La noche era blanca y roja. Una luna rojiza había captado las inquietas miradas de los habitantes de Jerusalén. ¿No era acaso un mal presagio? ¿Aquel siniestro fulgor no revelaba la cólera de Yahvé? Sin embargo, la paz reinaba en Israel. El país se enriquecía. Sus vecinos lo respetaban. La gloria de Salomón no dejaba de aumentar. Pero existía su mujer, aquella egipcia que seguía sacrificando a sus falsos dioses. Si no hubiera sido la esposa del rey, una mano vengativa habría cortado mucho tiempo antes el hilo de sus días.
Nagsara oraba a Hathor cada vez más a menudo. En su alcoba, agitaba los sistros, instrumentos de música que producían un sonido metálico y agradable al corazón de la diosa. Sus esfuerzos no eran vanos. Salomón había pasado una noche con ella, recuperando un ardor que creía perdido para siempre. Nagsara no había pedido nada. Muda, se había limitado a dar placer a su esposo, como cualquier otra concubina. El rey, que temía una oleada de protestas, de insultos incluso, había apreciado la mesurada actitud de su mujer. Los juegos del amor, para tener éxito, no toleraban un carácter desabrido.
Salomón sabía que Nagsara practicaba la magia para reinar sobre sus sentimientos. Varias veces había ordenado a Elihap que la siguiera y observara los ritos a los que se entregaba. El rey de Israel no desdeñaba los talentos de su esposa. Cuando entraba en comunicación con Hathor, Salomón tomaba la precaución de volver hacia la tierra el sello de Yahvé. Así conjuraba los hechizos de la egipcia que se perdían en el suelo.
¿Por qué Hiram se demoraba tanto en Eziongeber? Producir cobre no era ciertamente desdeñable, pero el puerto estaba muy lejos de Jerusalén. ¿Cuándo le entregaría el arquitecto un primer plano? ¿Cuándo se ocuparía por fin de preparar el inicio de la obra de la que dependía el porvenir de Israel? Salomón había pensado en contratar otro arquitecto. Hiram era demasiado huraño, demasiado misterioso. Pero conocía el arte del Trazo, que tan pocos constructores poseían. ¿Quién sería capaz de sustituirle?
Sin embargo, la paciencia de Salomón estaba agotándose. Esa noche señalaría su último hito. Por la mañana, pediría a Jeroboam que comenzara a reclutar obreros. El rey había recibido el oro rojo de Saba. Podía pagar a centenares de jornaleros y adquirir los más perfectos materiales. Permanecer más tiempo inactivo sería una falta imperdonable. Tal vez Hiram, decepcionado o amargado, había abandonado Israel.
Salomón se dirigió al pie de la roca sobre la que deseaba edificar su templo. Levantó los ojos hacia su punto culminante, un espolón que dominaba la colina del Ofel. Aquel saliente coronaba Jerusalén a casi ochocientos metros de altura, dando a la ciudad la dirección del cielo. David había fortificado su capital. Salomón la sacralizaría. Cortaría aquella roca por tres de sus lados, al oeste, al norte y al sur. Enrasaría la plataforma superior, abriría los edificios hacia el este.
—¿No creéis, Majestad, que primero sería necesario unir la roca a la ciudad de David por medio de un terraplén? Facilitaría la tarea de los constructores.
Salomón había reconocido la voz de maestre Hiram.
—¿Me habéis seguido?
—Sabía que vendríais aquí.
—¿También leéis mis pensamientos?
—Soy sólo un arquitecto, no un adivino.
—¿Por qué tan extraña actitud, maestre Hiram?
—Interrogad a la piedra mágica que lleváis en la mano izquierda. ¿No os confiere poder sobre los elementos?
—Basta de impertinencias —repuso irritado Salomón—. Vuestro éxito en Eziongeber es sólo el de un ingeniero, no el de un maestro de obras. Exijo explicaciones.
Hiram miró la luna. En ella cantaban los viejos textos de Egipto, se ocultaba la liebre de Osiris que detentaba los secretos de la resurrección. Creciendo y menguando, el sol de la noche enseñaba al observador el arte de las metamorfosis. La luz azulada bañaba la gran roca de Jerusalén atenuando la dureza de su desnudez. ¿Llevaba en su fulgor la promesa de un santuario?
—¿Conocéis las tradiciones de Saba, Majestad?
Salomón temía cierta forma de chantaje. Hiram iba a quitarse por fin la máscara.
—Los de Saba adoran al sol —prosiguió el maestro de obras—. De su luz obtienen sabiduría y felicidad. Como prueba de agradecimiento, el astro divino hace que el oro crezca sin cesar en el corazón de sus montañas.
—Son unos impíos. Rechazan el dios único.
—¿No se denomina Elohim en vuestros libros sagrados? ¿No es Elohim un plural que significa «los dioses»?
—¿Sois experto en teología, maestre Hiram? Ignoráis que nuestro dios se llama también Yahvé, «el que es», y que su inefable nombre sólo se revela al rey de Israel.
—Sé, Majestad, que el culto a esa divinidad requiere pocos sacrificios y no exige la presencia de un templo. Habéis decidido modificar esta situación. Deseáis poner fin a la mediocridad de vuestros ritos, darles el brillo digno de un gran reino.
Salomón no lo negó. Realizaría también lo que habían realizado los egipcios. Yahvé no podía seguir residiendo en míseros lugares. Era el más grande, el Único y debía beneficiarse de una gloria más vasta que el Amón de Karnak.
—¿Me diréis por fin vuestras exigencias, maestre Hiram?
El arquitecto se agachó y tocó la base de la roca.
—Esta piedra es buena —dijo—. Es cálida y fraterna. Sería una buena base para espléndidos edificios. Pero sería necesario añadirle la mágica protección de la gente de Saba para hacerla inalterable. Tenían una copa y un cetro de oro que me entregó el maestro que me enseñó el Trazo. Su presencia en el corazón de la roca garantizará la solidez de la obra.
Salomón reflexionó. ¿Disgustarían a Yahvé aquellos objetos? ¿Traicionarían la fe de Israel?
—¿No es eso un chantaje, maestre Hiram?
—Tal empresa no depende sólo de los hombres. Si no nos propiciamos el cielo, el fracaso está asegurado.
—¿La copa y el cetro están vírgenes de cualquier inscripción?
—Son de oro puro —repuso Hiram—. Del oro nacido en el fuego secreto de las montañas de Saba. El arquitecto que lo utiliza en sus cimientos, coloca una luz que nunca se extinguirá.
—Si acepto vuestra proposición, ¿cuándo abriréis el camino?
El maestro de obras pareció contrariado.
—He sido amenazado. Me han ordenado que abandone Israel.
—¿Quién se ha atrevido?
—No soy un delator, Majestad.
Salomón no perdió compostura. No creía a Hiram. El tirio estaba inventando una fábula para arrojarle un nuevo desafío.
—Vos decidís —estimó el rey—. No esperéis más concesiones por mi parte. Hoy sois libre de salir de Israel. Me daréis vuestra respuesta definitiva dentro de tres días. Luego, os será imposible retirar vuestra palabra. Que la noche sea favorable.
Hiram permaneció hasta el alba al pie de la roca. Si alegaba la negativa de Salomón para justificar ante sus iguales el regreso a Egipto, nadie dudaría de su palabra. Pero un maestro de obras no podía mentir sin destruirse a sus propios ojos.
Tanteando la roca con la punta de sus dedos, Hiram había advertido que revelaba uno de aquellos lugares excepcionales donde lo divino se encarna en la materia. Salomón había elegido bien. Allí y sólo allí debía levantarse un gran templo. El rey tenía en su interior la voluntad capaz de triunfar sobre la desgracia, anclando en lo eterno la visión del hombre. Hiram no dudaba ya de que el futuro santuario fuera el destino de Salomón. Pero ¿justificaba su propia angustia, un exilio que le era tan doloroso como una condena a muerte?
Con el corazón en un puño, se dirigió hacia su morada tomando callejas desiertas donde las postreras tinieblas luchaban con el día naciente. Anup estaba a su lado.
Hiram entró. En la mansión reinaba un fuerte olor a incienso y a aceite de oliva. Varias lámparas iluminaban las habitaciones. Arrodillados, una decena de sacerdotes oraban. Descubriendo a Hiram, uno de ellos se levantó.
—Soy Sadoq, el sumo sacerdote de Yahvé —declaró con énfasis—. ¿Sois vos maestre Hiram?
El arquitecto avanzó. El interior había sido devastado, excavado el suelo, saqueado el despacho. Los muros habían sido blanqueados, vaciados los cofres, destrozados los lechos.
—Este lugar debía ser purificado —indicó Sadoq—. Era presa de espíritus malignos. En adelante, sólo un verdadero creyente lo habitará.
Con el busto muy erguido, el sumo sacerdote estaba exultante. Su negra barba, con las esquinas no recortadas, hacía severo su rostro, parecido al de un juez del más allá. Pero sus ojos brillaban en exceso y revelaban la fiebre de un hombre celoso, ávido de venganza.
—No volváis nunca más por aquí, maestre Hiram. No contéis con encontrar otra morada en Jerusalén. Habéis practicado la magia negra. Tenemos pruebas.
Con un gesto de su mano, Sadoq convocó a uno de sus acólitos. Éste mostró una figurita de terracota que representaba a una mujer desnuda de monstruosos pechos y caderas.
—Esta imagen diabólica estaba oculta en vuestro estuche de cálamos. Si no fuerais el protegido de Salomón, exigiría vuestra lapidación.
—¿Qué ha sido de Caleb, mi servidor?
—En este antro diabólico no había nadie.
Hiram, con una simple mirada, advirtió que sus escasos bienes habían sido destrozados. Caminó hacia la puerta bajo la irónica mirada de Sadoq. Cuando estaba a punto de salir para siempre de la casa asesinada, se volvió.
—Queda tranquilo, sumo sacerdote, no viviré en esta rencorosa ciudad. Pero te lo advierto, no me acuses de nuevo de brujería: la mentira se volvería contra ti.
A Sadoq no le preocupó aquella advertencia. Su victoria era total. Hiram se marchaba, el templo no se construiría nunca. Todos sabrían que Yahvé expulsaba a los maestros de obra extranjeros y que no deseaba modificar la ciudad de David.
Salomón, turbado, consultó los libros secretos de los que era, como rey de Israel, único depositario. Enseñaban como el Hombre podía colocarse en el trono celeste si seguía el camino de la vida y no el de la muerte. Hablaban del alma, de Dios y de los elementos. Pero nunca respondían a la pregunta que le obsesionaba desde hacía tanto tiempo: ¿Debía realmente conceder su confianza a maestre Hiram para construir el templo? ¿No estaría ocultándole la realidad, la fascinación que sentía hacia aquel hombre? ¿Aquel extranjero no era un vagabundo, un rebelde que presumía de poseer una ciencia que, de hecho, ignoraba?
El rey nunca había sido víctima de tan lacerante angustia.
Cuando Nagsara se atrevió a penetrar en la biblioteca donde consultaba rollos de papiro escritos en caracteres que un profano no podía descifrar, su primera reacción fue rechazarla con vehemencia. Pero la reina, apenas vestida con un velo transparente, había sabido hacerse deseable.
—¿Ignoráis, esposa mía, que este lugar os está prohibido?
Nagsara dejó flotar en sus rojos labios una febril sonrisa. Contemplaba a Salomón con mal contenida pasión. El rey se conmovió. La egipcia, tocada con la peluca perfumada tan apreciada por la alta sociedad de Tanis, soltó los broches que retenían en los hombros su vestido.
—Este lugar es la morada de los libros, no la del amor…
La objeción de Salomón se perdió en un beso dulce y fogoso a la vez. El rey no pudo resistir más el cuerpo desnudo que se apretaba contra él. Durante unos minutos de intenso placer, Nagsara le hizo olvidar a Hiram.
—Tenéis poderes muy grandes, esposa mía.
—Son vuestros, mi rey. Pedid y recibiréis.
Una hija del faraón… ¿No había sido educado por sacerdotes que poseían grimorios que todos los pueblos les envidiaban?
—¿Sabéis consultar los oráculos?
—He observado a mi padre en las salas cubiertas del templo de Tanis. Me enseñó a lavarme la boca y a purificarla con natrón antes de orar a los dioses. Poseo el arte de alejar las jaquecas colocando una llama en la cabeza de una serpiente de bronce.
—¿Aceptaríais consultar lo invisible?
Nagsara resplandecía de felicidad. Por fin probaría a Salomón que no debía reducirla a ser un objeto de goce.
—¿Cuál es vuestra pregunta?
—Quiero un nombre. El del mejor arquitecto para el templo.
Desnuda, Nagsara tomó una de las lámparas y la colocó en la esquina norte de la estancia. Apagó las demás y se inclinó hacia el débil fulgor que parecía quemarle el rostro. Las palabras que pronunció, la protegieron.
—Llama que conoces el ayer, el hoy y el mañana, respóndeme. Si callases, el cielo y la tierra desaparecerían. Si callases, las ofrendas no ascenderían ya al cielo. Si callases, el sol no volvería a salir, los ríos se secarían, las mujeres serían estériles. Yo, hija del fuego, tengo derecho a interrogarte.
Nagsara posó el índice de la mano derecha en su frente y tomó la llama en la izquierda. La carne no se abrasó. Con la uña, trazó unos jeroglíficos en el asa de la lámpara. La reina cerró los ojos.
—Acércate, Salomón.
El rey obedeció.
—Tiéndete de espaldas.
Salomón vio dibujarse unas ondulaciones en el techo de la biblioteca. Los muros iniciaron una danza desenfrenada.
—Interroga a la lámpara, Salomón.
El rey no reconoció su propia voz, su propia voz que se había hecho muy grave.
—¿Quién debe ser el arquitecto del templo?
La llama creció, invadió la estancia, atacó los rollos de papiros, abrazó a Salomón y Nagsara. Pero el rey no sintió dolor alguno. Aceptó aquella cascada ígnea como un favor. Viajó por un río de sangre que cruzaba altas montañas.
La calma regresó de pronto.
Nagsara, acostada a su lado, dormía.
Con la llama de la lámpara, Salomón encendió las demás. Era una cruel decepción. Lo invisible se había negado a hablar.
Era imposible despertar a la egipcia, cuya respiración era regular. El rey tomó a la reina en sus brazos.
En la blanca garganta de la joven había una inscripción en caracteres hebreos.
La lectura fue fácil.
En la carne de la reina de Israel había grabado un nombre: Hiram.