Anup ladraba. Caleb reunía a gran número de aprendices y compañeros. Todos estaban consternados por el horrible descubrimiento. El barrendero les había avisado. En la víspera del sabbat había subido al tejado del taller del Trazo, hecho de cañas y tierra batida. Alguien lo había agujereado, introduciéndose en el edificio cuya puerta, cerrada con llave, daba cierta ilusión de seguridad.
Hiram, que estaba desde hacía dos días en Eziongeber, donde inspeccionaba los altos hornos, fue llamado a Jerusalén. Nadie se atrevía a comprobar, antes que él, la magnitud de la catástrofe.
El maestro de obras hizo girar la llave en la cerradura y entró en los dominios que creía protegidos. Los útiles, los papiros y los cálamos habían desaparecido. Lívido, Hiram levantó la tapa del cofre donde estaba el plano de obra. Éste no había sido robado.
Extraño latrocinio, en verdad. ¿Por qué habían respetado lo esencial? El arquitecto desenrolló el precioso papiro, temiendo que hubiera sido dañado. Vano temor. Pidió a los compañeros que construyeran un nuevo techo con una terraza de ladrillos donde se apostaría un centinela.
Anup, lleno de alegría al ver de nuevo a su dueño, intentó llevarlo a dar un paseo. Pero Caleb se interpuso y solicitó una inmediata entrevista, lejos de la obra. Pese a su cojera, caminaba deprisa, como si le persiguieran los demonios. Al perro le gustaba aquel ritmo y se hundía en los matorrales, surgía otra vez de la espesura, presentía el camino que iban a seguir. Ambos hombres anduvieron largo rato por la campiña, hasta una estrecha garganta sembrada de pequeñas grutas donde se refugiaban los rebaños durante las fuertes lluvias. Caleb, agotado, se sentó bajo una higuera silvestre llena de enormes frutos.
—Soy demasiado viejo para tales caminatas.
—Te había encargado que vigilaras la obra —recordó Hiram—. Se ha cometido un robo ¿Qué sabes de eso?
—Lamentablemente, nada. La fechoría ha sido perpetrada durante la noche. Dormía Y vuestro perro también. ¡Pero he sido vuestros ojos y vuestros oídos! ¿Debo contar, realmente, lo que he visto y oído?
Un pesado calor llenaba la rocosa hondonada. Faltaba aire. El cojo no pudo contener sus confidencias.
—El rey David se ocultó aquí durante una revolución de palacio. Haríais bien imitándole y olvidando el templo de Salomón. Mirad que hermosos higos. Hay muchos por los alrededores. Si me comprarais una granja, los recogería, los secaría al sol y los vendería en los mercados. Nos dividiríamos los beneficios y llevaríamos una tranquila existencia.
El silencio de Hiram convenció a Caleb de que no debía proseguir en el mismo tono.
—Os obstinaréis en construir el templo, claro. ¡Mejor será que sepáis la verdad! Entre vuestros obreros hay muchos bribones, perezosos o mentirosos. Temo incluso que algunos aprendices se hayan unido a esa pandilla. Los edificios avanzan muy lentamente. Nadie ve el final de la obra. Se están cansando. Murmuran que estáis estancado, que vuestros proyectos son demasiado ambiciosos. Soportan mal el trabajo. Algunos compañeros creen, incluso, que están mal pagados y que no reconocéis sus méritos. Mañana vais a convertiros en el chivo expiatorio. Sed lúcido. Os calumnian y os traicionan. Sois cada vez menos popular. La tormenta quebrará el sueño de Salomón. Y entonces será demasiado tarde para huir. El país se sumirá de nuevo en la guerra de las tribus. Nadie podrá evitar el desastre. Habrá muertos, muchos muertos. Marchaos, maestre Hiram. Marchaos enseguida.
Al caer la noche, Hiram comprobó una a una las tablas de la empalizada Examinó el terreno que rodeaba el recinto, buscando las huellas del túnel que los ladrones podían haber excavado para introducirse en la obra. Pensó en la utilización de escalas de cuerda.
No había traza alguna, indicio alguno.
—Los hombres, maestre Hiram —murmuró una voz a su espalda—. La solución son los hombres.
El arquitecto se dio la vuelta para enfrentarse con el rey Salomón. Espesas nubes cubrían la luna nueva. La oscuridad de la noche ocultaba al soberano y el maestro de obras.
—Habéis olvidado que yo reino en este país, maestre Hiram. Me ha bastado con sobornar al guardián del umbral, a algunos vigilantes y pagar a un muchacho delgado. No le costó perforar el techo de vuestro taller. ¿Cómo probaros, si no, que el plano de la obra sólo estará seguro bajo mi protección, en mi palacio? ¿Aceptaréis por fin venir a vivir conmigo? «Ha llegado el momento», pensó Hiram. Era el propio Salomón quien le obligaba a franquear esa nueva etapa que tanto temía. El taller del Trazo estaría abierto a los compañeros, que guardarían allí útiles y delantales asegurando su custodia noche y día.
—No, Majestad. En adelante, viviré en la cantera, en contacto directo con la piedra. Ella es la solución. Es menos mentirosa que los hombres. No engaña a quien la respeta.
Salomón no intentó retener a Hiram. Se había equivocado intentando quebrar su resistencia con aquella demostración de fuerza. Por un lado, se sentía pesaroso al advertir el fracaso de su artimaña. Por el otro, le tranquilizaba haber dado al templo un maestro de obras de aquel temple. Desconfió, sin embargo, de aquella admiración que le debilitaba. Sólo él gobernaba, sólo él debía gobernar. Éste era el precio de la felicidad de Israel.
El arquitecto trabajó durante varias noches para concluir la sala subterránea a la que llevaba un estrecho pasillo en descenso, cuyo acceso estaba prohibido a Caleb y Anup. Le había dado las proporciones de un cubo. Al fondo, una hornacina que reproducía la de la cámara media de la Gran Pirámide, una especie de escalera hacia el cielo por la que ascendía el adepto, partiendo del corazón de la tierra y del centro de piedra, pasando por un infinito número de puertas visibles e invisibles que le acercaban a la luz y a los orígenes.
Durante la ceremonia del pago, Hiram eligió a nueve compañeros a los que no les dio salario, pidiéndoles que le esperaran. Tan insólito proceder suscitó temores y envidias entre sus cofrades. ¿Qué ocurría? ¿Aquellos hombres iban a ser ascendidos o castigados? ¿Por qué aquellos y no otros?
El arquitecto se vio obligado a imponer silencio.
Luego, llevó a los nueve compañeros hasta la gruta, mientras el perro y el cojo, a retaguardia, comprobaban que nadie les siguiera.
Tras los pasos de Hiram, cada uno de los elegidos inclinó la cabeza y descendió, encogido, por el intestino de piedra que llevaba al santuario secreto, iluminado por una sola antorcha. Se pusieron en círculo alrededor del maestro de obras que, quitando una piedra corrediza que se había encargado de ajustar perfectamente, hizo aparecer el codo y el bastón de siete palmas.
—He aquí los instrumentos de los maestros —reveló—. Con ellos calcularéis las proporciones del templo. Os enseñaré los Números que crean, en todo instante, la naturaleza y cuyo secreto nos transmiten las piedras calladas. Pero, antes, tendréis que morir para este mundo.
Algunos refunfuñaron. Todos eran jóvenes que no tenían el menor deseo de desaparecer.
—¿Alguno tiene miedo?
Todos se interrogaron. El temor atenazaba los vientres, pero el deseo de acceder a nuevos misterios prevaleció.
Hiram ofreció a cada compañero una copa de vino.
—Si sois digno del magisterio, este brebaje os dará fuerzas para superar las pruebas. Pero si habéis mentido, si habéis traicionado, si vuestra palabra no era pura, pereceréis inmediatamente.
Al recibir la copa, las manos temblaron, pero ninguna la rechazó.
—Bebed, ordeno Hiram.
Los compañeros obedecieron con un nudo en la garganta. Uno de ellos sintió en el pecho una atroz quemadura. Creyó que la horrenda muerte se apoderaba de él. Pero el malestar se disipó. Sus colegas habían permanecido de pie. Se contemplaron unos a otros, satisfechos de haber superado el obstáculo.
—Tendeos en el suelo, con los ojos hacia la bóveda de piedra.
Hiram quitó el delantal a los compañeros y cubrió con él sus rostros.
—No pertenecéis ya al universo de los hombres comunes. En vosotros se enfrentan la vida y la muerte, para que la muerte muera y la vida viva. Vuestro pasado no existe ya. Pertenecéis al templo futuro. Sois los servidores de la obra. Ningún otro maestro podrá imponeros su ley. Por la regla de la cofradía de la que soy depositario, os hago nacer al magisterio.
Hiram depositó el bastón sobre el cuerpo de los yacentes. De la cabeza a los pies, se convertía en su eje a cuyo alrededor, en adelante, se construiría su existencia. El arquitecto transmitía la iniciación que había recibido. Él mismo había experimentado el poder de aquella regla del maestro de obras en la que estaban inscritas las proporciones que crearían el templo como si fuera un ser vivo.
Un agradable sopor se apoderó de los compañeros. No era sueño, sino un sereno éxtasis, iluminado por un sol anaranjado que brillaba mucho más allá del techo de la gruta. Ésta no era ya una barrera de piedra, sino un cielo estrellado donde la luz del día brillaba en plena noche. Los adeptos gozaron de un profundo bienestar. Tenían la impresión de moverse fuera de ellos mismos, como liberados del peso de sus cuerpos. Y escuchaban la voz de Hiram que les desvelaba los secretos y los deberes de los maestros.
Cuando abandonaron aquellas travesías de espacios coloreados, los compañeros poseían la vejez de la tradición geométrica de los antiguos constructores y la juventud de los conquistadores.
Hiram les levantó, uno tras otro.
—La norma del templo de Salomón será la medida que va de mi codo a la punta del mayor —indicó—. Obtendréis las proporciones a partir de ella.
Hiram entregó a los nuevos maestros una caña de medida, de cincuenta y dos centímetros, que sería la clave para la construcción del edificio.
—¿Hemos atravesado la muerte? —preguntó uno de los adeptos.
—La ambición personal se ha apagado en vosotros —dijo el maestro de obras—. A mi lado y a mis órdenes actuaréis, en adelante, para transformar la materia en piedra de luz. En vosotros ha muerto vuestro aspecto perecedero, vuestro egoísmo, vuestra pequeñez. En adelante cumpliréis la función de capataces y enseñaréis a los compañeros y los aprendices. Vigilaréis la obra y reclamaréis el trabajo de los jornaleros forzosos, si su ayuda se hace necesaria. Yo pasaré aquí la mayor parte del tiempo, para preparar la mutación del plano en volumen. Vosotros os reuniréis conmigo en la primera vela, y juntos estudiaremos el desarrollo del edificio.
Los maestros se comprometieron, por su vida, a guardar el secreto que compartían.
El corazón de Hiram se llenó de júbilo. Con aquellos seres, animados por otra visión, podría, pese a su escasez e inexperiencia, dirigir con eficacia centenares de obreros. Salomón se había lanzado a la más loca aventura. No había advertido sus reales dificultades. Sin duda, sólo creía a medias en su sueño. Sin embargo, Hiram y su cofradía lo harían realidad.