La campesina empujaba el mango para que la muela de arriba girara sobre la de abajo. Durante horas y horas, repetiría el mismo gesto para moler el grano. Al frotar una con otra, las piezas lanzaban un plañidero lamento. Sufrían, como la mujer, para alimentar decenas de vientres. Si el rumor de las muelas se detenía, afirmaban los sabios, sería el fin del mundo. Fatigada, la campesina cedió el lugar a una muchacha y entró en su casa donde, manejando la rueca y el huso, tejería túnicas. Una décima parte de esa producción sería entregada, de acuerdo con la ley dictada por el rey, a los recaudadores de Salomón. Pesada, pero indispensable, medida para la gente del pueblo. ¿Entregar para construir el templo no era, acaso, asegurarse una resurrección entre los justos?
Un ruido la inquietó. Un roce metálico mil veces repetido.
Enloquecida, abandonó su obra y salió. Un velo cubría el sol de aquella tarde. Un velo cuya terrorífica naturaleza identificó la campesina. Lanzó un grito de espanto seguido, muy pronto, por un concierto de lamentaciones. El trabajo cesaba en todas partes. En todas partes habían reconocido la plaga que caía sobre Israel.
Millones de langostas peregrinas oscurecían el astro del día. Volando en compactos enjambres, formaban un cielo gris, una inmóvil bóveda de varias toneladas nacida de la suma de insectos que pesaban unos pocos gramos. Aquellos monstruos de antenas perpetuamente agitadas se lanzaron sobre los cultivos. Una langosta comía, cada día, su peso en alimento. Sus enjambres atacaban incluso los corderos, cuya lana devoraban.
Nada podía escapar. Guiadas por un infalible instinto, descubrían campos y pastos sin olvidar una sola espiga o una brizna de hierba. En el primer asalto, un viejo labrador blandió su horquilla y mató algunas decenas. Pero sus acólitos le mordieron hasta hacerle sangre, encarnizándose mientras huía. Durante el reinado de David, dos niños de pecho habían sido devorados por las langostas.
Hiram, que examinaba las bases de las columnas que estaban puliendo los compañeros, advirtió el peligro. Los años en que la diosa leona no había sido correctamente conjurada, nubes de langostas amenazaban con sumir Egipto en la hambruna. Sólo la magia de un faraón podía rechazar la invasión. ¿Durante cuántas semanas sería Israel víctima de aquellos implacables agresores? ¿Durante cuánto tiempo se interrumpiría la obra, se desorganizarían los trabajos? Los hombres no habían conseguido poner trabas a la acción del maestro de obras. Los insectos amenazaban con lograrlo.
La reina Nagsara, que descansaba en su jardín, se refugió en sus aposentos. Durante los banquetes celebrados en el palacio de Tanis, los narradores habían evocado el año de las langostas. No había más escapatoria que refugiarse en las casas y obstruir herméticamente las aberturas.
Salomón, desde lo alto del palacio de David dominado por la roca, enrolló el papiro en el que estaba escribiendo un himno a la sabiduría. ¿Era la horrible nube de insectos un castigo enviado por Dios o una maldición del diablo? ¿Condenaba Yahvé el deseo del rey? ¿El poder de las tinieblas intentaba aniquilarle? Salomón disponía de un medio para saberlo: interrogar a Nagsara.
No le quedaba tiempo. Todo el pueblo comenzaba a enloquecer de terror. Haría a Salomón responsable del cataclismo. El rey tendría que responder ante Dios y ante sus súbditos. El sumo sacerdote le acusaría de haber provocado la cólera de lo alto mancillando con un edificio impío la eminencia que los precedentes soberanos habían respetado.
Nagsara se inclinó ante su señor. Con sólo verle se sentía inmensamente feliz. Los negros ojos de la egipcia brillaron con su ardiente juventud. Salomón se mostró tierno, pero no ocultó que necesitaba los talentos de la hechicera.
Nagsara no se negó. Consultó la llama una vez más, entregándole algunos meses de su existencia. Pero nada era tan maravilloso como satisfacer a Salomón.
La respuesta de lo invisible fue clara. Salomón estrechó largo rato a Nagsara entre sus brazos. Con su calidez, devolvió la energía al agotado cuerpo de su esposa. Cuando concilio el sueño, el rey utilizó su rubí. La piedra mágica le permitía escuchar la voz de los elementos. Uno de ellos era, pues, lo bastante poderoso como para luchar contra los insectos.
Las campiñas de Judea y de Samaria habían sido abandonadas. En las plazas de las aldeas no había alma viviente. La propia Jerusalén estaba invadida por racimos de langostas que roían los escasos jardines. Salomón oraba desde la víspera. ¿Podría su plegaria llegar al cielo, atravesaría el escudo de insectos que ocultaba el sol?
Cuando el viento nació, levantando nubes de polvo en la obra, Hiram esperó y se angustió al mismo tiempo. ¿El remedio del rey de Israel no sería peor que la enfermedad? Aquel soplo violento, ardiente, era el temible khamsin.[7]
La temperatura se hizo pronto insoportable. Pero el khamsin expulsó hacia el norte las nubes de langostas. La noche siguiente a su partida fue glacial. Muchos obreros cayeron enfermos. El agotamiento abrumó a quienes no sufrían de anginas o pleuresía. Hiram les hizo tomar miel y distribuyó mantas. Al alba regresó la canícula, sometiendo a los organismos a una dura prueba. Un aprendiz, cuyo pecho era desgarrado por los accesos de tos, parecía incluso a las puertas de la muerte. El maestro de obras, pese a su robusta constitución, comenzaba también a sentir los primeros asaltos del cansancio. Se obligaba a caminar de tienda en tienda, a alentar a los obreros. El temor aparecía en sus pensamientos. ¿No surgía, de aquel tormento, el espectro de una epidemia?
Mientras Hiram hablaba con un capataz, intentando aligerar el programa de trabajo para las próximas semanas, unos gritos de alegría llegaron a sus oídos. ¿Qué incongruente acontecimiento, en tan tristes momentos, las provocaban? Hiram se dirigió a la entrada del campamento. Inválidos o sanos, los obreros y jornaleros aclamaban a Salomón. Con su larga túnica púrpura de flecos dorados, el soberano imponía respeto.
El maestro de obras apartó a los celadores del rey para ponerse frente a él.
—El viento nos ha traído la enfermedad, Majestad. Es imprudente entrar en la obra.
—El khamsin alejó a las langostas. Los campos se han salvado. Habrá alimento para todos.
—¿Quién tendrá todavía fuerzas para trabajar? ¿El que ha hecho soplar ese viento destructor es consciente de las consecuencias de su acto?
—Sólo Dios domina los elementos —recordó Salomón—. ¿Lo dudáis acaso?
Hiram no respondió a la ironía de Salomón, aunque estuviera convencido de la intervención mágica del soberano.
—No os expongáis más —recomendó el arquitecto.
—He venido a curar. ¿Quién conoce, mejor que yo, los demonios que corroen las sienes, desgarran los cráneos, inflaman los ojos, torturan los oídos, roen las entrañas, apagan los corazones, destrozan los riñones o rompen las piernas? Los reyes aprenden a luchar contra los calambres, los abscesos, los dolores, las fiebres y las lepras. Que me traigan a los que sufren.
No aguardaron la autorización del maestro de obras para obedecer las órdenes de Salomón. Pronto se organizó una hilera de pacientes. Los que peor se encontraban eran llevados en brazos por sus camaradas. Salomón impuso su sello en la nuca de cada uno de ellos.
Mientras curaba, de la tierra brotaban gemidos y lamentos, los demonios expulsados por el rey parecían desaparecer en las profundidades, abrumados por los sufrimientos que habían provocado. Salomón trabajó hasta que aparecieron las estrellas.
Un sueño apaciguador reinaba en las tiendas.
El soberano de Israel y el arquitecto permanecían frente a frente. Como el faraón de Egipto, Salomón se había mostrado capaz de aliviar los males y practicar el arte del taumaturgo.
—Hermosa victoria, Majestad, pero peligrosa empresa.
—En absoluto, maestre Hiram. ¿Por qué no utilizar lo que recibí de mis padres? Los que se han beneficiado de la imposición de mi sello no conocerán el sufrimiento ni la muerte mientras dure la construcción del santuario de Yahvé. Los peligros han sido conjurados. Trabajad en paz.
—Habéis disminuido mi autoridad. Yo debía ocuparme de esos hombres.
—Vos sois constructor, no sanador. Sería vanidad creer que podéis llevar a cabo, solo, la obra. Vuestro dominio de las técnicas y el arte del Trazo, es total. Una vez más, olvidáis a los hombres. No todos son capaces de igualaros, ni siquiera de secundaros. Vuestro ardor es excesivo. Os odian tanto como os admiran. Éste es vuestro destino, y no intentáis modificarlo.
—Sólo los reyes gozan de ese poder.
—Es cierto —reconoció Salomón—. ¿No os he probado ya que contabais con mi ayuda? Será más eficaz todavía, si lo deseáis.
Sólo deseaba un rápido regreso a Egipto, a la tierra de sus antepasados. Si había un ser incapaz de ayudarle, ése era Salomón.
—Sólo os pido, Majestad, el gobierno de la obra de la que soy responsable. Lo demás no me concierne.
—No sois un dios. Os acechan la enfermedad y el sufrimiento. Si os debilitáis, el templo corre peligro. ¿Por qué no aceptáis la imposición de mi sello y os protegéis así del asalto de las fuerzas del mal?
Las estrellas brillaban. Cuando los insectos habían partido, para sembrar a lo lejos la desolación, el cielo había recuperado su pureza y su anchura. En el silencio de la noche cantaba una tibia brisa.
—Seguid vuestro camino, Majestad; yo seguiré el mío.
—¿Y no se reúnen?
—Se cruzan durante los años en que esta obra permanezca. Luego, se separarán.
—En Egipto, el faraón otorga a sus íntimos la vida, la salud y la fuerza. Lo mismo ocurre conmigo. ¿Por qué rechazáis esos dones?
—No soy uno de vuestros súbditos, sino un nómada que cumplirá su palabra. En cuanto el edificio esté concluido, se habrá cumplido y partiré. No quiero deberos nada. Gobernad vuestro país. Yo reino en mi obra.
Salomón no insistió. Había debilitado al arquitecto sin conseguir someterlo.
—No olvidéis que vuestra obra forma parte de mi reino.
—No olvidéis a los hombres, Majestad. Aprendices, compañeros y maestros dependen de una sola autoridad: la mía. Sin esta jerarquía, el templo no verá la luz.