El rebaño de corderos se dispersó ante Hiram. El maestro de obras reconoció la pobre mansión del cojo que, en el umbral, cocía en una pequeña hoguera una sopa de hierbas.
—¡Príncipe! ¿Habéis podido escapar?
Detrás de la casa, un imponente montón de lana. De mejor calidad que la de primavera, serviría para confeccionar mantas para el invierno.
—Huí cuando vi llegar aquella pandilla de sacerdotes fanáticos. No vacilan en lapidar a quienes les molestan.
—¿Sin pasar por el juicio de Salomón?
—El rey no puede estar en todo…
—¿Por qué no intentaste avisarme?
—No tuve tiempo, príncipe.
Caleb se preguntó si el arquitecto no era ya un adversario más peligroso que los adoradores de Yahvé.
—Os traicioné un poco, pero no tenía elección —reconoció—. Regresar a mi casa y ocultarme era la única solución. Jerusalén no es ya una ciudad segura cuando los sacerdotes se muestran demasiado.
Anup, que había seguido a Hiram a cierta distancia para proteger su retaguardia, se acercó a su dueño. Viendo a Caleb, gruñó.
—Otra vez el maldito perro… ¿Adonde pensáis ir, príncipe?
Hiram pasó ante el redil y bajó por una herbosa pendiente que daba a un campo abandonado donde crecían higueras de denso follaje. Ofrecían abundantes higos otoñales, de azucarada carne. Los árboles no estaban podados en forma de parasol sino que crecían en libertad, al albur de las estaciones.
El maestro de obras se sentó a la sombra de una vieja higuera solitaria. Anup se acurrucó a sus pies. Allí, bajo la protección del árbol más corriente en la tierra de Israel, Hiram tomaría su decisión. A menudo, junto al templo de Karnak, había disfrutado horas de meditación a la sombra de un sicómoro o de un tamarisco, a las puertas del desierto. Los pensamientos se zambullían en el silencio, los sueños se perdían en la luz. De niño, Hiram trepaba hasta las ramas más altas y miraba pasar a los campesinos, con sus asnos cargados de bultos. Caminaban a lo largo de la tierra roja antes de regresar a los cultivos, entonaban una antiquísima canción que databa de la época de los constructores de pirámides. Cuando vio una cofradía de escribas que llevaban cálamos y paletas, el joven Hiram sintió deseos de comprenderlo todo y conocerlo todo. El saber le había embriagado más que la cerveza festiva. No había cesado de preguntar a sus padres las características de los animales y de las plantas, sobre la crecida del Nilo, la fuerza de los vientos, la lectura de los jeroglíficos. El día en que estuvo seguro de que eran incapaces de responderle, el muchacho de catorce años había abandonado su aldea con un hatillo al hombro. Consiguió que le admitieran en un barco mercante y desembarcó en Tebas. Su objetivo: el lugar del Conocimiento, el templo donde entraban los escribas.
Pronto se sintió decepcionado. Si el gran patio era accesible a los nobles durante las fiestas, las salas de enseñanza del templo cubierto permanecían herméticamente cerradas.
Hiram había salido de la ciudad y había meditado largo rato, sentado a la ligera sombra de un tamarisco. Contemplando la carrera del sol y el despliegue de los colores del día, desde los del alba hasta el oro del poniente, se había fijado la regla de su existencia: llevar a cabo sus deseos, no renunciar bajo ningún pretexto, acusarse siempre de los fracasos, a sí mismo y no a los demás o a los acontecimientos exteriores. Provisto de aquel viático, había practicado veinte oficios…, vendedor de legumbres, reparador de sandalias, seleccionador de pescado, cestero, fabricante de jarras…, antes de llamar la atención a un instructor de la caballería. Tras haber cuidado los caballos, aprendió a montar y a conducir un carro. Llegó luego el momento de elegir: ser soldado o escriba.
Para su propio asombro, le dominó la vacilación. ¿Acaso la vida militar no era más brillante, más exaltante, fuente de prestigio y de riqueza? Tras una nueva meditación bajo un tamarisco, frente al desierto donde se edificaban las moradas de eternidad, había elegido el camino del templo. Para él, aquel ser de piedra, inmenso y misterioso, era la vida misma.
Llegó el período más dichoso de su existencia, el de los estudios dirigidos por maestros severos, exigentes pero dotados de aquel conocimiento al que aspiraba el corazón de Hiram desde hacía tanto tiempo. Aprender fue el más sabroso de los placeres; trabajar, una pasión; descubrir, un ilimitado goce. El joven escriba se orientó hacia la arquitectura. Manejó todos los útiles, de la azuela del carpintero al cincel del cantero, conoció la camaradería de los talleres donde el trabajo del espíritu y de la mano eran uno sólo, se inició en la realidad de la piedra, domeñando granitos, greses, alabastros, calcáreos para elegir, con el mero contacto de su palma, los bloques dignos de entrar en un edificio.
Llegaron luego los viajes, por Egipto y por el extranjero, los encuentros con otros arquitectos, otras técnicas, otras creencias. Hiram callaba y escuchaba. Durante aquel período, había estado en Saba donde la influencia egipcia, aunque muy fuerte, no iba acompañada de colonización. Lejos de su país, sufriendo ya un exilio que sólo era temporal, Hiram había trabado amistad con un maestro de obras egipcio que la reina de Saba había contratado. En la cima de una de las montañas de oro, Hiram había recibido la revelación del arte del Trazo.
Escarbó el suelo con una piedra puntiaguda.
Gestos lentos, precisos, eficaces. La copa y el cetro de oro salieron de la blanda tierra donde Hiram había tomado la precaución de ocultarlos antes de vivir en Jerusalén. ¿Cómo confesar a Salomón que aquellos símbolos habían sido ofrecidos al faraón Keops por la primera reina de Saba, durante la construcción de la Gran Pirámide? La soberana, que veneraba el sol lo mismo que el faraón, había considerado oportuno asociarse mágicamente a la construcción de aquella maravilla del universo. Por ello, había acudido en peregrinación a Menfis y, durante una noche de invierno en la que brillaba la Polar, rodeada por su corte de infatigables estrellas, había depositado en la cámara baja de la Gran Pirámide el cetro de Saba y, bajo la esfinge, una copa que contenía el rocío de la primera mañana del mundo.
Ésos eran los objetos que el faraón Siamon había entregado a Hiram antes de su partida de Egipto hacia Israel. El maestro de obras debía colocarlos en los cimientos del templo de Salomón, para que se erigiera sobre la antigua sabiduría.
Salomón había aceptado.
Si Hiram realizaba el rito, si llamaba así el templo a la existencia, no podría ya abandonar la Obra. Dando nacimiento a un santuario, el arquitecto le consagraba su vida.
Hiram lo había intentado todo para provocar la cólera de Salomón. El rey de Israel era obstinado en sus elecciones. Como el maestro de obras, seguía la vía de su corazón y no se detenía ante obstáculos aparentemente infranqueables.
Si Hiram aceptaba convertirse en el maestro de obras de Salomón, si cumplía la misión que le había confiado el faraón Siamon, conocería la más absoluta de las soledades. ¿A quién pedir consejo, a quién confiar sus dudas y sus interrogantes? Los maestros de Karnak estaban muy lejos, en la luminosa serenidad del templo del Alto Egipto. Obligado a guardar el secreto de sus orígenes, a callar su verdadero nombre, a sufrir los rigores del exilio, ¿sería Hiram capaz de soportar aquel peso durante varios años? Nadie le había preparado para tal tragedia. Educado en una comunidad de sacerdotes, iniciado en su oficio por una cofradía de artesanos, al arquitecto le gustaba la fraternidad, áspera a veces, que presidía las tareas cotidianas de la Casa de la Vida. Tendría que renunciar también a aquel goce Hiram debería reinar sobre un pueblo de obreros hebreos, sin conceder a nadie su amistad.
A la sombra de la higuera, bajo el tierno sol otoñal, en la calma de la campiña de Judea, Hiram sintió deseos de renunciar.
Era muy grande la distancia entre el porvenir de un maestro de obras egipcio, con una apacible vejez, y el del arquitecto de Salomón, enfrentado a un reto imposible. ¿Cómo privarse de la belleza de la tierra negra y fértil de las orillas del Nilo, de la exaltación del desierto, de la complicidad del viento del norte? ¿No había conseguido su objetivo, ser uno de los arquitectos del faraón, trabajar junto a sus hermanos en la armonía de la Casa de la Vida, embellecer día tras día las piedras de eternidad, indiferentes a las tribulaciones humanas? Su corazón no albergaba otra ambición ¿Por qué los dioses le obligaban a perder la felicidad sirviendo al rey de un país extranjero y construyendo un santuario en honor de una divinidad muda para su corazón?
Renunciar era reconocer su debilidad. Volver a Egipto, disfrutar de nuevo la brisa que hinchaba las velas de los barcos, exigía un sacrificio. Hiram se sentía dispuesto a aceptar aquella humillación ante sus cofrades.
Ante Salomón, la rechazaba.
Tras haber desconfiado del rey, tras haberle detestado casi, Hiram participaba de su pasión. Como él, Salomón estaba solo. Solo, desafiaba a un pueblo entero, la casta de los sacerdotes y los cortesanos, la costumbre. Solo, quería crear una obra maestra a nesgo de perder su trono.
Salomón era el último ser en quien Hiram podía confiar, pero encarnaba aquella fulgurante voluntad que había animado a un joven egipcio ávido de conocimiento. Entre ambos hombres había nacido una imposible fraternidad.
Rabioso, Hiram tuvo ganas de arrojar el cetro y la copa.
Iluminados por el sol de la tarde, brillaron con un leonado fulgor que llamó la atención a Caleb. El cojo se acercó, dudando en cogerlos. La mirada de Hiram le disuadió.
El maestro de obras miraba intensamente el oro de Saba, como si estuviera descifrando en él su porvenir. Una inquietante llama dominaba sus ojos de un azul oscuro.
Cuando los últimos rayos tiñeron de naranja las hojas de la higuera, Hiram se levantó. Nadie podría decir que un maestre egipcio había huido ante la tarea que debía realizar.
Construiría el templo, aunque fuera el de Salomón.
Saturno reinaba en lo alto del cielo, haría el edificio sólido y duradero. Salomón, procedente de su palacio, e Hiram, que venía de la campiña, llegaron al mismo tiempo al pie de la roca. El maestro de obras ofreció al rey el cetro y la copa. El oro rojo se teñía con la plata que la luz lunar vertía.
Con un taladro cuya broca hizo girar con rapidez, Hiram agujereó la roca e hizo una cavidad en la que depositó los preciosos objetos. Luego, la cerró herméticamente, utilizando un mortero cuya presencia disimuló. A excepción de Salomón y del maestro de obras, nadie sabría que el embrión del templo de Yahvé era el sol de Saba. Salvo Hiram, nadie sabría que Egipto era la madre del mayor santuario de Israel, que el oculto dios de las pirámides resucitaba en Yahvé.
Salomón dominaba a duras penas su emoción. Según los grimorios que había consultado, el lugar elegido por la mano de Hiram correspondía a la puerta de un mundo secreto. De ella, salía un camino que conducía a un abismo lleno de agua que ocupaba el centro de la tierra. Allí se reunían los espíritus de los muertos, para que el más allá estuviera presente en el centro del aquí.
El rey obtenía así la absoluta segundad de que el oráculo consultado por Nagsara no había mentido. ¿Quién sino el arquitecto elegido por lo invisible habría vencido el azar? ¿Quién si no hubiera realizado el gesto adecuado en el momento preciso?
Salomón hizo girar en su dedo el rubí entregado por Natán. Dirigió una muda plegaria a los espíritus del fuego, del aire, del agua y de la tierra para que participaran en la creación del edificio como en la de todo ser viviente. Les pidió que fueran guardianes del umbral del santuario, que lo rodearan con su permanente presencia.
Hiram observaba la cumbre de la roca donde se decidiría su destino.
Salomón saboreaba la felicidad de un nacimiento. En aquel cuarto año de su reinado comenzaba la construcción del templo.