La luna llena del equinoccio de primavera había abierto, como cada año, las fiestas de la Pascua. Más de cien mil hombres procedentes de las provincias habían abandonado ciudades y pueblos para dirigirse a Jerusalén y ver la obra del famoso maestre Hiram. Invadiendo calles y callejas, los peregrinos lanzaban una distraída mirada hacia las gruesas murallas y el viejo palacio de David. La roca, la nueva vía de acceso, el campamento de tiendas y la empalizada que aislaba a los calificados artesanos del mundo exterior excitaban su curiosidad.
Circulaban mil y un rumores. Cada uno de ellos sabía más que su vecino, conocía parte del plan secreto del arquitecto, describía el futuro edificio y los misteriosos ritos que se practicaban en el interior del recinto. No había un solo curioso que no conociera los designios de Salomón, ni un solo paseante que no fuera amigo de un discípulo de maestre Hiram que le había revelado las claves de numerosos enigmas. Olvidaban que la Pascua celebraba la hazaña de Moisés al arrancar su pueblo de la persecución y sacarlo de Egipto. Ya no pensaban en la presencia del Ángel exterminador que amenazaba a los impíos. ¿Acaso el país entero no se identificaba con un templo invisible todavía, el más bello y grandioso que un rey había concebido nunca?
Las plegarias ascendieron a Yahvé. Los corderos fueron degollados, su sangre salpicó las puertas de las casas, hedores de carne quemada llenaron la capital. «Bendito sea, por su bondad, el nombre del Señor», cantaron los creyentes durante el banquete, «que la gloria sea Suya y no nuestra».
La reina Nagsara, débil todavía, sólo asistió al inicio de las ceremonias. Cuanto más avanzaban, menos alegría reinaba.
Una horrible noticia había corrido con la rapidez del lebrel de Egipto: maestre Hiram renunciaba a construir el templo de Dios. De hecho, Salomón presidía solo la fiesta cuando todos esperaban ver a su lado al arquitecto. Se buscaba a Hiram por todas partes. Nadie le había visto, cuando, durante la Pascua, la obra estaba cerrada. Los obreros confirmaron que no se ocultaba en el taller del Trazo.
La radiante cara del sumo sacerdote, a quien el rey honró de acuerdo con la costumbre, confirmó los peores temores. Pueblo bajo y nobles conocían el odio que Sadoq sentía contra maestre Hiram. Sin duda había conseguido que se fuera. Sin querer reconocer su derrota, Salomón la disimulaba con el silencio. Los empleados en el trabajo forzoso serían despedidos uno tras otro, los artesanos regresarían a sus provincias, dentro de unos meses desmontarían la empalizada o dejarían que se pudriera sin tocarla. La roca, en su desnudez, seguiría burlándose de Jerusalén.
Cuando las copas de libación circularon, pasando de mano en mano, no cabía ya duda: maestre Hiram había abandonado la obra, cediendo ante las amenazas de los sacerdotes. Sin duda había regresado a Tiro.
Los profetas, al predecir que ningún monarca modificaría la ciudad de David, habían acertado.
El antiguo triunfaba.
Hiram, avanzando por un campo blanqueado por la cosecha, probó una espiga de cebada ya madura. Cerca de allí, los campesinos manejaban sus hoces cuyas dentadas hojas segaban los altos tallos. Los agavilladores ataban los haces, abandonando aquellos que iban a recoger los pobres cuyo dominio se limitaba a los sembrados.
Anup trotaba ante Hiram, venteando el luminoso aire de la primavera. Al extremo del campo, una era pacientemente apisonada por los bueyes recibía las primeras espigas. Dispuesta sobre un promontorio expuesto a los vientos, era visible desde lejos. Algunos campesinos preparaban el trillo provisto de puntas que les serviría para desgranar, dejando tras su paso una dorada masa de granos, pacas y paja. Los aventadores aguzaban las puntas de sus horquillas antes de lanzar la mezcla al aire, confiando a la brisa la tarea de selección. La paja volaría a lo lejos, en la era se amontonaría el grano purificado por el espíritu del viento. Los granjeros lo almacenarían bajo sus techos, al abrigo de lluvias y ladrones, de bestias o merodeadores.
Precedido por su perro, el maestro de obras dejó atrás la era donde los días eran siempre iguales. Cruzó el jardín, lleno de flores silvestres, ante el umbral de la casita donde vivía desde hacía varios días. En el sótano excavado junto a la vivienda, tomó un odre de agua fresca y vino. Luego, en un horno al aire libre, asó unos granos de trigo, preparó pasteles de flor de harina perfumados con comino y buñuelos de miel. Anup bebió y comió vorazmente. Hiram se sentó bajo la higuera para saborear su condumio.
En Jerusalén se le hacían las peores acusaciones. ¿No era un cobarde y un fugitivo? ¿Acaso no había traicionado a Salomón? ¿No aguantaba el desprecio de los abandonados obreros, cruelmente decepcionados por aquel a quien habían considerado un padre? La veneración que habían sentido por el maestro de obras se transformaba en asco. Su fama se apagaba para siempre.
Anup ladró, avisando a Hiram de la llegada de un chamarilero que tiraba de un asno cargado de alfombras, túnicas y vajillas. Casi calvo, con los miembros muy delgados y el habla ronca, el vendedor ambulante iba de aldea en aldea.
—¿Qué os hace falta, señor?
—Sigue tu camino —dijo Hiram.
El chamarilero tenía buen ojo. Si aquel hombre no era un cliente, necesitaba al menos sus habilidades.
—¡Soy también barbero, el mejor de Israel! Corto los cabellos, los perfumo y recorto la barba. Por lo que a vos respecta, señor, he llegado a tiempo. Mañana no pareceríais ya un ser humano.
Hiram sonrió y se puso en manos del barbero.
—¿Vivís solo aquí?
—El silencio es mi único amigo —repuso Hiram.
El barbero, para quien la conversación era, sin embargo, la golosina preferida, contuvo su lengua. Advirtió en aquel hombre tranquilo una fuerza peligrosa que mejor era no despertar. Se concentró, pues, en su trabajo.
—Hace mucho tiempo que no voy a Jerusalén —dijo Hiram—. ¿Qué ocurre en la capital?
—¡Un terrible escándalo! El arquitecto del templo ha abandonado la obra. Ha regresado a Tiro, su patria de origen, pues es incapaz de trazar unos planos que se adecuen a los deseos de Salomón. El rey ha renunciado a sus proyectos. Los sacerdotes están contentos y son más poderosos que ayer. Salomón es sólo un prisionero entre sus manos.
—¿Qué piensas tú de Hiram?
—Es un extranjero: el destino de Israel no le importa. Y además, ¿de qué serviría un nuevo templo?
Cuando el sol se estaba poniendo y un nuevo día nacía con la aparición de las estrellas, Hiram dirigió una plegaria de Egipto a la luz que nimbaba la santidad de la noche. Encendió una lámpara de aceite cuyo fulgor anaranjado respondió a otras claridades, que nacían de casa en casa y formaban una inmensa cadena, vencedora de las tinieblas. Sentado en la terraza de su provisional vivienda, el arquitecto contempló la Polar por la que pasaba el eje del mundo, a cuyo alrededor giraban los infatigables planetas. De la tierra caliente ascendía un aroma a tomillo y flores silvestres, poblando la paz que se vestía con el lapislázuli de un cielo inmenso. ¡Qué amargura debía de sentir Jerusalén, creyéndose engañada por un maestro de obras infiel!
Hiram degustaba la sublime quietud de un crepúsculo al que, sin embargo, faltaba el brillo de las aguas del Nilo, la majestad de los templos erigidos por los antepasados, el misterio del desierto donde nacían las purificadas líneas de los futuros monumentos. La tentación de una verdadera fuga oprimió el alma de Hiram. Era la serena riqueza de aquellos monumentos lo que deseaba, y no la encarnizada lucha que se había iniciado en la ciudad de Salomón. Dejar sus útiles, olvidar el plan de la obra, emprender el camino que conducía a Egipto, la tierra amada por los dioses…
Hiram cruzó un brazo de agua en el que se había construido una pequeña presa. Inspirándose en los métodos inventados por los faraones, los campesinos hebreos habían implantado una red de canales de riego eficaces contra la sequía. Allí, en la frontera de Samaría, al norte de Jerusalén, en la confluencia del Yabboq y el Jordán, el arquitecto había hallado lo que había venido a buscar. La misión confiada por Salomón debía realizarse en el más absoluto secreto. Por lo tanto, el maestro de obras, saliendo a pie durante la noche, sólo se había llevado su perro.
Los sacerdotes celebraban la huida de Hiram. Aquella ilusoria victoria calmaba su rabia y debilitaba su vigilancia. Salomón prefería no chocar frontalmente con Sadoq. El plan de obra de Hiram había llegado a uno de sus más delicados puntos y el rey le había pedido que actuara con la mayor discreción para que ningún manejo de la casta eclesiástica pudiera impedir su acción.
El caótico terreno que Hiram examinaba ocultaba una mina de cobre mencionada por viejos textos que habían escrito los geógrafos. Ofrecía, sobre todo, un lugar perfecto para fundir el bronce. La arcilla proporcionaría excelentes moldes. Los obreros dispondrían de toda el agua que quisieran. El viento bastaría para el tiro de sus pequeños hornos, cuyo uso estaría reservado a artesanos especializados. El bronce correría por canales de arena, bajo los cadenciosos golpes de los martillos. ¿Quién sino Hathor, dama de la turquesa, enseñaba el arte de los fundidores?
Pero el maestro de obras se enfrentaba a una dificultad: el terreno pertenecía a un campesino cuya esposa era hija de un sacerdote de la tribu de Sadoq. Una intervención autoritaria por parte del rey hubiera producido la ira del gran sacerdote y su recurso al tribunal, lo que habría retrasado la buena marcha de los trabajos. Hiram se había comprometido, pues, a concluir el asunto por medio de una compra con todos los requisitos.
El campesino estaba labrando un pedazo de tierra. El olor de los terrones, de pesado y tranquilizador perfume, encantaba su nariz. Cuando vio a Hiram, dejó de trabajar.
El maestro de obras depositó en una piedra plana una bolsa con varios siclos de plata y un contrato. La suma era muy superior al valor del terreno.
El campesino, sin precipitarse, se dirigió a su granja y regresó con una balanza de fiel y unas pesas de basalto. Un objeto precioso que le permitía efectuar con toda seguridad las transacciones más arduas. Leyó el contrato, redactado en sencillos términos, y pesó las monedas de plata, verificando su validez. Satisfecho, se quitó las sandalias y las tendió al comprador. En adelante, no seguiría hollando como propietario la tierra que le ofrecía una inesperada riqueza.
El campesino desapareció. No se había pronunciado ni una sola palabra. Hiram acababa de adquirir el lugar donde se instalarían las fundiciones del templo.