18

Una víbora cornuda se levantó, a menos de un metro de Hiram, y se deslizó entre la maleza. El maestro de obras no se había movido. Hacía tres noches y casi tres días que permanecía en una inmovilidad casi mineral, indiferente a los lagartos y las serpientes que visitaban el interior de Ghor, hostil a cualquier presencia humana. Estrecha pero profunda depresión, Ghor era un angustiante surco en la carne de Israel, excavado desde el pie del monte Hermón hasta Idumea, donde merodeaban los beduinos, enemigos de Israel y de Egipto. En verano, el calor era tan insoportable como el frío en invierno. Según los viejos textos, allí se habían levantado las ciudades de Sodoma y Gomorra malditas por Dios. Cuando se produjera el nuevo diluvio, clamaban los profetas, furiosas aguas se arrojarían en la depresión de Ghor para borrar los crímenes de la humanidad.

Hiram se había sentado al pie de una palmera datilera, con la espalda apoyada en el rugoso tronco, frente al pozo de la cobra, seco desde hacía mucho tiempo.

Las palmas, a más de veinte metros del suelo, ofrecían algo de sombra cuando el sol se hacía demasiado ardiente. Al maestro de obras le gustaba aquel paisaje violento y descarnado, donde nada turbaba la meditación. Los insectos más venenosos producían menos estragos que los hombres. Para protegerse, bastaba con no molestarlos.

Estaba acostumbrado a esos períodos de aislamiento. La Casa de la Vida los imponía a cualquier maestro de obras antes de que comenzara a trazar el plano de un nuevo edificio. Necesitaba reunir las energías dispersas por lo cotidiano, situarse en el centro de sí mismo, recuperar el aliento del primer trabajo.

Aquellos esfuerzos nada eran comparados con el exilio. Hiram había pasado algunas semanas en el extranjero, en Siria, en Tiro y en Nubia, para terminar algunas obras, estudiar templos. Nunca había proyectado abandonar Egipto. Pensaba pasar el resto de su carrera en Karnak, donde los santuarios se embellecían sin cesar formando un gigantesco cuerpo en perpetuo crecimiento.

¿Por qué le había elegido Siamon? ¿Por qué le había enviado a ese país hostil donde debería, simultáneamente, ayudar a un rey y luchar contra él? Hablando a través de la persona del faraón, el destino estaba probándole del modo más implacable. Lejos de Egipto, de Tanis, de Karnak, de los seres amados, Hiram se veía condenado a tener éxito en secreto. No le quedaba más que una esperanza: que Salomón no acudiera a la cita.

El tercer día concluía. La aérea luz de una jornada anunciadora de la primavera comenzaba a oscurecerse. El rey de Israel no había aceptado la invitación del maestro de obras. No existía otra explicación. El cojo era demasiado cobarde como para no haber entregado el mensaje.

Cuando Hiram se levantó, decidido a escalar la empinada pendiente de casi un kilómetro que le sacaría de Ghor, una sombra se perfiló junto a la suya.

—Bienvenido a mi país, maestre Hiram —dijo Salomón—. Este lugar no es el más propicio para un encuentro.

—Me gusta el silencio, señor.

—Aquí vienen los magos que conocen las plantas que sanan y las que matan. ¿Sois uno de ellos?

—Mi reino es el de la piedra y la madera —repuso Hiram—. Sé mezclar los minerales, no los venenos.

El maestro de obras se volvió.

Su sorpresa fue tal que apenas pudo contener una exclamación.

Por un instante creyó que Salomón era el sosia de Siamon: vestido con una túnica púrpura, desnuda la cabeza, el rey de Israel se parecía al joven faraón que había sido uno de los más brillantes alumnos de la Casa de la Vida. Pero la luz era incierta. Hiram había sido víctima de una ilusión. Ghor creaba espejismos.

—¿De dónde venís, maestre Hiram?

—De Tiro, su rey me dijo que buscabais un arquitecto.

Salomón se sentía impresionado por aquel hombre de mirada abrasadora, de amplia frente y anchos hombros. La negra cabellera, las espesas cejas y la nariz muy recta daban al rostro una expresión de severidad. Robusto, seguro de su poder, maestre Hiram no pertenecía a la raza de los esclavos y los servidores. Hiram era tan distante, altivo casi, cuanto Salomón era seductor y encantador. Nadie en la corte de Israel poseía una personalidad tan tajante como el arquitecto llegado de Tiro.

Salomón sentía una mezcla de admiración y temor. Como si aquel hombre le anunciara al mismo tiempo su salvación y pérdida.

Hiram se sintió intrigado por Salomón. El rey de Israel tenía la naturaleza de un faraón. No se parecía a aquellos déspotas y jefes de clan que utilizaban su poder para satisfacer sus pasiones, despreciando su país y su pueblo.

Salomón no solía acudir a la convocatoria de un inferior, aunque fuera un arquitecto famoso. Durante dos días había hecho investigar el pasado de Hiram. Elihap, su secretario, le había informado de que el maestro de obras era hijo de una viuda de la tribu de Dan y de un tirio. Tenía fama de ser huraño y solitario, indiferente a los honores y las alabanzas, capaz de resolver las mayores dificultades técnicas y dominar los más rebeldes materiales. A Hiram no se le elegía. Él era quien lo hacía.

—¿Cuál es vuestra ciencia, maestre Hiram?

—El arte del Trazo.

—¿De qué os sirve?

—Para tallar piedras, unirlas y levantarlas, de modo que puedan colocarse sin retoques y el edificio resista el paso del tiempo.

El arte del Trazo ¿quién había oído hablar de aquella misteriosa ciencia que había atravesado las edades y sin la que no podía concebirse ningún gran edificio?

Los artesanos hebreos ignoraban el Trazo.

—¿Aceptaréis revelarme ese arte?

—No, señor. O me contratáis dándome plenos poderes en mi obra o me marcharé.

—No es éste un lenguaje diplomático, maestre Hiram.

—No lo soy y no pienso serlo.

—¿Hacer concesiones no es el comienzo de la Sabiduría?

—No lo concibo así, rey de Israel ¿Acaso la Sabiduría no es creación de Dios, establecida por toda la eternidad, antes del nacimiento de la Tierra? ¿No es la fuente de todo conocimiento humano?

Un ronco bufido interrumpió el diálogo.

Agazapado en una roca, unos diez metros por encima de ambos hombres, el leopardo estaba dispuesto a saltar sobre sus dos fáciles presas. Alto, pesando más de ochenta kilos, el magnífico felino era un verdadero acróbata que saltaba de pendiente en pendiente con la agilidad de una cabra montesa. En pocos segundos alcanzaba la velocidad de un furioso viento y nunca regresaba de vacío cuando salía a cazar.

Con sus ojos, amarillos y negros, contemplaba sus futuras víctimas.

—Uno de nosotros no sobrevivirá —declaró Salomón, cuya voz no temblaba—. ¿Sabréis defender la existencia de un rey?

—Defenderé primero la mía —repuso Hiram—. No soy vuestro servidor.

—Lo sois a partir de ahora. Os contrato como maestro de obras y os confío la construcción de un gran templo en Jerusalén. Vuestra vida por la mía, ése es ahora vuestro deber, si las circunstancias lo exigen.

Hiram se colocó lentamente ante Salomón. El leopardo se irguió y rugió de nuevo, descubriendo sus colmillos.

El rey de Israel hizo girar el anillo que Betsabé le había dado y, luego, paso el índice por las letras que componían el nombre de Yahvé.

Aterrado, el leopardo lanzó un gruñido de dolor. Con su pata delantera intentó apartar un invisible adversario que le laceraba el flanco. Irritado, saltó las piedras amontonadas por un desprendimiento, perdió el equilibrio y desapareció entre unos matorrales espinosos.

—Dios vela por nosotros —dijo Salomón.

—Merecéis vuestra reputación —observo el arquitecto.

—Dios os ha traído al fondo de este abismo. Él me pidió que os eligiera. Ya no sois dueño de vos mismo, maestre Hiram.