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El aspecto de los terrenos que precedían las fortificaciones de Jerusalén se había modificado profundamente. Los campesinos que cuidaban pequeños huertos habían sido expulsados. Alababan a Salomón que les había atribuido granjas y campos en la campiña circundante. Con los talladores de madera, Hiram había edificado una alta empalizada que ocultaba a los profanos las obras del templo. Una sola puerta, custodiada noche y día, permitía el acceso. Cada trabajador recibía del propio Hiram una contraseña.

En el interior, el maestro de obras había hecho construir varios edificios de ladrillo: depósitos para útiles, dormitorios, refectorios, almacenes que contenían alimentos y ropas. El más importante era el taller del Trazo donde Hiram pasaba la mayor parte de su tiempo. Dos cajas de madera de pino contenían, una de ellas, ostraca, fragmentos de calcáreo en los que realizaba los dibujos preparatorios, y la otra rollos de papiro donde se trazarían los planos definitivos. El propio arquitecto cosía las hojas que iba enrollando alrededor de un cilindro para obtener un papiro de más de cincuenta metros de largo. Extendido en el suelo, contendría las estructuras de la Obra.

Desde el inicio efectivo del trabajo, Hiram había vuelto pocas veces a la gruta donde tan bien se sentía. Su perro, Anup, le festejaba y gemía cuando se marchaba. En cambio, el cojo Caleb perdía su jovialidad. Ciertamente, tener una yacija y techo, estar por fin al abrigo de la necesidad, era una apreciable ventaja. Pero añoraba la hermosa casa de Jerusalén y sus comodidades. No le gustaba demasiado verse obligado a alimentar el perro y velar por su salud. Pero temía la cólera de Hiram en caso de negligencia.

El maestro de obras trabajaba noches enteras, dibujando cien figuras y aceptando solo una o dos. Recuperaba la inagotable energía que debía presidir una creación. Hiram se identificaba con el futuro templo, preparaba su génesis como si fuera la de un ser vivo. Una extraña fiebre se había apoderado de él, abrasando la fatiga.

El alumno de los maestros de Karnak mesuraba la dificultad de su tarea dar a luz un santuario que sería el de Yahvé, pero cuya arquitectura y simbolismo desarrollarían los de los templos egipcios. Transcribir sin traicionar transmitir sin divulgar, encarnar el cielo en la tierra. La ambición era inmensa, el deber abrumador.

Concluía una nueva noche de labor. Esta vez, el agotamiento dominaba la mano de Hiram. Dejo su cálamo, limpió los cubiletes que contenían tinta negra y roja, enrollo un papiro y apiló los Ostraca tras haberlos numerado.

Al salir del taller del Trazo, contemplo las obras. Los distintos edificios estaban casi terminados. Los obreros dormían Hiram había sabido insuflarles su entusiasmo, darles la segundad de participar en una aventura que estaba fuera de lo común. En aquel lugar cerrado, protegido, reinaba una secreta armonía que aquellos duros hombres, aprendiendo a trabajar juntos, descubrían hora tras hora.

El maestro de obras cruzó el puesto de guardia donde acababa de efectuarse el relevo. Caminó hacia la base de la roca, levantando una vez más los ojos a la cima. La obra debía comenzar por arriba aunque la empresa pareciera irrealizable.

El galope de un caballo quebró el ligero aire del alba.

Jeroboam se detuvo a un metro del arquitecto y descabalgó. El coloso pelirrojo parecía furioso.

—El rey me ha confiado la responsabilidad de los trabajos forzosos —anunció—. Soy un fiel servidor. Obedeceré, pero rechazo vuestras órdenes.

—Imposible —estimó Hiram—. Los trabajos no dependen de una decisión arbitraria. Forman parte del plan de la obra. Salomón no puede haberos dicho lo contrario. Me daréis cuenta diariamente. Quiero saber el número exacto de hombres empleados y la naturaleza de su tarea. Un solo quebrantamiento de esta regla y seréis destituido.

Jeroboam, impresionado por la severidad de las palabras de Hiram, comprendió que el maestro de obras tomaba una estatura oficial que sería incómodo socavar. Las simples amenazas serían inoperantes.

—Sois un hombre autoritario, maestre Hiram.

—Mi función lo exige. ¿Estáis decidido realmente a servirme, también a mí, con la fidelidad que el rey exige?

—No lo dudéis —afirmó Jeroboam cuya rencorosa mirada desmentía sus palabras.

Salomón se preguntó por unos instantes si su maestro de obras no estaría sumiéndose en la demencia. El proyecto que le exponía, en la cima de la roca, desafiaba la razón.

—¿Estáis seguro de no correr a la catástrofe?

—Mis cálculos no pueden engañarme. Conseguiremos cubrir el barranco del Mello y cerrar la brecha que separa la ciudad de David del paraje donde se edificará el templo. Se creará así una suave pendiente que facilitará el transporte de los materiales y permitirá a la ciudad baja comunicarse con el nuevo centro de la capital.

El rey examinaba el plano que el arquitecto estaba trazando en la arena. La visión era tan sencilla como grandiosa. Se imponía, se hacía evidente. Como Salomón había presentido, el templo, con su sola presencia, modelaría una nueva Jerusalén, una villa celestial que las Escrituras habían prometido a los justos.

Hiram pensaba en los inmensos trabajos que habían preludiado el nacimiento de las pirámides de Gizeh: elección de vanas hectáreas de terreno elevado, apertura de gigantescas canteras, enrasamiento y nivelación de una meseta, puesta a punto de rampas de acceso y técnicas de elevación cuyo secreto no había sido divulgado, rigurosa organización de una obra donde trabajaban gran número de jornaleros y una pequeña cantidad de geómetras y talladores de piedra. Unir, por medio de un terraplén, un espolón rocoso y una colina habitada, le parecía una tarea casi fácil si se comparaba con aquellos antiguos prodigios.

—¿No arriesgaréis la vida de vuestros obreros?

El maestro de obras abrió unos ojos exasperados.

—No sospechéis nunca que soy capaz de tal bajeza. Si así fuera, abandonaría inmediatamente mi cargo. La segundad de los hombres que trabajan bajo mi dirección es lo más importante para mí, si puede imputárseme algún accidente, despedirme de inmediato.

Salomón lamentó haberle herido.

En la hora siguiente, Hiram reunió los centenares de obreros que habían llegado ya a la obra, cuyos anexos no dejaban de extenderse alrededor del núcleo principal y cuyo centro era el taller del Trazo. Algunos tenían experiencia, otros estaban en su primer trabajo. Hiram los encuadró utilizando a los técnicos que había formado en Eziongeber. Era todavía demasiado pronto para distribuirlos de acuerdo con los grandes rituales aplicados en Egipto. Dando cotidianamente sus directrices, Hiram ejercía una constante vigilancia. Separó a los valerosos de los perezosos, a los atentos de los negligentes, a los hábiles de los incapaces. Cerrar el barranco no exigía notable competencia pero sí una perfecta organización. Hiram nombró, pues, capataces capaces de hacer aplicar sus órdenes. Semanas más tarde, Jerusalén había cambiado de rostro. La roca no reinaba ya en un soberbio aislamiento. Se había hecho accesible gracias a una amplia pendiente que llegaba a las casas de la ciudad baja. Todos se sintieron orgullosos del resultado obtenido, sintiendo que el sueño de Salomón podía hacerse realidad. Al domeñar la roca salvaje, Hiram había modificado su naturaleza. El orgulloso pitón se convertía en la humilde plataforma del futuro santuario.

Salomón no había encontrado resistencia alguna. Ningún desfallecimiento se había producido. Ninguna protesta se levantaba del pueblo. Israel parecía transportado por una ola mágica que le llevaba hacia un nuevo horizonte, resplandeciente y grandioso. Mensajes de felicitación llegaban de las regiones vecinas. La paz deseada por Salomón iba consolidándose día tras día. El pacto de no-agresión con Egipto, la presencia de una hija del faraón en la corte de Israel disuadían a los agitadores de manifestarse.

¿Comenzaba una era de felicidad? ¿Se elevaría la ciudad santa en el punto culminante de Jerusalén? Una nueva fe hacía florecer los corazones. Si no hubiera sido impío venerar a un hombre como si fuera Dios, habrían dado gracias a Salomón.

Hiram permanecía en la sombra, sin tomar reposo ni permitirse distracción alguna. El trabajo le absorbía. Le era necesario progresar formando buenos obreros, con la esperanza de convertirles en artesanos de élite a los que pronto iba a necesitar. Aquí era imposible contar con aprendices pacientemente educados por los geómetras de los templos de Egipto. Hiram buscaba caracteres fuertes, equilibrados, receptivos. En pocos meses deberían aplicar una ciencia que, por lo general, los adeptos aprendían en varios años. Era el aspecto más inquietante de aquella loca empresa: confiar en el naciente genio de algunos, constituir una cofradía de compañeros en el propio lugar de su aprendizaje. ¡Cómo le habría gustado a Hiram contar con la ayuda de otros maestros de obra! Pero era pura utopía. La fraternidad de la piedra le había enseñado lo real. Soñar con ilusorias ayudas era una pérdida de tiempo.

El maestro de obras terminó de hacer una lista que comprendía unos cincuenta nombres. Los de los aprendices a quienes iniciaría en el conocimiento de las leyes de creación del tiempo, en el manejo de los útiles y la colocación de la piedra. Estaba leyéndola de nuevo cuando le llegaron los ecos de un altercado que tenía lugar en la única puerta del recinto.

Alguien intentaba forzar el acceso a la obra.

Hiram salió precipitadamente del taller del Trazo, convocó a unos obreros que estaban descansando y se dirigió hacia el guardián del umbral que estaba rechazando a un intruso.

Unos ladridos saludaron la llegada del maestro de obras. Hiram reconoció a su perro, que corrió hacia él abandonando a Caleb en manos de varios obreros. Las llamadas de socorro del cojo no fueron vanas. Hiram le salvó de las agresivas manos antes que lo maltrataran.

—¿Ignoras que el lugar está prohibido a los profanos?

—¡Dejadme hablar, príncipe! Vuestro perro ha entrado y…

Caleb se lanzó a una larga súplica en la que se quejaba de estar abandonado, de tener frío, de ser incapaz de cubrir sus necesidades, de estar cayendo en la miseria, de haber sido maldecido por el propio Yahvé.

Interrumpiendo aquel chorro de palabras, Hiram se lo llevó a un edificio cuya puerta estaba cerrada con llave. Abrió. Caleb vio una estancia dos veces más larga que ancha, iluminada por tres ventanas enrejadas.

—Si deseas entrar en la obra, tienes que sufrir una prueba. Aquí y ahora.

Caleb dio un paso hacia atrás.

—¿Correrá… peligro mi vida?

—Es peligroso —confesó Hiram.

—Pero ¿me ayudaréis a mí, a vuestro servidor?

—La regla de la obra me lo impide.

—¿Es indispensable esta… prueba?

—Indispensable.

Caleb recuperó el paso retrocedido.

—Prefiero no ver nada.

—Como quieras.

Hiram vendó los ojos del cojo.

—No te muevas —ordenó.

El maestro de obras penetró en la sala de las pruebas. En el centro colocó, uno sobre otro, dos bloques cúbicos. Luego apoyó en ellos una tabla larga y estrecha y regresó con Caleb.

—Toma mi mano —le recomendó—. No temas. Si eres valeroso, vivirás.

Caleb temblaba de los pies a la cabeza. Acentuando su cojera, avanzó. De pronto, tuvo la impresión de escalar una pendiente lisa y muy pronunciada. Hiram le soltó.

—¡Tengo miedo! —aulló.

—Sigue, no vuelvas atrás —recomendó Hiram.

Bajo el peso del hombre, la tabla cedió. Desequilibrado, Caleb lanzó un grito de desesperación y cayó hacia adelante, convencido de que iba a romperse los huesos.

Hiram sostuvo al cojo antes de que cayera al suelo. Hizo que se sentara, colocó las piedras y la tabla junto a una pared y le quitó la venda.

—Lo has conseguido. Ahora perteneces a la cofradía. Caleb recuperaba trabajosamente el aliento.

—Si hay otras pruebas como ésta, prefiero renunciar —dijo el cojo.

—Tranquilízate. Te destino a una misión precisa.

—¿Cuál?

—Serás mis ojos y mis oídos en la obra. Circularás por todas partes, observarás, escucharás. Tu memoria es excelente. No seas un delator. Olvida los elogios. Recuerda sólo las críticas y las insatisfacciones.

En la puerta de la sala de las pruebas, Anup, moviendo la cola en señal de júbilo, aguardaba a Hiram. Saltó en sus brazos. También él sabría acechar. Hiram no estaba solo por completo, podía contar con dos vigilantes.