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En el lugar donde Jacob había luchado con el Ángel, centenares de trabajadores manejaban moldes para metales y hacían funcionar enormes fuelles que atizaban el fuego de los hornos. Cada semana se entregaban enormes cantidades de leña. Las primeras coladas de bronce, puestas en manos de los escultores conducidos por Hiram, se convirtieron en una pareja de leones. Hiram asistió a todas las etapas de la creación de aquellos animales que adornarían los alrededores del templo, como velaban por las calzadas que ascendían del valle del Nilo a los santuarios secretos.

El maestro de obras realizaba numerosas idas y venidas entre las fundiciones a orillas del Jordán y las canteras próximas a Jerusalén. Los bloques que debían desprenderse eran señalados con un signo de cantero egipcio, cercano a la cruz ansada. Hiram había enseñado a los aprendices cómo extraer bloques excavando a su alrededor dos surcos lo bastante amplios y profundos para hundir en ellos cuñas de madera dispuestas a intervalos regulares. Lo esencial era elegir la capa de la que dependería la solidez de la construcción. Canteros y talladores de piedra, tras haber maltratado el oficio y estropeado algunos útiles, trabajaban con mano cada vez más segura. Extraían las piedras capa a capa, tallando los bloques sin provocar fragmentaciones.

Cuando se irguieron las primeras columnas de cobre y calcáreo, Hiram supo que sus aprendices habían asimilado los preceptos elementales del arte de construir. Convocó, pues, a los mejores en el taller del Trazo, donde les inició en la ciencia de los compañeros que les permitiría levantar muros y repartir en ellos, con armonía, los bloques correctamente tallados. Vistiendo un delantal de cuero blanco, cuidadosamente limpiado al final de cada jornada de trabajo, los adeptos juraron no revelar nada a los aprendices ni a los profanos. Convirtiéndose en depositarios de una antigua sabiduría, la de transformar los planos en volúmenes, comenzaban a reinar sobre la materia en cuyo corazón se ocultaba el espíritu. En la sala de las pruebas, siempre sumida en la penumbra, Hiram trazó un doble cuadrado. Unió dos de sus ángulos por medio de una diagonal. Así manifestaba el espacio donde se inscribía la proporción divina, aquel Número surgido del oro que los arquitectos egipcios consideraban el más inmenso de los tesoros. Ante los maravillados ojos de los nuevos compañeros, Hiram desplegó los mundos del cubo, de los poliedros, de la espiral, de la estrella de los sabios cuyas puntas llameaban y que indicaba el camino al viajero perdido en las tinieblas. Les enseñó cómo resolver la cuadratura del círculo, percibir la ley de las proporciones sin cálculo, manejar el tendel de trece nudos, dándole a veces la forma de una escuadra y otras la de un compás. Les transmitió el conocimiento de las eternas formas de la vida, inscritas en el universo y que ellos integrarían en el cuerpo del templo para asegurarle un armonioso crecimiento.

Al cabo de cinco días y cinco noches de enseñanza, los compañeros estaban llenos de un saber que superaba su entendimiento, pero sentían hacia maestre Hiram un agradecimiento que no podía expresarse con palabra alguna. La fraternidad que les unía a él tenía el fulgor de un sol de estío.

El arquitecto avanzaba paso a paso por el camino. Desarrollar las obras, construir los hombres, preparar el nacimiento del edificio eran etapas del plan de obra cuyo dominio debía mantener en cualquier circunstancia. Deseaba no haberse equivocado otorgando su confianza a los compañeros. Pero ¿quién podía presumir de conocer el corazón de los hombres tan profundamente como el de las piedras?

Los jornaleros alistados en el trabajo forzoso recibían su paga al final de cada semana de trabajo. No sucedía lo mismo con los compañeros y los aprendices, gratificados con un salario en la fiesta de la nueva luna, en el interior del recinto, ante la cerrada puerta del taller del Trazo. Los aprendices formaban una primera columna silenciosa, los compañeros la segunda. Uno a uno, se presentaban ante Hiram y murmuraban a su oído la contraseña correspondiente a su grado. El maestro de obras la cambiaba varias veces al mes, desalentando así cualquier tentativa de fraude. Los pagaba con monedas de oro y de plata sacadas de los cofres que la guardia personal de Salomón depositaba en la obra.

Hiram quería realizar personalmente esta tarea, para que no se cometieran injusticias ni exacciones. En efecto, cada miembro de la cofradía recibía una suma distinta, correspondiente a la calidad y a la intensidad del trabajo realizado durante una luna. Quien se sintiera perjudicado tenía derecho a protestar ante el arquitecto.

Cuando esa ceremonia terminaba, Hiram, con una antorcha en la mano, descendía hasta lo más oscuro de la cantera. Allí estaba tallando, personalmente, una sala subterránea en el interior de la roca. Trabajando hasta el agotamiento, no permitía a nadie entrar en aquel lugar secreto cuyo destino sólo él conocía.

¿Cuándo podría utilizarla?

Nagsara se puso un vestido de un amarillo pálido, adamado con un cinturón dorado que ponía de relieve la finura de su talle. Se había pintado de un suave naranja las uñas de las manos. Calzaba sandalias de cuero blanco, de elegantes tiras, y con la suela de corteza de palmera. Del vestido pendían cintas de seda. La soberana llevaba en las muñecas brazaletes de oro y en los dedos anillos de plata maciza.

Así ataviada, la reina de Israel salió de palacio a mediodía. Los servidores se acercaron corriendo ofreciéndole una silla de manos que Nagsara rechazó. Apartó a los guardias responsables de su seguridad, exigiendo permanecer sola.

El sol la deslumbró. Avanzaba sin prisas por el pendiente camino que llegaba a la barrera que impedía el acceso a la amplia vía que llevaba a la roca, reservada para el transporte de materiales. En aquel día de sabbat, nadie trabajaba. Un aprendiz de escultor y un soldado designado por Banaias, sentados junto a un bloque de calcáreo, impedían que nadie pasara.

—Apartaos —ordenó Nagsara.

El soldado y el obrero se levantaron. El primero había reconocido a la reina.

—Perdónenos Vuestra Majestad… Es imposible.

—¿Deseáis morir por haber injuriado a vuestra soberana?

El aprendiz se marchó corriendo. El militar cedió ante la decisión de Nagsara. ¿Cómo las consignas dadas por Salomón podían aplicarse a su esposa? Nagsara descubrió la vasta plataforma enrasada. La roca había aceptado aquella primera domesticación. Pero no había rastros de cimiento. Sólo la piedra desnuda, aplastada por la luz. ¿El arquitecto tenía realmente la intención de construir un templo? ¿No estaría engañando a Salomón, anunciándole maravillas que era incapaz de realizar? Había colmado el barranco, ciertamente, pero aquello estaba al alcance de un hábil capataz. La duda heló el corazón de la joven. ¿No estaría su marido metiéndose en un callejón sin salida, cegado por una vanidad a la que creía voluntad divina? No importaba, Salomón actuaría según sus deseos. Los de Nagsara no se orientaban al santuario de Yahvé. Sólo deseaba la felicidad del rey, que su radiante rostro iluminara el tranquilo curso de los años que ella pasaría a su lado.

Una mujer de Egipto, instruida por los magos, no permanecía pasiva ante un destino que la contrariaba. Cambiaría su naturaleza. Aceptar la fatalidad hubiera sido estúpido y cobarde. Nagsara debía asfixiar aquel templo antes de que naciera, apartar a Salomón de aquella obsesión y recuperarlo para si. Con el juego de su cuerpo y el fervor de sus pasiones, sabría retenerle.

Avanzando hasta el extremo de la roca, del lado opuesto a la ciudad de David, Nagsara contempló, a su derecha, el valle del Cedrón y, en lontananza, las llanuras de Samaría La belleza de la primavera de Israel le hizo añorar la de Egipto. En aquella época, la joven princesa solía pasear en barca por los canales de Tanis, flanqueados de tamariscos. Ella misma manejaba el remo y se divertía persiguiendo las familias de patos. Por la noche, en los pabellones erigidos en los islotes, escuchaba los conciertos de flauta y arpa que daban los músicos de la corte.

Aquí, en esta silvestre soledad, la música de la naturaleza sonaba con rudeza. Israel era un país demasiado joven, carecía de aquella madurez que confería una sabiduría arrugada por los siglos. Los hebreos poseían el ardor de un pueblo inexperto, ignorando todavía la serena actitud de los viejos escribas de redondeado vientre, que desplegaban sobre sus rodillas los papiros donde vivían inmortales palabras. El fracaso de la obra de Hiram le enseñaría humildad.

Un bloque que sobresalía claramente por encima del vacío, llamó la atención de la reina. Llevaba una marca de cantero parecida al signo de la cruz ansada. Un obrero que había estado en Egipto, sin duda. En aquel lugar habría podido esperarse, más bien, el signo de Salomón, los dos triángulos entrecruzados que aseguraban la perennidad de una obra. Solo las cofradías conocían su propio lenguaje. Pero carecería de fuerza si se oponía a los hechizos de una reina.

Nagsara se quitó brazaletes y anillos. Los depositó en círculo, ante ella. Luego desató sus sandalias y se desciñó el cinturón, formando una segunda circunferencia que englobaba la primera. Arrodillándose, abrió sus brazos y dirigió una invocación a los vientos de los cuatro puntos del espacio, para que desintegraran la roca y la condenaran a permanecer estéril. Como ofrenda, lanzó las joyas al vacío Para sellar el hechizo pronunciado, anudó lazos y cinturones, creando una cuerda que unía su pensamiento a la diosa Sekhmet.

Vana hazaña si Salomón permanecía lejos de ella. Nagsara conocía el precio de su acto. Entregaba varios años de existencia a la terrorífica leona, a Sekhmet, ávida de sangre. Pero ¿podía una anciana atraer el amor de Salomón? ¿No era mejor una vida breve y ardiente, consumida por el fuego de un amor enloquecido?

Nagsara se quitó su vestido amarillo. Lo tendió sobre la cuerda de los sortilegios. Desnuda, abandonada al sol, sólo debía ya derramar su sangre.

Sus dedos acariciaron el puñal con empuñadura de plata proveniente del tesoro de Tanis. Había pensado utilizarlo para defenderse de los asaltos de un rey horrible al que habría detestado. Y ahora se convertía en instrumento de amor, en trazo de luz ensangrentada.

Nagsara no soportaba ya llevar escrito en sus carnes el nombre de Hiram. Atravesándolo con una hoja, transformando las letras en lagrimas rojas, se liberaría del maleficio que impedía a Salomón amarla.

Golpeo.

El puñal pareció negarse La hoja resbalo sobre la piel, trazando un ardiente surco. Una niebla ocre turbo la visión de la reina.

Escucho su nombre. Alguien, al otro extremo de la roca, estaba llamándola. Alguien suplicaba que no se matara.

Tenía tiempo todavía de ser la víctima a la que Salomón amaría tiernamente, pero temblaba. La niebla se hacía más densa. Una mano tomo su muñeca y la forzó a soltar el arma.

Hiram recogió el vestido amarillo y cubrió a Nagsara. Con el pie, lanzó la cuerda al abismo.

—No —protestó débilmente la reina—. No tenéis derecho.

—Nadie impedirá el nacimiento del templo. Sólo la voluntad celeste podría ser más fuerte que la mía. Destruiré los maleficios.

La reina inclino hacia atrás su cuello, absorbiendo de nuevo una vida que, antaño, huía de ella.

—¿Quién sois, maestre Hiram? ¿Por qué grabáis un signo egipcio en las piedras que cimentaran el templo?

—No hubierais tenido que ver esta marca, Majestad.

—¿No debe un arquitecto afrontar la realidad? Y si fuerais un traidor, si engañarais a Salomón.

—Venid, Majestad, estas pruebas os han agotado.

—¿Os negáis a contestar?

—No me importa lo que piensen de mí.

La sangre empapaba la fina tela amarilla. La niebla que oscurecía la vista de la joven se hacía más densa. Ya no veía a Hiram. El abismo estaba tan próximo, era tan atractivo. Recurriendo a las últimas fuerzas de su cuerpo, Nagsara sólo debía dar unos pasos para olvidar cualquier angustia.

—Sois egipcia —recordó el maestro de obras—. Os está prohibido daros muerte. Actuando así, destruiríais vuestra alma y perderíais para siempre el amor de Salomón.

—¿Cómo, cómo os atrevéis?

Hiram sostuvo a la reina, ayudándole a caminar.

—Debemos curar vuestra herida, Majestad.

El contacto con aquel hombre de majestuosa fuerza la turbó. Su malestar desapareció. El sol volvía a lucir.

—Quiero saber, maestro de obras, quiero saber por qué.

—Somos juguetes de lo invisible. Lo demás es sólo silencio.

Hiram acompañó a Nagsara a palacio. Una extraña paz la había invadido. El ardor de la herida había cesado. Pero el misterio permanecía, insoportable. El arquitecto le pareció próximo y lejano a la vez, tierno e insensible. ¿De qué magia era hijo?