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Para facilitar el paso de carretas y narrias cargadas de piedras talladas, Hiram había hecho destruir unas vetustas casas, ampliar calles demasiado estrechas. Rompiendo el dédalo de la ciudad alta, había creado una vasta perspectiva que daba al palacio de Salomón, dominando la antigua ciudad de David.

Cuando los trabajos estuvieron lo bastante adelantados, el maestro de obras condujo al rey y la reina de Israel al paraje. La austera roca había cambiado mucho. Un tramo de peldaño conducía a una explanada. En el ángulo norte se erguían los muros del futuro tesoro, en el ángulo oriental los de las salas del trono y del juicio. Era preciso flanquear los muros de esta última para descubrir el palacio, cuyas numerosas estancias se levantaban en torno a un patio interior al aire libre. Los soberanos contemplaron los enormes cimientos y los bloques de cinco metros de altura, pulidos como mármol. Nagsara pasó la mano por las piedras, las consideró tan perfectas como el granito trabajado por los escultores egipcios. Hiram y sus artesanos habían realizado un auténtico prodigio, uniendo solidez y finura. Los apartamentos del monarca y de su esposa, casi terminados, estaban ya adornados con madera. Las vigas de cedro de los techos se elevaban a más de seis metros, dando una impresión de grandeza. Según la tradición, Hiram había separado la alcoba del rey de la de la reina, así como sus anexos, cuartos de baño, retretes, despachos, recibidores, vestíbulos. La pared norte del palacio le pareció a Salomón mucho más gruesa que las demás. El maestro de obras le explicó que sería medianera con el templo. En el centro abriría una puerta que comunicaría la casa del rey y la de Dios.

Salomón permaneció frío y reservado. No quería manifestar el inmenso orgullo que le dominaba. Jamás un rey de Israel había vivido en palacio más espléndido, al que se añadirían salas para banquetes y conciertos, los aposentos de las concubinas, funcionarios, servidores y guardias. Hiram había concebido un dispositivo tan armonioso como confortable.

—Viviremos aquí a partir del mes que viene —decidió Salomón.

—Los ruidos de las obras —objeto Nagsara.

—Serán agradables a nuestros oídos. No habrá ya otra morada para el rey de Israel. Que el maestro de obras apresure la conclusión de las estancias principales.

Hiram, sonriente, se inclinó.

Los deseos de Salomón se vieron satisfechos. Los compañeros trabajaron sin descanso en el interior del palacio, bajo la atenta vigilancia de Hiram. Los maestros encuadraban a los aprendices, compañeros y jornaleros, tanto en Eziongeber como en Jerusalén, tanto en las forjas como en las canteras, para que prosiguiera la producción de útiles, especialmente cinceles de cobre que se gastaban muy deprisa y piedras talladas de acuerdo con las instrucciones del maestro de obras, antes de ser numeradas y colocadas en los almacenes. Jeroboam organizaba el trabajo forzoso sin rezongar. Aunque sus relaciones con los maestros fueran distantes, atendía sus peticiones.

Los carpinteros de Hiram habían fabricado un admirable mobiliario para la pareja real. Lechos, tronos, sillas, mesas, cofres de cedro, olivo o acacia, la mayoría recubiertos de láminas de oro. Pedestales de bronce aguantaban antorchas de distinto tamaño, destinadas a dar una luz más o menos intensa según el lugar que iluminaban. La circulación de aire se lograba gracias a una ingeniosa distribución de las ventanas, fáciles de ocultar durante los períodos fríos.

Pese a la insistencia del mayordomo de palacio, encargado del protocolo, Salomón no aceptó inauguración oficial alguna antes de la consagración del templo. En tres años, maestre Hiram había conseguido lo más fácil edificar la residencia real. Una etapa brillante, ciertamente, aunque muy alejada de la meta.

Cuándo la reina ocupó por primera vez el ala que le habían reservado, el rey aceptó su invitación a cenar. La joven, que entraba en su vigésimo año, se había vestido a la egipcia túnica de lino transparente con tirantes, que dejaba los pechos al descubierto, pectoral de oro, cornalina y lapislázuli, brazaletes de oro en muñecas y tobillos. Los cabellos habían sido trenzados y perfumados, le habían enrojecido los labios y ennegrecido las cejas ¡Qué seductora era aquella extranjera cuya pasión se revelaba en cada mirada! ¡Cómo se ofrecía en cada uno de sus graciosos gestos, en su febril aliento!

Salomón desdeñó la cena. La desnudó con lentitud y le hizo el amor con tanto fervor y ternura que la joven vibró con todo su ser, como una lira bajo los dedos de un músico inspirado.

Cuando Nagsara se durmió, ahíta de goce, Salomón la contempló. Desnuda, abandonada, era pura armonía pese a la extraña marca que adornaba su pecho, aquellas letras del más allá que formaban el nombre de Hiram.

Salomón sintió en la boca un gusto a cenizas.

No podía mentirse a sí mismo.

Ya no amaba a Nagsara.

Hiram respondió con reticencia al mensaje de la reina rogándole que fuera a examinar su sala de recepción. Enfrentándose con dificultades de transporte de los materiales provenientes de las canteras, al arquitecto no le interesaba escuchar los caprichos de una soberana. En cuanto el arquitecto llegó, ésta se quejó de la mala calidad de algunas maderas y de una silla de tijera mal terminada. Enojado, Hiram realizó sin embargo un atento examen.

—¿Os estáis burlando de mí, Majestad? No veo defecto alguno.

—¿Y vos, maestre Hiram, por qué mentís?

Un helado furor encendió la mirada del acusado.

—No permitiré que nadie me injurie de este modo. Vuestro rango no os autoriza a ser injusta.

—Si sois tan inocente como pretendéis, explicadme por qué el plano de este palacio se parece tanto al de Tanis, por qué las técnicas empleadas son tan parecidas a las de los arquitectos egipcios, por qué, en estos muros, me siento de regreso a mi país.

Hiram aguantó la mirada de Nagsara, pero permaneció mudo.

—Me habéis salvado dos veces la vida e ignoro quién sois. Afirmáis que nacisteis en Tiro. Lo dudo. Habéis vivido en Egipto. En vos, todo me recuerda el comportamiento de los arquitectos de mi padre, aquellos hombres de alta frente, severo aspecto que, a veces, parecen estar tan lejos de este mundo. Confesad, os lo ordeno.

Hiram se cruzó de brazos.

—Por fin comprendo por qué vuestro nombre está grabado en mi carne. Pertenecemos a la misma raza, nacimos en la misma tierra. Sois un exiliado, como yo. Los dioses me ordenan que me acerque a vos, como si fuerais la clave de mi felicidad. Pero amo a Salomón. Sólo él es mi vida. Quiero destruir esta inscripción que une nuestros destinos, maestre Hiram. La odio y os detesto. Sólo queda una solución para borrar el maleficio que impide a Salomón sentir por mí una creciente pasión, vuestra marcha. Salid de Israel. El palacio está terminado. Habéis cumplido vuestro contrato. En cuanto estéis lejos de aquí, vuestro nombre desaparecerá de mi pecho. Mi piel se verá purificada. Sois el genio maligno que destruye mi alegría. Marchaos, os lo suplico. Marchaos y callaré lo que he descubierto.

—No temo nada de lo que podáis divulgar —declaró el arquitecto—. Vuestra imaginación está enferma. Juré construir un templo y cumpliré mi palabra. Luego, me marcharé.

—¿Cuánto tiempo falta todavía?

—Varios años.

—¡Es imposible! ¡El maleficio habrá matado el amor de Salomón!

Nagsara se arrojó a los pies de Hiram.

—Os lo suplico, no me hagáis sufrir más. Regresad a vuestro país.

Hiram levantó a la reina.

—La palabra dada se cumple, Majestad.

—No me comprendéis. Esta marca, vuestro nombre. ¡No puedo soportarlo ya!

El arquitecto volvió la espalda a Nagsara. No la vio enarbolar un puñal y lanzarse sobre él, pero advirtió el peligro como una bestia salvaje.

Con el antebrazo, detuvo el ataque y desvió la trayectoria del arma. Nagsara soltó el puñal y retrocedió vanos pasos.

—Salid de Jerusalén u os mataré —prometió.

Un viento invernal barría la roca desde hacía vanos días y varias noches. Sin embargo, la pareja real permaneció en su nuevo palacio, decorado ahora con azulejos. Los braseros proporcionaban una suave calidez.

Violentas lluvias sucedieron al viento. Provocaron corrimientos de tierra que sorprendieron a los ganaderos, acostumbrados a permitir que sus rebaños pacieran en la cima de las colinas. Torrentes y uadis se llenaron de furiosas aguas que corrían por las pendientes.

Una crecida anegó el campamento de tiendas de los obreros que residían en Jerusalén, otra las fundiciones junto al Jordán. Algunos hombres se ahogaron. Entre los empleados en el trabajo forzoso, se contó un centenar de víctimas. Jeroboam se declaró incapaz de luchar contra la catástrofe. Hizo a Hiram responsable de ella. El maestro de obras no lo eludió. Organizó los socorros ayudado por Salomón.

Útiles y piedras talladas habían sufrido daños. La principal cantera, inundada, sería inutilizable durante vanas semanas. Los caminos de tierra, inundados por las aguas, impedían circular a los vehículos. Algunas regiones se hacían inaccesibles.

Sadoq y los sacerdotes profetizaban el fin de los trabajos. El pueblo comenzaba a murmurar contra maestre Hiram. El entusiasmo de los primeros años se debilitaba. El templo se convertía en un objetivo utópico. La roca era ahora ocupada por el palacio real. Salomón había afirmado su prestigio ¿Qué más querían?

Ayudado por los maestros, Hiram encendió unos fuegos de campamento a cuyo alrededor se reunieron los obreros. La administración real procuró que no les faltara alimento ni ropa. El rey y el maestro de obras unieron sus esfuerzos.

El verbo de Hiram fue un arma eficaz, con su ardor y su fuerza de convicción, persuadió a su cofradía de que la cantera no sería abandonada y de que el plan de obra se cumpliría hasta el final.

Salomón hizo las mismas declaraciones ante el consejo de la Corona. El pueblo supo que la voluntad del rey era inflexible.

Cuando reapareció el sol, las aguas retrocedieron. Prosiguió el trabajo. Ninguno de los hebreos curados por la imposición del sello de Salomón había perecido. La vuelta del buen tiempo se atribuyó a Salomón, cuya sabiduría había sido reconocida por Dios.