25

La cólera de Salomón era tan terrible que Elihap, que creía gozar de la confianza de su señor, temió por su existencia. Jamás el rey de Israel había cedido a aquel quebranto del alma que los sabios condenaban. El monarca no dejaba de invocar a Yahvé como dios vengador y prometía castigar a los culpables de la desaparición de Hiram.

—No hay ningún culpable —protestó tímidamente el secretario cuando el rey pareció tranquilizarse.

—¿Hiram ha desaparecido y nadie es responsable? ¿Te burlas de mí, Elihap?

—Por orden vuestra, hice que Banaias y vuestros soldados de élite buscaran al maestro de obras Han registrado las casas, los sótanos, los talleres, los almacenes. No hay rastro de Hiram.

—¿Y la casa donde vivía?

—Vacía.

—¿Qué dicen los vecinos?

Elihap vaciló.

—Habla —exigió Salomón.

—Vieron entrar a unos sacerdotes y llevarse algunos objetos.

El tono helado de Salomón fue mucho más alarmante.

—Que el sumo sacerdote comparezca inmediatamente.

Elihap corrió a avisar a Sadoq.

Salomón recorría sin cesar su despacho de estrechas ventanas. ¿Qué ocurría en su capital? Hacía tres días ya que aguardaba la llegada de Hiram. El arquitecto no había dado señales de vida desde la ceremonia secreta de fundación del templo. La hipótesis de una precipitada partida era absurda. Con aquel acto ritual, Hiram había dado su palabra de llevar a cabo la empresa que Salomón deseaba. Y éste conocía a los hombres bastante como para estar convencido de que el maestro de obras no traicionaría su juramento.

Si no acudía a palacio es que algo se lo impedía. ¿Quién y de qué modo? A menos que hubiera ocurrido lo peor.

Salomón recibió al sumo sacerdote Sadoq en cuanto solicitó audiencia. Elihap estaba en una esquina de la estancia, provisto de una tablilla y un cálamo para tomar nota de la entrevista.

El rey desdeñó las reglas de la cortesía.

—¿Por qué han invadido tus sacerdotes la morada de mi maestro de obras?

Sadoq, vistiendo una túnica violeta de hermoso efecto, sonrió desdeñoso.

—Ese Hiram es un impío, Majestad. Practica la magia negra.

—¿Qué pruebas tienes?

—Al rey le bastará mi palabra. ¿No es preferible olvidar tan siniestras acciones? Lo esencial era alejar a ese hombre peligroso que habría apagado la gloria de Israel.

Salomón palideció.

—¿Qué has hecho contra Hiram?

—Nada, Majestad. Ese nigromante es un cobarde. Mi advertencia bastó para hacerle huir.

—Si has mentido, sumo sacerdote, te arrepentirás.

Sadoq, seguro de tener razón, se inclinó. El rey olvidaría enseguida. La obsesión que le turbaba el espíritu desaparecería. Hiram y el templo sólo serían ya un mal sueño.

Salomón bajó al pequeño jardín que su esposa había dispuesto al extremo de un ala del palacio. Tenía necesidad de respirar, de escapar a la tenaza que estaba destrozándole. Oponerse a los sacerdotes provocaría una rebelión subterránea que pondría en peligro su poder. Investigar sobre la desaparición de Hiram no le había procurado información alguna. ¿Se empeñaba Dios en impedir los planes de su rey?

Nagsara, sentada en engalanados almohadones entre dos cipreses enanos, tocaba un arpa portátil apoyada en su hombro izquierdo. Desde el oráculo, el rey compartía su lecho cada noche. Los hechizos de la diosa Hathor le habían devuelto a su mando.

El amor de Nagsara no dejaba de aumentar. A Salomón no le faltaba cualidad alguna. Belleza e inteligencia se habían aliado perfectamente en aquel monarca a quien su genio prometía el más alto destino. Nagsara estaba orgullosa de su esposo. Sabría ser una sierva abnegada, feliz de vivir a la sombra de un monarca favorecido por los dioses.

La contrariedad que su rostro revelaba provocó la de Nagsara. Dejó de tocar y se arrodilló ante él.

—¿Puedo aliviar vuestra pena, señor?

—¿Es tu magia capaz de encontrar a un hombre al que se cree perdido?

—Tal vez consultando la llama. Pero el ejercicio es difícil. Fracasa con frecuencia.

Nagsara llevó a Salomón hasta su alcoba y la dejó a oscuras.

—¿Poseéis un objeto que le pertenezca?

—No.

—En ese caso, llenad vuestro espíritu con sus rasgos. Vedle como si estuviera ante vos y, sobre todo, no lo perdáis ni un instante.

Nagsara encendió una lámpara. Miro fijamente la llama hasta quedar deslumbrada, casi ciega.

—Habla, diosa de oro, levanta el velo que pesa sobre mi mirada. No permitas que mi rey languidezca, no le tortures con tu silencio. Revélale el lugar donde se oculta el hombre al que busca, traza sus contornos en la llama.

Nagsara levanto sus manos en señal de suplica, antes de perder el conocimiento. Nunca diría a Salomón que aquellos viajes a un mundo poblado por fuerzas inmateriales le arrancaban vanos años de existencia. ¿Había felicidad más grande que sacrificarlos a quien amaba? Una curiosa forma se inscribió en la llama, que se había vuelto de una irreal blancura. Estaba hecha de espirales entrecruzadas. Luego, la imagen se simplifico dejando aparecer una especie de antro rocoso.

—Una gruta —reconoció Salomón.

Anup, con sus ladridos, avisó a Hiram y Caleb de la llegada del intruso. El cojo se lanzó hacia una estaca metálica y la empuñó con decisión.

—¡Os había avisado, príncipe! No nos dejarán en paz.

El arquitecto siguió puliendo la roca.

—¿Estáis aquí, maestre Hiram? —preguntó la voz ronca del general Banaias.

El arquitecto salió de la gruta que estaba arreglando en compañía de Caleb. Abierta en el flanco de una colina situada extra muros, tenía el aspecto de ser sana. El cojo había llevado mantas, útiles y alimentos. Hiram le había iniciado en el manejo del cincel y del pulidor. La mano de Caleb se había fatigado pronto. Prefería ejercer sus talentos de cocinero y de durmiente.

Hiram salió de la gruta. La luz le cegó por unos instantes.

Banaias, que había seguido las instrucciones de Salomón y exploraba las grutas de los alrededores, se sentía satisfecho de haber tenido éxito. Aunque detestara al extranjero, debía obediencia absoluta al rey.

El maestro de obras fue llevado a palacio bien custodiado. Salomón le recibió con entusiasmo.

—¿Por qué os ocultabais?

—Estaba haciendo habitable mi nuevo dominio. Nadie podrá reprocharme que acapare una casa de Jerusalén. Ningún sacerdote os acusará de haberme dado cobijo. ¿No es prudente?

Salomón no soportaba que su poder se viera limitado por una casta, aun que fuera intocable. Pero Hiram tenía razón. Residiendo fuera de la capital, seguía siendo un extranjero y no contrariaría a Sadoq.

—Esa gruta es indigna de vos.

—No me incomoda en absoluto estar en el corazón de la piedra.

—¿Por qué no me avisasteis?

—Cumpliré con mi deber. Pero no esperéis informes administrativos sobre mis actividades. Tenéis mi palabra. Pondré una última condición que la construcción del templo sea acompañada por la de un palacio. Si la gruta me parece adecuada, la pobre residencia del rey David es realmente indigna de Salomón.

No había adulación alguna en las declaraciones de Hiram que ampliaba más aún el proyecto inicial. ¿Acaso los grandes monarcas no asociaban su sede temporal a la morada divina? ¿No debía ser el palacio parte del templo, recordando al rey que cumplía la función de primer sacerdote de Dios?

—¿Me comunicaréis vuestros planos?

—No —repuso Hiram—. Deben permanecer secretos. El arte del Trazo es una ciencia reservada a los arquitectos.

—David no hubiera admitido tanta insolencia.

—Vos sois Salomón, yo un extranjero. No somos de la misma raza ni de la misma religión. Pero estamos asociados en la misma creación. Me comprometo a construir y a entregaros mi ciencia. Vos os comprometéis a proporcionarme los medios de hacerlo.

—Sea. ¿En cuánto tiempo estimáis la duración de la obra?

—Siete años al menos.

—He aquí mi propio plano, maestre Hiram. Sólo vos lo conoceréis.

Los dos hombres se encerraron todo el día en el despacho del rey, donde no fue admitido Elihap, el secretario.

Salomón había decidido orientar el conjunto de la sociedad israelita hacia la edificación del templo. Por medio de decretos, que aplicarían los prefectos de las regiones, labradores y ganaderos se pondrían al servicio de los obreros enviados a las obras del templo. Tendrían prioridad en la atribución de productos alimentarios. Los trabajadores de Eziongeber abandonarían el puerto en el más breve plazo posible para formar un primer cuerpo de jornaleros. Diez mil hebreos partirían hacia el Líbano donde recibirían los cargamentos de madera que cortarían los leñadores del rey de Tiro. Tras un mes de trabajo, durante el que efectuarían un penoso y peligroso transporte, Salomón les concedería dos meses de descanso.

El monarca había fijado los efectivos indispensables ochenta mil canteros, setenta mil porteadores, treinta mil artesanos trabajando permanentemente en la obra. Exigiría que, en el transcurso de un año, cada israelita participase de un modo u otro en la gran Obra. El templo sería la creación de todo un pueblo.

Aquella radical modificación de la economía implicaba la creación de nuevos impuestos y la organización de un trabajo forzoso impuesto como deber nacional. Que se produjera un levantamiento popular era un riesgo que debía correrse. El rey estaba seguro de dominarlo.

Hiram manifestó sus exigencias. Los vendedores de paño y los sastres deberían fabricar miles de delantales de tosca lana que los jornaleros se ceñirían a la cintura. Para los capataces, los curtidores prepararían delantales de cuero teñidos de rojo, de blanco para los compañeros y los aprendices. A los constructores se les proporcionarían esteras, tamices, estacas, mazos, azadas, palancas, moldes para ladrillos, hachas, azuelas, sierras, buriles. Los cinceles de cobre provendrían de los almacenes de Eziongeber. El propio Hiram elegiría a los canteros que extraerían, con el pico, los bloques de basalto y de calcáreo. Instruiría a los talladores de piedra que, hasta entonces, se limitaban a fabricar muelas o lagares. Los mejores, los que manejaban con habilidad el pulidor, habían edificado las casas de los ricos. Pero ninguno había sondeado nunca los misterios del arte del Trazo. Hiram convertiría a los cortadores de madera, que trabajaban por su cuenta en las aldeas, en carpinteros capaces de producir largas vigas y realizar complicadas estructuras. Debían formarse albañiles que no se limitaran a levantar muros de granja sino que manejaran el tendel, el nivel y la plomada para pasar del plano al volumen. Les ayudarían algunos especialistas fenicios, establecidos en la costa y requisados por Salomón.

El rey y el maestro de obras eran conscientes de la magnitud de su tarea. El templo trastornaría todo un país y, sin duda, las regiones vecinas. Borraría el pasado y cimentaría un porvenir en la gloria de Dios.

—Los canteros están bajo vuestra única autoridad, maestre Hiram. Por lo que se refiere a los trabajos forzosos, serán organizados por el mejor arquitecto hebreo.

Hiram aprobó la decisión. Él no tenía que ocuparse de contratar y controlar a los jornaleros.

—¿Quién es?

—El que construyó mis establos, Jeroboam.