20

Sentado cerca de un yunque, el herrero, con la piel enrojecida por las llamas, estaba concluyendo la realización de una reja de arado. Acercándose, el cojo Caleb intentó hablarle en voz baja. Pero Hiram intervino en primer lugar.

—Mi servidor padece de una muela. Hay que arrancarla.

Caleb retrocedió. El herrero abandonó su trabajo y tomó unas tenazas, enrojeciéndolas al fuego.

—Ya no me duele —declaró Caleb.

—Paga al operario —ordenó Hiram.

—Príncipe mío…, no merece tanto…

El herrero tomó al cojo por la nuca, como si agarrara un gato. Lo tendió en el suelo de tierra batida y le hizo abrir la boca.

—Es inútil —dijo—. Sus dientes están podridos. Se caerán solos.

Caleb se apartó rodando, feliz por escapar a la tortura.

—¿Cuántos herreros hay en Jerusalén? —preguntó Hiram.

—Una decena.

—¿Y qué tareas realizan?

—Fabrican útiles para los campesinos.

—¿No hay forjas del Estado?

—Ninguna.

Instruido, Hiram tomó una calleja que ascendía hacia palacio. Caminaba deprisa.

Caleb le seguía a duras penas. El maestro de obras se detuvo ante un hombre con una sola pierna, medio desnudo, apoyado en la pared de una casa leprosa.

—Pan, señor. No he comido desde hace tres días.

Caleb dio un puntapié en los flancos de aquel desgraciado.

—Alejémonos, príncipe —dijo a Hiram—. No os dejéis importunar por esos pordioseros. Los hay a centenares, piojosos, tullidos que ensucian nuestra hermosa ciudad.

Hiram tendió al mendigo una moneda de bronce. El hombre se la arrancó, arañándole la mano de paso. Inmediatamente, saliendo de oscuros rincones, decenas de criaturas sucias y hediondas se arrojaron sobre el nuevo rico, intentando arrebatarle su botín. Se inició una furiosa batalla. Caleb obligó a Hiram a alejarse.

—No os quedéis aquí, príncipe. Podríais recibir algún golpe.

Turbado, Hiram ignoró a los demás mendigos, las manos que le tendían, sus torvas miradas. Caminó hacia el palacio real y topó con la guardia de Salomón. Presentándose como el arquitecto contratado por el monarca, solicitó audiencia.

Caleb había desaparecido. La visión de los uniformes, las lanzas y las espadas le producía un santo terror. Algunos soldados habrían podido reconocer en él a un ladrón de caravanas cuya cabeza habían reclamado numerosos mercaderes.

Hiram no tuvo que aguardar mucho. El mayordomo de palacio fue a buscarlo y le introdujo en una sala caldeada por dos braseros donde leía Salomón, sentado en una silla de madera forrada de paño oscuro. El rey de Israel estudiaba proverbios que pensaba reunir en un libro.

—Vuestro reposo ha sido de corta duración, maestre Hiram. Tomad un taburete.

—Prefiero permanecer de pie, Majestad. Lo que he visto en las calles de Jerusalén no me alienta a permanecer aquí demasiado tiempo.

Salomón enrolló un papiro.

—Los desgraciados que tienen hambre y sed. ¿Creéis acaso que me satisface el espectáculo?

—¿Pensáis que esa miseria me es indiferente?

En Egipto, pensó Hiram, no se celebraba fiesta alguna si había un solo pobre en la aldea. Las familias acudían en su ayuda. Y todos podían dirigirse al faraón, garante de la felicidad de su pueblo. ¿No consistía el ideal que los nobles proclamaban en alimentar al hambriento, dar de beber al sediento y vestir al desnudo?

Salomón se levantó.

—Dejadme gobernar a mi pueblo, preocupaos de vuestras nuevas funciones. Siempre que realmente seáis digno de ellas, maestre Hiram. Mirad ese bastón de marfil colocado entre dos piedras. El palacio de David fue construido a su alrededor, por indicación de un profeta. Quien sepa cogerlo será el próximo maestro de obras. Su mano permanecerá intacta. De lo contrario, se abrasará. ¿Aceptáis la prueba?

Hiram se dirigió hacia el bastón. ¿Deseaba fracasar? ¿No estaría dispuesto a ofrecer parte de su cuerpo para regresar enseguida a Egipto? Si Salomón le creía indigno, podría volver a su país.

Hiram empuñó el bastón de marfil.

Sintió enseguida una viva sensación de calor, casi insoportable. Una inmensa esperanza llenó su corazón. El sufrimiento le pareció liviano. Aunque su piel tuviera que permanecer pegada a ese emblema del poder de los hebreos, aunque debiera perder el uso de la mano, tenía que seguir resistiendo. Su decadencia sería el anuncio de su próxima felicidad.

Salomón vio una oleada de dolor atravesar la mirada del arquitecto. El olor de la carne quemada llenó sus fosas nasales. Pero el maestro de obras no soltó el bastón.

De pronto, la quemadura dio paso a un intenso frío. Hiram se alejó del bastón, mirando asombrado la palma de su mano.

—Ocultar las cosas es la gloria de Dios —dijo Salomón—. La de los reyes es revelarlas. Esa prueba os revela a vos mismo, maestre Hiram. ¿Cómo podéis dudar todavía de vuestro destino?

El monarca encendió una lámpara de bronce de siete orificios. Su asa, artísticamente cincelada, representaba un leopardo de Judea. El perfume del aceite de oliva se extendió por la estancia. Aquel magnífico objeto, uno de las pocos objetos hermosos del palacio, había pertenecido a Natán. Salomón rendía homenaje así al preceptor que le había transmitido la luz.

El rey tomó a Hiram de los hombros, le abrazó y le besó en ambas mejillas, como si fuera su igual. El maestro de obras habría debido de arrodillarse y besar las manos y los pies del monarca. Se limitó a aceptar la prueba de su estima.

—Sois aquel a quien he esperado desde el primer día de mi reinado —confió Salomón—. Vos construiréis el templo de la paz. Que cada instante de vuestra vida se oriente, en adelante, hacia ese único objetivo.

—Vos me quitáis esa vida, señor.

Hiram no creía en la sinceridad de Salomón. Su demostración de afecto estaba sólo destinada a domeñar un carácter huraño. La única gloria que serviría al arquitecto era la del más ambicioso de los reyes.

—Las señales celestiales os han designado, maestre Hiram. Estáis predestinado. El azar no ha conducido vuestros pasos hasta Jerusalén. Vuestra tarea es sobrenatural. No lo olvidéis nunca.

Salomón abrió un cofre de acacia. Sacó un largo manto de color púrpura y vistió con él al arquitecto.

—Ésta es la vestidura de vuestro cargo, maestre Hiram. La llevaréis cuando hayáis concluido vuestra tarea.

—Prefiero el paño de cuero. ¿A cuántos pobres podría alimentar si vendiera ese manto?

El insulto era hiriente. Salomón mantuvo su calma.

—Si el templo no se construye, la miseria aumentará. Los hombres no se alimentan sólo del mundo material. Un pueblo necesita un centro espiritual. Y sólo puede ser un espacio sagrado donde se afirme diariamente la presencia divina. Sólo ella guía el alma de un país hacia una alegría al margen del tiempo, una alegría que es la clave de la felicidad de todos. Vender ese manto sería una falta contra el espíritu. Mejor haríais encontrando el medio de obtener el oro que me falta para financiar los trabajos.

—¿No sois rico, Majestad?

Salomón miró de frente a su maestro de obras, espléndido con su vestidura púrpura.

—No lo bastante, maestre Hiram. Puedo iniciar los trabajos, pero no llevar la obra hasta el final. Un rey más prudente se mostraría paciente. Pero siento que ha llegado la hora, que todo Israel debe unirse en la búsqueda de su grandeza.

Salomón no era un exaltado ni un utópico. La pasión de crear iluminaba su voz. Ciertamente, su dios no era el de Hiram. Pero la empresa comenzaba a seducir al maestro de obras.

—¿Por qué no pedir oro a la reina de Saba? —sugirió—. Su país lo tiene en abundancia, pero carece de trigo.

Salomón se sentó, pensativo.

—Es inútil, ese reino es inaccesible para Israel.

—Pero no para mí, Majestad.

Salomón miró a Hiram con una atención en la que se mezclaba el estupor.

—¿Qué queréis decir?

—Estuve y trabajé en aquel país. Uno de los arquitectos de la reina es amigo mío. Los miembros de nuestra corporación son poco numerosos. Nos unen vínculos muy estrechos. Hicimos juramento de ayudarnos en las situaciones difíciles. Si le pido que intervenga ante la reina para organizar una transacción comercial, lo hará.

—¿Y la reina?

—No puedo prometer nada.

Salomón no lo creía.

—Habladme de Saba.

—Es la isla de donde nace el sol, la colina primordial en la que se posó el Fénix, ardiendo en una hoguera de incienso, de mirra y de olíbano. En sus selvas viven guepardos, rinocerontes, panteras y jirafas. Sus habitantes domestican babuinos. Sus montañas están surcadas por profundas galerías en las que afloran oro y plata. Rebaños pacen en sus laderas. No hay pobres. Todos tienen vajilla de oro. Las patas de las sillas son de plata. La reina no es avara. Paga generosamente los alimentos que su pueblo necesita. Pero elige los países que le proporcionan las provisiones. Su belleza, según dicen, es la de una diosa.

—¿La conocisteis?

—No Cuando estuve en Saba, era sólo un joven maestro del Trazo, indigno de que me recibiera. Sólo la vi pasar, en su silla de mano, cubierta de oro rojo, pero únicamente divisé su tiara.

A Salomón no le agradaba convertirse en deudor de Hiram. Pedirle ayuda suponía bajar del trono y considerar al arquitecto como soberano de un universo que el rey de Israel no dominaba. Pero ¿no era más importante el templo de Israel que la vanidad de un monarca?

—No me gustan los fanfarrones, maestre Hiram. Haced venir oro de Saba, si sois capaz de ello.