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Sadoq estaba radiante. Arrojó al enlosado de la sala de audiencias una docena de amuletos que representaban estrellas, ibis simbolizando el dios Thot, collares de fecundidad, ojos mágicos, serpientes de plata, hipopótamos de lapislázuli.

—He aquí, rey de Israel, lo que hemos descubierto en la obra de maestre Hiram. Estas monstruosas figuritas demuestran que hay idólatras entre los obreros. El responsable debe ser castigado.

Salomón comprendía muy bien. El sumo sacerdote quería atacarle a través de la persona de su maestro de obras.

—¿Te atreves a nombrarlo, Sadoq?

—Caleb el cojo, el criado de Hiram. Los amuletos estaban ocultos en la paja de su yacija.

—¿Y el autor del hallazgo?

—Me avisó un obrero fiel a Yahvé.

—Una denuncia…

—Un acto de valor, Majestad.

—¿Reconoce Caleb ser el dueño de esos objetos?

—No deja de insultar a los sacerdotes que lo tienen custodiado.

—¿Están los sacerdotes convirtiéndose en policías?

—Velan por la salvaguardia de Israel. Exigen que se haga justicia y que la ley de Yahvé reine sin competencia.

Un trono de madera decorado con láminas de oro fue llevado a la puerta de la obra. Salomón se sentó en él, rodeado de una cohorte de sacerdotes. Sadoq había propagado la noticia: había paganos empleados en la construcción del santuario de Yahvé, mancillando el templo del dios único. Debía interrumpirse una empresa que se había convertido en satánica o condenar a severas penas. Los religiosos exigían que se azotara a los culpables con zurriagos de cuero, que se quemaran sus pies y sus manos. Los más extremistas querían arrojarlos desde lo alto de la roca.

Salomón se mostraba huraño. Sadoq estaba haciendo un juego destructor cuyo resultado sería el abandono del proyecto al que el rey había consagrado su existencia. Pronunciada contra Caleb, fuera o no culpable, la condena descalificaría a Hiram ante sus obreros. Todos sabrían que Hiram había favorecido a un idólatra. Hiram se vería salpicado por el escándalo, Salomón ridiculizado… Ésos eran los objetivos perseguidos por el sumo sacerdote. Y el soberano no tenía derecho a evitarlo; debía hacer justicia en función de los hechos.

Un inquietante rumor aumentaba los temores del rey: Hiram se había negado a permitir el paso a la guardia. Banaias se alegraba. Correr al asalto, derribar la empalizada, exterminar a aquellos pordioseros y humillar la soberbia del maestro de obras serían hazañas de las que se hablaría mucho en Jerusalén.

Salomón había caído en la trampa. Aunque la cofradía defendiera su derecho, aunque estuviera convencido de que Sadoq había montado una maquinación, no podía tolerar que su autoridad fuera discutida. Si la puerta de la obra no se abría, se vería obligado a actuar con violencia.

Un sabor amargo llenó la boca de Salomón. ¿Por qué los humanos se encerraban sin cesar en el pasado, por qué se asían a irrisorios privilegios, olvidando que la celebración presente de la grandeza divina era condición indispensable para su salvación? ¿Tenía que resignarse a la pequeñez, a las intrigas de palacio, a la división de las provincias, a las querellas intestinas y a las estúpidas guerras en las que sólo el sufrimiento vencía? Salomón tomaba conciencia de la fragilidad de un trono que muchos creían inquebrantable. Los sacerdotes de Israel conspiraban, instalando un Estado en el Estado que el rey quería desmantelar creando un nuevo templo, una nueva jerarquía religiosa, un nuevo impulso de todo el pueblo hacia lo sagrado. Sadoq, acostumbrado a las sutilezas del poder, fortalecido por su envidiado cargo, había advertido las intenciones del monarca e inventado un modo de frenarlas.

—¡Abrid en nombre del rey! —ordenó Banaias.

La guardia se había desplegado a uno y otro lado del único acceso a la obra. Las lanzas se levantaron. La rabia de los sacerdotes se encendió. Sadoq sonreía. La irrupción de aquel maldito trabajo bien valía algunos cadáveres. Israel conocería la voluntad de Dios y sabría que un rey, aunque se llamara Salomón, no gobernaba sin el consentimiento del sumo sacerdote.

El monarca vaciló antes de ordenar el asalto. Destruiría la esperanza de su reinado, lo reduciría a una irrisoria huella en la historia de los hombres. La cima permanecía desierta, hostil fortaleza que desafiaba a un joven rey que había creído en la protección del Señor. Salomón estaba seguro de que Hiram no cedería ante el peligro. Organizaría a sus obreros y preferiría lanzarlos a una insensata resistencia antes que quedar en ridículo.

Banaias miró a Salomón. Este se veía condenado a intervenir. Aplazarlo más arruinaría su prestigio.

La puerta del recinto se abrió lentamente.

Apareció Hiram, con el torso desnudo, con un largo delantal de cuero ceñido a su cintura y un pesado mazo en la mano derecha.

—¿Quién se atreve a turbar mis trabajos?

—¿No me reconoces? —preguntó Banaias—. Soy el jefe de la guardia real Vengo a detener a tu impío servidor.

—Cruzado este umbral, no eres nadie. En la obra del templo sólo reina la ley de los constructores.

Banaias desenfundó la espada. El arquitecto no manifestó el menor temor. Sus dedos apretaron el mango del mazo.

—Caleb el cojo está acusado de ocultar amuletos sacrílegos. Este crimen es una injuria a Yahvé. Merece un castigo ejemplar.

—¿Quién acusa?

Sadoq indico por señas a un sacerdote que saliera de la fila.

—Yo —dijo malhumorado.

—Tu no eres obrero. ¿Cómo entraste en la obra?

El sacerdote pareció molesto.

—No importa —estimó Sadoq.

—Muy al contrario —afirmó Hiram—. ¿Cómo juzgar sin conocer toda la verdad?

—Habla, sumo sacerdote —exigió Salomón.

—Nadie puede poner en duda la palabra de un servidor de Yahvé. Este sacerdote consiguió introducirse en la obra y obtener la prueba del sacrilegio. El arquitecto intenta demorar la sentencia de Salomón.

—Mentira —afirmó Hiram—. Nadie cruza la puerta de la obra sin el permiso del guardián del umbral. Que comparezca ante esta asamblea.

—Es inútil —protestó el sumo sacerdote.

—Así sea —dijo Salomón.

El guardián del umbral, un hombre de edad con una pronunciada mandíbula, se adelantó con paso vacilante.

—¿Dejaste entrar a este sacerdote? —interrogó Hiram.

El guardián del umbral se postró a los pies del maestro de obras.

—Acepté el siclo de plata que me ofreció. No estuvo mucho tiempo fue la noche pasada.

—¡Qué importa! —interrumpió Sadoq— ¡los amuletos existen!

Hiram avanzó hasta el pie del trono.

—¿Qué juez aceptaría una prueba obtenida por corrupción?

Sadoq se interpuso.

—Majestad, no vais a escuchar.

—Basta —concluyó Salomón—. El rey de Israel no mancillará la justicia de la que es garante. El proceso no puede celebrarse. Quienes han intentado comprometerme se arrepentirán.

El sumo sacerdote no se atrevió a contradecir la sentencia del soberano.

—Son deplorables acontecimientos —prosiguió el rey—. No volverán a repetirse. A quien cruce la puerta de la obra sin autorización de maestre Hiram se le cortará el pie.

La palabra del rey era ley.

Desde el jardín donde descansaba, Nagsara oía los ruidos procedentes de la ciudad baja y del inmenso campamento de tiendas ocupado por los centenares de hombres alistados para el trabajo forzoso. Fuera de peligro, la reina se recuperaba lentamente de sus heridas. A medida que su convalecencia iba avanzando, Salomón espaciaba sus visitas. La vida era más amarga que el sufrimiento. La fuerza que regresaba a sus miembros la alejaba de su señor. Como todo Israel, Salomón sólo se preocupaba del futuro templo, olvidando el amor de una joven egipcia de ojos enfebrecidos.

Sin embargo, Nagsara estaba segura de que la pasión no había desaparecido de las entrañas de Salomón. Seguiría luchando contra aquel rival de creciente poder, aquel santuario de un dios celoso de su soledad. Ella, una extranjera, frente al símbolo de la gloria de Israel. Ella, un ser de carne, oponiéndose a un cuerpo de piedra.

Nagsara había interrogado vanas veces la llama para conocer su propio destino. Pero sólo había descubierto sombras inciertas, como si la diosa Hathor se negara a darle la llave del porvenir. La reina no se resignaría.

No permitiría que Salomón alcanzara las riberas de la indiferencia. Fuera cual fuese el precio, conquistaría a su rey en esta tierra y en el más allá.