo Hiram, si lo consideraba oportuno, podía elevar un compañero al magisterio. Un aprendiz impaciente, que se había permitido insultar al maestro de obras, fue devuelto a su aldea. La sanción se consideró severa, pero nadie la discutió.

Hiram se permitía sólo un placer: largos paseos por la campiña con su perro, algunas horas por semana. Olvidaba las preocupaciones cotidianas, soñaba en una libertad perdida, pensaba en los paisajes de Egipto. Comulgaba con el sol y el aire, creía aislarse de aquella labor en la que se escapaba su vida. Se permitía la ilusión de ser un viajero que partía hacia su tierra natal.

Aquella vez, al paseo le faltaba sabor, parecía una comida sin sal. La ejecución del plan de obra no satisfacía las exigencias del arquitecto. Los tiempos de descanso eran demasiado prolongados. Los obreros se relajaban. Pese a los alegres saltos de su perro y al esplendor de una naturaleza que despertaba a la primavera, Hiram no dejó de pensar en una nueva organización del trabajo. Mañana doblaría los equipos utilizando los efectivos del trabajo forzoso.

Caleb, como cada víspera de sabbat, limpió la sala subterránea donde se había instalado maestre Hiram. Había llenado de aceite las lámparas y depositado en una piedra un plato de habas, galletas e higos. La tradición obligaba, el día del reposo sagrado, a no cocinar y comer frío.

—¿Otra vez sabbat? —protestó Hiram, que acababa de tomar un baño.

Al día siguiente, estaría prohibido lavarse.

—Es nuestra tradición más sagrada —indicó el cojo—. La hemos observado de generación en generación. ¿Acaso el propio Dios no descansó el séptimo día, tras haber terminado la creación?

—Yo no he terminado la mía. Estos días perdidos afectan mi plan de trabajo.

Caleb consideró inadmisible la actitud del maestro de obras.

—¡Tenemos que recuperar el aliento! ¿Olvidáis que el primer hombre nació a comienzos del primer sabbat, ignoráis que nuestro pueblo consiguió salir de Egipto el día del sabbat? No respetarlo sería una falta muy grave. Príncipe, no estaréis pensando en…

—Barre, Caleb.

Unos carpinteros, ayudados por algunos jornaleros, depositaron en tierra un gigantesco tronco de árbol. Comenzó enseguida el desramado. Hiram dio órdenes secas e imprecisas. Sólo quedaba algo más de una hora antes de que comenzara el sabbat. Hiram observaba el cielo. Aguardaba con impaciencia el momento en que los hombres quedarían liberados del trabajo. Cuando las tres primeras estrellas aparecieron en el crepúsculo, el sabbat comenzó a brillar. Sonó por primera vez la trompeta, indicando a los trabajadores que dejaran su actividad. Los jornaleros se plegaron enseguida a la costumbre. Cuando resonó el segundo toque, los comerciantes cerraron sus tiendas. Al tercero, se encendió una lámpara ante cada morada, símbolo de la presencia divina que se manifestaba en el reposo de las almas. Cenarían dentro de poco. En el menú figuraban vino y sustancias aromáticas, todo ello tres veces bendecido.

Uno de los compañeros carpinteros, de acuerdo con la regla promulgada con maestre Hiram, recogió las ramas cortadas. Al finalizar el trabajo, la obra debía estar limpia.

Furioso, Jeroboam tomó una piedra y la arrojó a la cabeza del compañero. Éste se derrumbó. Su sangre enrojeció la tierra.

—¡Ha violado el sabbat! —aulló el gigante pelirrojo—. ¡Merecía la muerte!

Los obreros se interpusieron entre su jefe e Hiram.

En las familias se levantaban las plegarias de paz.

Salomón, pese a la insistencia de Hiram, no había aceptado reunir su tribunal. De acuerdo con numerosos testigos, la infeliz víctima había cometido un pecado tan grave que la cólera divina había caído enseguida sobre ella. Jeroboam sólo había sido el brazo de Yahvé. ¿Quién podía atreverse a castigarlo?

Frente al rey, el arquitecto no ocultó su cólera.

—Fiestas religiosas, descansos sagrados, ritos inflexibles… ¿Justifican para vos el asesinato de un inocente?

—Era culpable —repuso Salomón—. El sabbat es el momento sagrado en el que Dios prepara, con el reposo, una nueva creación del mundo. Es anterior a la ley de Israel y la justifica. Quien no la respeta, sabe a lo que se expone.

—Ese compañero obedecía la regla de la obra.

—No puede ser contraria a la de Israel. Vos sois el responsable de esta tragedia, Hiram.

El arquitecto caminaba por las avenidas desiertas a orillas del Jordán. Los ojos estaban fríos, apagados desde hacía una semana. El trabajo forzoso había sido suspendido. Los obreros, refugiados en las tiendas, jugaban a los dados. En la roca de Jerusalén había cesado la actividad de los constructores. El palacio real presidía, soberbio y huraño.

La acusación hecha por Jeroboam había sido anotada por el secretario Elihap y desembocaría en un proceso. ¿No había maestre Hiram, según los fieles creyentes, despreciado el sabbat, pisoteado los galones más altos de Israel? ¿No era más culpable que el compañero lapidado?

El sumo sacerdote había apoyado la queja de Jeroboam, de modo que Salomón se vio obligado a presidir un tribunal de justicia. ¿Cómo dudar del resultado? Hiram había cerrado las obras. Había anunciado a los maestros que su empresa iba directa al fracaso. Si el maestro de obras era condenado, ni aprendiz ni compañero alguno aceptaría otra autoridad. Pero el arquitecto exigía que ninguna revuelta turbara el orden impuesto por Salomón.

Con la entrada de la alcoba subterránea custodiada por Caleb y Anup, y la del taller del Trazo por los maestros, Hiram se había retirado a la soledad de aquellos lugares que había aprendido a amar, aquellos lugares animados antaño por gritos, cantos y palabras de aliento. El vacío le sentaba mal.

Sólo la voz de los instrumentos los hacía hermosos. Sin ella, sólo quedaban las huellas del sufrimiento de los hombres, de sus esfuerzos hacia la perfección.

Hiram no aceptaba que la suerte le contrariara. Un maestro salido de la Casa de la Vida se hacía indigno de su cargo si renunciaba a la Obra. Fueran cuales fuesen las circunstancias y los obstáculos, sólo se culpaba a sí mismo.

Había sido estúpido, incapaz de desmontar las artimañas de Salomón que, una vez concluido el palacio, había encontrado el medio de desembarazarse de un arquitecto molesto.

Cambiar su destino… Sí, un adepto egipcio, iniciado en los misterios, podía hacerlo. Utilizaba aquella forma inmortal del espíritu sobre la que ningún acontecimiento tenía poder. Orientaría de otro modo el espejo de su ser y los rayos del sol lo golpearían desde otro ángulo. Así se modificaba el curso de una existencia. Pero Hiram no abandonaría el camino que se había trazado ante él y a su pesar. Más allá de la orden del faraón y de la voluntad de Salomón, estaba el desafío que el propio Hiram se había lanzado. Le habría gustado ver nacer aquel templo para encarnar en él la sabiduría que le había sido transmitida y dar pruebas de su arte en el corazón de la enfermedad.

Y ahora el rito del sabbat y la intervención de rencorosos personajes le reducía a la impotencia, al silencio definitivo incluso. Al menos, no tendrían la satisfacción de verle huir.

Hiram se preparaba para comparecer ante el tribunal de Salomón cuando Caleb, alegre, le entregó un cordero.

—¡Mirad, príncipe!, todavía está caliente… Acaba de morir. Dios nos lo ofrece. Tendríamos que marcarlo con tinta roja, en un lugar poco visible.

—Pero ¿por qué?

—¡Os digo que es un don del cielo! Mareadlo, yo me encargaré del resto. Limitaos a seguir vivo.

Caleb se negó a explicarse. Cumplido su deseo, corrió hacia un destino que sólo él conocía, estrechando en sus brazos el despojo como si se tratara de un inestimable tesoro.

Salomón celebraba audiencia en el antiguo palacio de David. Recibir a Hiram en el nuevo pórtico del juicio era imposible. En realidad, el lugar sólo existiría tras la inauguración del templo.

El templo… ¿Quién lo construiría tras la condena del arquitecto? ¿Cómo se comportaría la cofradía que le había dado su confianza? Pero Hiram había transgredido la ley. Salomón no podía absolverle sin renegar del orden sagrado que daba vida a Israel. ¿No ocurría lo mismo en el país de la sabiduría, en aquel Egipto donde la ley divina, Maat, era la base intangible de la civilización?

El rey estaba obligado a juzgar y castigar a un maestro de obras excepcional sin el que el santuario de Yahvé nunca pasaría de ser un proyecto. La regla de vida que debía preservar le obligaba a destruir la obra que daba sentido a su reinado. Prisionero de su propio trono, implacable adversario de quien debiera ser su amigo, Salomón se sentía abandonado por la sabiduría. ¿En qué desierto, en qué inaccesible barranco se había refugiado? ¿Por qué huía de él? ¿No estaría alejándose, segundo a segundo, de Jerusalén para ir a la tierra de los faraones?

El sumo sacerdote estaba a punto de vencer al rey. Eliminado Hiram, Salomón se refugiaría en su palacio de la roca, creyendo dominar a un pueblo del que se separaría cada vez más.

Junto al trono, Sadoq. Vestido ritualmente, el sumo sacerdote mostraba ostensiblemente el rollo de la ley. Recordaba la importancia del sabbat. En nombre del respeto a la religión, exigiría la lapidación de Hiram, culpable de sacrilegio y de subversión. Salomón no podría mostrar clemencia alguna. El arquitecto pagaría con su vida la muerte de un compañero que había cometido el error de obedecer sus órdenes.

Sadoq había convocado a los dignatarios civiles y religiosos que componían una numerosa concurrencia, animado por el deseo de venganza contra un maestro de obras extranjero que no había cesado de desdeñarle. Ninguna sabiduría ayudaría a su real protector.

Hiram se dirigió a la sala del juicio. No pensaba en un resultado que conocía de antemano, sino en el compañero ejecutado ante sus ojos.

El maestro de obras llevaba un vestido blanco. En el pecho, un pectoral de oro. En su mano derecha, el bastón que simbolizaba su autoridad en la cofradía.

El mayordomo de palacio, con la llave al hombro, introdujo al acusado en el tribunal.

En cuanto apareció Hiram, unos suspiros de asombro brotaron de todos los pechos. Sadoq cambió de rostro. Pálido, con los labios prietos, comprendió que el arquitecto gozaba de una gracia sobrenatural. Como él, todos los presentes veían materializarse en la persona de Hiram al constructor de los orígenes anunciado por la Tradición.[8]

Salomón, radiante, supo que la sabiduría no le había abandonado.

—Mirad bien a ese arquitecto —ordenó—. Nadie puede juzgarle. Él lleva el bastón con el que el constructor llegado del cielo midió el futuro templo. Maestre Hiram ejecuta la palabra de Yahvé. Detenta el instrumento de su creación.

Llenando el umbral con su presencia, el arquitecto blandió el bastón profético. Todos se inclinaron, salvo Salomón.