Descontento, Salomón se había visto obligado a ceder a la petición del sumo sacerdote que solicitaba la convocatoria del consejo de la Corona formado por el propio Sadoq, el general Banaias y el secretario del rey, Elihap. El soberano de Israel sintió que su irritación aumentaba al escuchar las palabras del religioso.
—Os lo repito, Majestad —insistía Sadoq—. Maestre Hiram se está convirtiendo en un personaje peligroso. Sin que lo supierais, se atribuyó el control militar de los obreros.
—¿Los trabajos forzosos no son responsabilidad de Jeroboam?
El sumo sacerdote se hizo mordaz.
—¡Una ilusión más! Incluso entre los jornaleros, el prestigio de vuestro arquitecto es inmenso. Obedecen a Jeroboam pero admiran a Hiram. ¿Ignoráis acaso que ha creado su propia comunidad, compuesta por aprendices y compañeros que le son tan sumisos como esclavos? Vos mismo, Majestad, aceptasteis que la obra del templo estuviera sometida a su propia ley.
—¿Es un reproche, Sadoq?
Elihap dejó de tomar notas de la entrevista. Aprobaba las advertencias de Sadoq pero temía que sus palabras hubieran sido demasiado prematuras.
El sumo sacerdote bajó el tono.
—Maestre Hiram extiende su poder día tras día. Mañana gobernará un ejército más numeroso que el de Banaias.
El general inclinó la cabeza. Su aspecto desabrido revelaba su mal humor.
—Un ejército pacífico —precisó Salomón.
—Podemos dudarlo, Majestad. Están armados con instrumentos que, muchos de ellos, han aprendido a manejar con destreza. Si su dueño decidiera fomentar una rebelión Hemos evaluado mal la influencia del tal Hiram ¿No será hoy el hombre más poderoso de Israel?
—¡Injurias al rey, sumo sacerdote!
Sadoq planto cara.
—¿Por qué no vigilasteis mejor a ese arquitecto extranjero? ¿Por qué le concedisteis tantos privilegios? Hablo por el bien de Israel y de su soberano ¿No es el prestigio de Hiram una auténtica injuria?
—El sumo sacerdote tiene razón —mascullo Banaias—. Ese tirio no me gusta.
Elihap seguía callando. Pero Salomón le conocía bastante como para saber que su silencio se añadía a las reticencias de los otros dos miembros del consejo.
—Tenéis que actuar —insistió Sadoq—. Jeroboam sería un excelente arquitecto.
—Sólo ha construido establos y fortificaciones.
—Es un servidor fiel cuyo nombramiento sería aprobado por el consejo.
Una oscura pasión abrasaba a Sadoq. Pero sus argumentos no carecían de valor. Salomón admitía que su entusiasmo le había ocultado ciertos peligros. Tal vez había evaluado mal la ambición de maestre Hiram, su deseo de sujetar, por su mera función, las riendas de la economía israelita. Tal vez había albergado en su seno un dragón que se disponía a devorarle.
Viendo que el rey reflexionaba, Sadoq sintió una profunda satisfacción. Había llevado a cabo un juego peligroso, pero esperaba una solución satisfactoria. Puesto que seguía influyendo en Salomón, ¿no podría impedir la edificación del templo?
—El consejo de la Corona no gobierna Israel —dijo por fin Salomón—. Su papel es formular propuestas. Al rey le toca aceptarlas o rechazarlas. Por lo que se refiere a maestre Hiram, seguirá siendo arquitecto del templo, y sólo depende de mí.
Salomón pasó la noche pensando y sin visitar a Nagsara. La reina, recuperada de su herida, sentía una languidez que sólo podía curar la presencia del rey. Sensible a su frágil belleza, éste aceptaba el tibio abrigo de sus brazos y el ardor de sus besos. Tras la tormentosa reunión en la que había desautorizado a sus consejeros, los placeres del amor le parecían insípidos y vanos. Se había retirado, pues, a la alcoba mortuoria de David, donde nadie había entrado desde su desaparición.
Salomón había olvidado el modesto lecho, los toscos muros, el perfume de la desesperación. Los propios rasgos de su padre desaparecían en la espesa sombra de la muerte. Pero ¿no era aquél el lugar donde se encontraba con el alma del monarca a quien Dios había impedido llevar a cabo la Obra? ¿No debía pedirle ayuda en el más allá?
Maestre Hiram no era un hermano ni un amigo. No se comportaba tampoco como un servidor, sino como el organizador de una cofradía que absorbía las fuerzas vivas de Israel y amenazaba con utilizarlas en beneficio propio ¿Quién, sino un reyezuelo, habría aceptado que su trono se agrietara de ese modo? Sadoq, pese a su odio, razonaba bien ¿No habría renunciado David a construir el templo previendo una inevitable toma del poder por una horda de obreros que, conducidos por hábiles cabecillas, tomarían conciencia de su poder? El nacimiento del edificio estaba, sin embargo, vinculado, a un cambio en Israel, a la existencia de una inmensa obraren la que cada hebreo se implicara.
¿El camino elegido por David no era el de la prudencia? ¿No debía Salomón limitarse a reinar sobre el presente, desdeñando el porvenir, preservar la tradición en vez de trastornar lo ya adquirido? Qué preciosa le hubiera sido la presencia de un padre y de un consejero. Sólo quedaba ya la muerta sombra de una habitación muda, que albergaba los rastros de la agonía.
Salomón se puso en manos de Dios. Rogó con la inquietud de un hijo extraviado en busca de su morada, con la desesperación de un mendigo ante el que se cierran todas las puertas.
Poco antes del alba, cuando las colinas se teñían de naranja y violeta, Dios hablo a Salomón.
Le prometió una señal decisiva. El primer ser con el que se encontrara le daría la esperada respuesta. Entonces sabría si debía o no abandonar la edificación del templo.
El rey de Israel salió de la alcoba fúnebre y recorrió los pasillos desiertos y fríos del antiguo palacio. Impaciente por conocer el mensaje del señor de las nubes, no sufría por la falta de sol. ¿Sería hombre, animal, lluvia o viento, aquel primer ser? ¿Tendría que interrogar una piedra o el polvo del camino, que dirigirse a un mudo o a un pájaro? Un irresistible impulso obligó a Salomón a abandonar aquellos lugares. Pasando entre los dos guardias apostados a uno y otro lado de la escalera que llevaba al atrio, descubrió una silueta que abandonaba las últimas tinieblas y caminaba hacia la mansión real.
Con los brazos extendidos ante él, el caminante llevaba un cofre que ocultaba su rostro.
Él era el enviado de Yahvé.
Salomón corrió a su encuentro.
El hombre se detuvo en medio del atrio y dejó el cofre. Salomón le reconoció, pese a la penumbra que ocultaba sus rasgos.
—Maestre Hiram.
—Solicito audiencia, Majestad.
—¿A estas horas?
—Acabo de terminar el plano de los edificios que cubrirán la roca. Mostrároslo no admite dilación. El arquitecto abrió el cofre y sacó un papiro de unos cincuenta metros de largo, desenrollándolo en el atrio. Actuaba con precaución para que las hojas cosidas unas a otras se extendieran sin hacer dobleces.
La luz del amanecer crecía con los gestos del maestro de obras. Iluminó un detallado plano. En el interior de un vasto recinto rectangular, cuyos largos costados no eran paralelos, se habían previsto los emplazamientos de un palacio, una sala del trono, una sala de columnas, un tesoro y un gran templo. Cada línea tenía cotas que indicaban una proporción. Cada parte del plano estaba unida a los demás dispositivos arquitectónicos con trazos que formaban una gigantesca estrella.
Salomón sintió una armonía clara y estable a la vez, la de un ser humano cuya alma hubiera contemplado antes de que tomara la forma de un cuerpo. El dibujo no podía compararse a un simple diseño. Latía en él un corazón geométrico, indiferente a las vicisitudes humanas.
Dios le había contestado.
Durante más de una hora, hasta que el primer sol dispensó generosamente sus rayos, Salomón contempló el plano de la obra. Lo leyó con los ojos de un monarca, convirtió los trazos en piedra, imaginó el volumen. ¿En verdad la mano que había creado aquel esplendor era sólo la de un hombre? ¿Maestre Hiram no habría sido inspirado por el Único, aunque no creyera en Él?
El arquitecto no dio explicación alguna. Salomón no se rebajó a pedírsela. Le convocó en palacio a comienzos de la primera vela.
Hiram llegó con retraso. La limpieza de los útiles y la inspección de la obra habían exigido su presencia. Salomón no tuvo en cuenta la afrenta. Su huésped rechazó alimento y bebida.
—Vuestro plan me satisface. Llevadlo adelante. ¿Dónde pensáis conservar el precioso documento?
—En el taller del Trazo.
—Esa choza no conviene ya a vuestra dignidad. En adelante, os alojaréis en una de las alas del palacio. El plano de la obra estará seguro en el tesoro real.
—Me niego.
—¿Por qué?
—Lo que se refiere a la obra debe permanecer en la obra. Las comodidades de que dispongo me bastan.
Salomón se veía desafiado en su propia morada. El plano de la obra era prodigioso, pero su autor adquiría una magnitud que no se adecuaba a su primera función. La actitud de maestre Hiram corroboraba las suposiciones del sumo sacerdote.
—Como queráis —cedió Salomón.
En una aldea perdida en las montañas de Efraím, los jefes de las tribus de Manases y Efraím, varios religiosos tradicionalistas amigos del sumo sacerdote depuesto, Abiatar, y algunos jefes de milicias campesinas escuchaban el discurso de Jeroboam.
El gigante pelirrojo a quien Salomón había confiado el cuidado de organizar los trabajos forzosos, hablaba con pasión a una concurrencia atenta, oculta en la cima de una colina rocosa custodiada por vigías. El regalo de Jeroboam había impresionado a sus huéspedes: dos becerros de oro que recordaban las famosas fiestas durante las cuales los hebreos, lejos de Yahvé, se habían entregado a placeres prohibidos.
—¿Deseas abandonar el culto del dios único? —preguntó un sacerdote.
—Puesto que esa injusta potencia favorece los designios de un rey loco, ¿por qué seguir adorándola? —repuso Jeroboam—. Yahvé, antaño, nos guiaba a la guerra. Hoy, nuestro pueblo es cobarde y débil. El verdadero Yahvé no necesita un templo suntuoso. Le basta el Arca de la alianza. Es nómada, como vosotros y yo, ¡y está ávido de victorias! Salomón quiere obtener la unidad religiosa del reino para convertirse en sacerdote de un dios pacífico del que será el único confidente. Salomón es un faraón, no un rey de Israel. Arrebatará el poder a los jefes de las tribus, Eliminará a Sadoq como expulsó a Abiatar. Aumentará los impuestos, arruinará el país para alimentar ese maldito templo. No tenemos derecho a dejarle por más tiempo con las manos libres.
Las palabras de Jeroboam sembraron la turbación en las conciencias. El jefe de los trabajos forzosos, a quien Salomón había negado el título de maestro de obras, se tomaba la revancha.
Un servidor sacó de un tonel una mezcla de jugo de higos y de algarrobas, vertiéndolo en las copas ofrecidas a los miembros de la conspiración.
—¿Deseas ocupar el trono de Salomón? —preguntó el jefe de la tribu de Efraím.
La angulosa barbilla de Jeroboam se levantó. Por fin se abordaba el verdadero objeto de aquella reunión secreta.
Israel necesita un monarca fuerte y valeroso, no un poeta y un cobarde. La paz de Salomón conduce nuestro país a la ruina. Egipto nos invadirá a la primera ocasión. Conmigo, los soldados recuperarán la confianza y atacarán el imperio del mal.
Cuando se inició el debate, Jeroboam estaba seguro de haber ganado la partida. Quién podía no ver en él a un guerrero capaz de galvanizar las tropas ávidas de combate. El gigante pelirrojo respiró a pleno pulmón el aire de las montañas. Aquella provincia, como todas las demás, sería suya. Poseería esa tierra, le devolvería el orgullo de su proverbial valor.
Las deliberaciones fueron breves.
El jefe de la tribu de Efraím se dirigió a Jeroboam.
—Permaneceremos fieles a Salomón —anunció—. Olvidaremos tu discurso.
Los conspiradores bajaron por los senderos que llevaban a la llanura. Jeroboam aulló su furor. Derribó el tonel de un puntapié. Al verter el zumo que enrojeció el suelo, el gigante pelirrojo lanzó su maldición sobre los cobardes que le habían traicionado.