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Salomón recibió a Hiram en la sala de audiencias donde se entrevistaba con los dignatarios extranjeros. Sentado en su trono, el monarca tenía un rostro severo, casi hostil.

El arquitecto, sin hacer ademán de sumisión alguna, se mantuvo a buena distancia.

—¿Quién sois realmente, maestre Hiram?

—Un artesano que se ha hecho experto en su oficio.

—¿Cómo creeros después de lo que acaba de ocurrir? ¿Cómo un simple obrero puede conseguir una misiva de la reina de Saba anunciándome el próximo envío de un cargamento de oro rojo?

—Gracias a la amistad, Majestad. Nuestra cofradía es más poderosa de que lo imagináis. La reina desea un palacio espléndido y un templo de formas perfectas. Por eso colma de honores a su maestro de obras que, para mí, es un hermano. Ha atendido mi petición y ha intervenido ante la soberana, de la que es también Primer Ministro.

Las explicaciones de Hiram parecían convincentes aunque fueran enunciadas con una ironía que hirió a Salomón. La diplomacia israelí se había mostrado incapaz de hacer cambiar de opinión a la reina de Saba: La expedición marítima organizada por el rey había terminado en un lamentable fracaso. Y ahora, un extranjero, apenas instalado en Jerusalén, daba una lección de eficacia a todo el país.

—Os debo agradecimiento, maestre Hiram. ¿Deseáis que os ponga a la cabeza de mi diplomacia?

—Un maestro de obras no abandona su cofradía, Majestad.

Salomón se levantó para acercarse a Hiram. Se detuvo a un metro de él, clavando su mirada en la de su interlocutor.

—¿Ni siquiera para ser rey?

Los ojos de Hiram no pestañearon.

—Ni siquiera para ser rey.

—¿Qué deseáis, maestre Hiram?

—Comenzar la obra. Mañana mismo partiré hacia el puerto de Eziongeber.

—¿Con qué intención?

—Organizar la obra como deseo. ¿No lo preveía así nuestro pacto?

—Id y actuad, maestre Hiram.

Cuando el arquitecto se hubo marchado, Salomón leyó de nuevo la sorprendente carta de la mujer más rica de la Tierra. No entregaría menos de veintitrés toneladas de oro a los marinos fenicios que las llevarían hasta Israel. Con un agudo sentido de las relaciones internacionales, la reina de Saba evitaba utilizar la flota mercante egipcia. Pensándolo bien, aquella colusión con los fenicios probaba la intervención del rey de Tiro. Hiram había presumido. No habían sido su colega y él quienes habían modificado la posición de la reina, sino el astuto monarca de la ciudad comerciante. Sin duda había obtenido un buen precio por el transporte. Enriquecer a Salomón le permitiría almacenar buena parte de aquel oro, a cambio de los materiales de construcción destinados al templo. Además, el rey de Israel se vería obligado a utilizar los barcos fenicios para enviar trigo a Saba.

Un hábil negociador, ávido de bienes materiales, creía haberse burlado de Salomón. Un maestro de obras pretencioso se atribuía poderes que no tenía. Ni el uno ni el otro percibían los verdaderos designios de Salomón. No comprendían que la construcción del templo cambiaría el curso del tiempo y el pensamiento de los hombres.

Hiram permaneció varios meses en Eziogenber. Caleb el cojo permaneció en Jerusalén para ocuparse de la casa, donde pasaba durmiendo la mayor parte del tiempo. El arquitecto se había llevado el perro y los planos. Antes de desarrollarlos, necesitaba cobre que serviría, especialmente, para fabricar útiles como los cinceles de los talladores de piedra.

Quinientas hectáreas de terreno disponibles proporcionaban al maestro de obras un inesperado campo de experiencias. De acuerdo con Salomón, requisó varios centenares de infantes desocupados que no se acostumbraban a la idea de convertirse en marinos. El arquitecto los dividió en pequeños equipos. Construirían altos hornos, fundiciones, forjas y una refinería para metales. La madera procedente de Edom se utilizaría como combustible.

De este modo, el puerto mercante se convirtió en ciudad industrial.

Hiram no llevaba joya alguna que caracterizara su función. Las órdenes eran públicamente dadas por Elihap, el secretario del rey, que aparecía como el auténtico iniciador de la empresa. El alto dignatario no dejaba de viajar entre Jerusalén y Eziogenber, velando por las sumas invertidas y el regular progreso de los trabajos.

Hiram se preocupaba de la organización de cada taller. Rectificaba los gestos de los obreros, orientaba el trabajo, ayudaba al torpe y abandonaba al incompetente. Los obreros amaban y temían a aquel extraño contramaestre que hablaba poco y parecía infatigable.

El tratamiento del mineral de cobre dio excelentes resultados. Muchos útiles fueron almacenados en los barracones y se exportó buena parte de la producción.

Hasta aquel primer día de otoño, Elihap y Hiram no habían tenido entrevista privada alguna. Aquel atardecer, mientras el sol incendiaba las tranquilas aguas del mar Rojo, ambos hombres salieron del último alto horno recientemente concluido. Al día siguiente entraría en actividad.

Caminaron por una playa inmensa y desierta, hasta un promontorio arenoso desde el que contemplaron el apaciguado drama del ocaso. Hiram tenía la piel quemada en varios lugares. Al sentarse, tuvo la sensación de poder degustar su primera hora de descanso desde hacía varias lunas. Era una ilusión peligrosa a la que no se abandonó. Pese a la belleza hechizadora de un paisaje que le recordaba las riberas marítimas del Delta de Egipto, pese a aquella luz serena que preparaba el camino a las claridades del más allá, Hiram se obligó a permanecer tan atento como la fiera perseguida por los cazadores.

El hombre que estaba a su lado cruzaba nerviosamente los dedos, como para conjurar el mal de ojo.

—Esa mascarada concluye por fin —dijo Elihap—. Me autorizáis, pues, a regresar a Jerusalén. Ya no tendré que dar las órdenes que vos me habéis dictado.

—¿No hemos obtenido el resultado esperado? Eziogenber produce mucho cobre, y de excelente calidad. Israel posee el centro industrial que le faltaba, este éxito se os ha atribuido. Elihap.

—Salomón no se engaña. Además, está descontento.

—¿Por qué?

—Porque no le importa esta industria ni las riquezas que procura. El rey sólo tiene una idea en la cabeza, construir el templo. Y considera que estáis perdiendo el tiempo.

—Estuvo de acuerdo en emprender la construcción de estos altos hornos. Aquí he comenzado a conocer al pueblo de Israel. Lo he visto trabajar en una difícil tarea, inédita para la mayoría de los obreros. He intentado darles el sentido de una obra concluida, aunque sea burda. Tened la seguridad de que no he malgastado un solo segundo. Mañana será necesario iniciar una obra mayor. Si no hubiera preparado un primer equipo de trabajadores corría hacia el fracaso.

Surgiendo de las aguas con reflejos dorados, un delfín preludio los juegos de un grupo saltarín que celebraba el fin de la jornada. Quien seguía al delfín para acudir en ayuda de los náufragos no corría el peligro de perderse en el océano del otro mundo. Hiram había asistido a menudo a la llegada de aquel amigo del hombre en los brazos del Delta. A veces remontaba el Nilo hasta Menfis, para goce de los niños, cuyas caricias y cuyo alimento aceptaba.

Un amigo. El maestro de obras tenía que renunciar a encontrarlo entre los hombres que le rodeaban.

—Salid de Israel —exigió secamente Elihap.

Hiram no respondió. Elihap, el egipcio introducido por el faraón en la corte de Israel para espiarla, había cumplido su misión más allá de cualquier esperanza. Debía ayudar a Hiram so pena de perder la vida, pero ignoraba el verdadero nombre del maestro de obras y su origen egipcio. Habría debido ser un aliado seguro en el que Hiram pudiera confiar.

—Salid de Israel —repitió el secretario de Salomón—. Nadie os quiere en la corte. En esta tierra os acecha la desgracia. Regresad a Tiro, volved a vuestra errante existencia, id a construir edificios en otras tierras.

—¿Sois hostil al nacimiento de un gran templo en Israel?

—Es una locura —afirmo Elihap—. Arruinara Israel y perderá a Salomón. Cuando el desastre sea evidente, vos seréis el primer acusado. No deseo vuestra muerte ni la decadencia de este país. Aunque haya nacido en Egipto, aunque siga creyendo en el dios Apis que me protege, me he convertido en hebreo. Este pueblo es hoy el mío. Soy el servidor de Salomón. Si no sucumbe a su vanidad y olvida ese maldito templo, será un buen monarca.

—Si parto, Salomón elegirá otro maestro de obras —dijo Hiram.

—No —repuso Elihap—. El rey está convencido de que habéis sido designado por Dios. Si renunciáis, admitirá su error y abandonara su funesto proyecto.

El disco desaparecía por el horizonte. El grupo de delfines se dirigía a mar abierto. Iluminando la noche, el fuego de las forjas convertía Eziongeber en una inmensa tabla rojiza.

—¿Y si os equivocarais? —pregunto Hiram—. ¿Y si el templo de Salomón fuera la clave de la felicidad de Israel?

—No me equivoco. Este pueblo es un mosaico de tribus que necesitan enfrentarse sin cesar, bajo la protección de un dios al que consideran único. Salomón es demasiado grande para este país. Piensa y actúa como un faraón. Pero Israel no es Egipto. Es bueno que el rey se preocupe por una paz relativa, que intente crear un templo y un imperio es el fracaso seguro y el fin de los hebreos. Una desgracia de la que seríais el principal responsable, maestre Hiram. Salomón os aguarda en Jerusalén en cuanto vuestro trabajo aquí haya terminado ¡Ojalá nunca hubierais venido!

Elihap se alejo, oscura silueta en la creciente noche.

Elegido de Dios predestinado ¿Quién podía sucumbir a tal vanidad? Solo eran paparruchas para uso de niños crédulos. Pero a Hiram le gustaban los desafíos. Egipto se había construido por un gigantesco desafío a lo invisible. Salomón no era su hermano ni su amigo. Sin embargo la partida de ajedrez que había iniciado con el destino comenzaba a interesar al maestro de obras. ¿Servir a un ser de la magnitud de un faraón, aunque fuera en tierra extranjera no imponía un deber parecido a la luz que desgarraba las nubes?

Hiram abandono Eziongeber a mediados de otoño, poco después de comenzar el año religioso que se celebraba en el equinoccio, durante la fiesta de las cosechas. El sol se hacía débil. Las jornadas, despojadas de canícula, dejaban fluir un tiempo dorado, de nostálgicos perfumes La naturaleza se preparaba para el reposo. El mar, encrespado a veces, se adornaba con azules y verdes cantando lejanas letanías que se remontaban a las primeras edades del mundo. El arquitecto lo contemplo durante toda una mañana, como si nunca fuera a verlo de nuevo.

Con su hatillo al hombro y el bastón en la mano, vestido con el paño de un obrero, salió de la ciudad sin saludar a nadie. Anup trotaba a su lado. Eziongeber se había convertido en una ciudad prospera donde mercaderes y exportadores habían sabido tomar el poder. Numerosos jóvenes se habían acostumbrado al trabajo del cobre. Hiram los conocía por sus nombres. Mañana, cuando los necesitara, no le decepcionarían.

Apenas el caminante hubo llegado a la pendiente de la pequeña colma cuando una nube de polvo anunció la llegada de un jinete.

Anup ladró.

Hiram se detuvo con las manos cruzadas y apoyadas en lo alto de su bastón.

El hombre encabritó su caballo, amenazando al maestro de obras.

—¿Eres tú al que llaman maestre Hiram?

—Yo soy.

El jinete pelirrojo, corpulento, tiraba rabioso de las riendas para sujetar una rebelde montura.

—Mi nombre es Jeroboam. Salomón me ha encargado que construya sus establos. Todas las obras del reino estarán bajo mi control.

—A excepción de la mía —rectificó Hiram.

—No habrá excepciones —prometió Jeroboam—. O te sometes a mi autoridad o regresas a Tiro.

—No reconozco más autoridad que la del rey de Israel. ¿Conoces al menos, puesto que quieres mandar, el arte del Trazo?

El coloso pelirrojo se enfureció.

—Tus secretos son sólo espejismos, maestre Hiram. No te levantes contra mí y apártate de mi camino. De lo contrario….

—¿De lo contrario? .

El caballo volvió a encabritarse. Dando media vuelta, Jeroboam partió a galope tendido.