Nagsara se maquillaba con una crema refrescante a base de hojas de alheña. Se había pintado las uñas de las manos de un amarillo dorado. Pasaba horas y horas preparándose y poniéndose hermosa para un rey al que no veía casi nunca. La pasión de Salomón se había extinguido cuando regresó de Tiro. Nagsara había utilizado en vano las armas de la seducción. Su esposo, sin avisarla, había abandonado Jerusalén para instalarse en una mediocre casa, en el lugar de Eziongeber, a un extremo del golfo elanítico a orillas del mar Rojo.
—¿Deseabais verme, Majestad? —preguntó inquieto el mayordomo de palacio.
—¿Dónde está mi marido?
—En Eziongeber.
—¿Por cuánto tiempo? Esta ausencia comienza a ser exasperante.
—El rey está construyendo un puerto —explicó el mayordomo de palacio, temiendo un nuevo acceso de cólera por parte de la egipcia—. ¿Qué deseáis para cenar?
—¡No tengo hambre! —aulló Nagsara.
El mayordomo de palacio desapareció. La reina se derrumbó en su lecho, derramando cálidas lágrimas. En su aflicción, Nagsara se juró encontrar el modo de llamar la atención de Salomón y retenerlo a su lado.
El viento procedente de África soplaba con violencia sobre el puerto de Eziongeber, impidiendo que los navíos de gran tonelaje entraran en el puerto y obligándolos a fondear a lo lejos. Los finos cabellos de Salomón revoloteaban en las desencadenadas ráfagas que levantaban inmensas olas.
El rey de Israel se alegraba del trabajo efectuado por los equipos de obreros colocados bajo la dirección de Jeroboam, satisfecho de haber podido probar una vez más su competencia. Una ciudad había sido edificada rápidamente en casi setecientas hectáreas. Ciertamente, los materiales utilizados eran de calidad mediocre, las casas carecían de encanto y de comodidades. Pero el pueblo de Israel poseía por fin un gran puerto Salomón, sin embargo, no se hacía muchas ilusiones. Los hebreos temían el mar. Les gustaba sentir bajo sus pies la tierra firme. Jamás rivalizarían con los marinos fenicios, jamás controlarían las rutas marítimas de Oriente y Occidente. Pero no era ése el objetivo buscado. Al franquear las fortificadas puertas de Eziongeber, defendida por murallas de ocho metros de altura, las caravanas iniciaban una serie de idas y venidas, benéficas para la economía de Israel. Pronto serian desembarcados los materiales comprados al rey de Tiro. Eziongeber, escala en los itinerarios de África, Arabia y la India, atraería a numerosos navíos que pagarían derecho de atraque.
Aquellas medidas no bastarían para financiar la construcción del templo. Salomón acariciaba, entre el índice y el pulgar, una pepita de oro del tamaño de un hueso de aceituna. Había muchas más, gruesas como un níspero e, incluso, como una nuez grande en el país de Ofir que los egipcios denominaban Punt y los africanos Saba. Sus montañas eran de oro y el polvo de plata. La gente del pueblo llevaba en las muñecas brazaletes y en la garganta collares de un oro tan puro que no era preciso refinado en un crisol. La reina de Saba, Balkis, era la mujer más rica del mundo. Explotaba minas de oro rojo, sin rastro de plata, de berilio y esmeralda. La gente de Saba, famosa por su apacible carácter, vendía también opio y especias. Solían poner a su cabeza a una mujer, servidora de un dios supremo. Salomón necesitaba oro de Saba para pagar al rey de Tiro y construir el templo de Jerusalén. Pero la tierra de las maravillas sólo era accesible por mar. Por ello el rey de Israel había creado un puerto, ordenado la construcción de naves mercantes y dispuesto que todo un cuerpo de infantes se convirtieran en marinos.
La flota de Salomón, cargada de aceite, vino y trigo, estaba lista para zarpar hacia Saba. Cuando regresara con el oro rojo, el joven monarca sabría que su gran obra podría realizarse.
Elihap interrumpió la meditación de Salomón El secretario, a quien el viento no le gustaba demasiado, se vio obligado a levantar la voz.
—Perdonadme, Majestad, pero el mayordomo de palacio desea que regreséis inmediatamente a Jerusalén.
—¿Qué ocurre?
—Un motín —confesó el secretario—. El pueblo se rebela.
Algunas jarras de vino se habían derramado sobre telas de lana. Los matarifes blandían sus cuchillos y laceraban los paños. Cuartos de carne cubrían el suelo, pisoteados por algunos bataneros que corrían en desorden hacia los barrios altos de Jerusalén. Los mendigos aprovechaban la confusión para pillar los puestos de pescado y robar frutas en el mercado. Los fabricantes de zapatos los arrojaban a la cabeza de los soldados de la guardia que, al mando del general Banaias, impedía el acceso a la calleja que llevaba a palacio. Mujeres y niños se habían refugiado en las casas.
La muchedumbre, furiosa, había cruzado aullando la rosaleda que databa del tiempo de los profetas. Los asnos, enloquecidos, trotaban en todas direcciones, derribando su carga. No había una sola calleja que no estuviera invadida por un populacho desencadenado que injuriaba a David y su linaje.
En ausencia del rey, el general Banaias se sintió perdido ¿Debía ordenar que dispararan los arqueros y provocar una guerra civil1? Le desesperaba ver como se escarnecía el orden. No, no entregaría la casa real a aquellos andrajosos. Mejor era morir combatiendo.
De pronto, los cabecillas se dieron la vuelta. Acababa de producirse un acontecimiento imprevisto cuyo impacto trastornaba las hileras de insurrectos, desde la ciudad baja hasta las cercanías del palacio, cesaron los aullidos. Luego se estableció un pesado silencio.
Salomón, solo y sin guardias, había cruzado la gran puerta de acceso y avanzaba con paso tranquilo entre las hileras de los sublevados. Muchos habitantes de la capital veían así al rey por primera vez. Ninguno se atrevió a tocarle por miedo a ser fulminado.
En su rostro no había expresión de temor alguna. Parecía tan sereno como si paseara a solas por las landas.
Salomón se dirigió a uno de los cabecillas, muy excitado, un curtidor de gastadas manos.
—¿A qué viene este tumulto?
El curtidor se arrodilló.
—Señor. Es la egipcia.
—¿Qué le reprochas a la reina de Israel?
—Rinde culto a la serpiente del mal, a la que nos hizo salir del paraíso.
—¿Quién lo afirma?
—Es verdad, señor. No toleres tú, nuestro rey, semejante ultraje a Yahvé.
—Regresa al trabajo. Reino por la gracia de Dios. De Él tengo mi poder. Jamás le traicionaré.
El curtidor besó la parte baja de la túnica del soberano. Levantándose, gritó a pleno pulmón, «Viva Salomón».
La muchedumbre repitió la aclamación.
Una hora más tarde, las transacciones echaban humo en el mercado.
Nagsara, maquillada con el inimitable arte de las mujeres de Egipto, desafiaba a su esposo.
—¿Israel es incapaz de admitir otros cultos? ¿Tan celoso y estúpido es Yahvé?
—¿Ignoráis que la serpiente, para mi pueblo, es el símbolo del mal?
—Vuestro pueblo es inculto En Egipto, la cobra que yo venero.[5] protege las cosechas Rindiéndole homenaje, atraigo la prosperidad sobre Israel.
Salomón, indiferente a las miradas de la hija del faraón, seguía mostrándose severo.
—Vuestra cultura es vasta, Nagsara. No ignoráis la fábula del reptil que engañó a Adán y Eva. Al ofrecer un sacrificio público a vuestra cobra sagrada, habéis puesto en peligro mi trono.
—Sí, he provocado a Jerusalén. Era el único medio de haceros regresar de ese puerto perdido en el mar Rojo. Condenadme, castigadme. Pero concededme al menos una mirada.
Salomón abrazó a la reina, invitándola a tenderse junto a él en un lecho de almohadones.
—Eres injusta, Nagsara. El oficio de rey es exigente. Dios me ha confiado la tarea de construir Israel ¿No debe ser ésta la primera de mis preocupaciones?
La joven egipcia apoyó la cabeza en el pecho de Salomón.
—Acepto ser la segunda, señor, pero quiero ser amada. El fuego que has encendido en mis venas sólo tú puedes apagarlo. Gracias a ti, mi dolor se transforma en felicidad. Te amo, dueño mío.
Salomón, con hábil mano, hizo resbalar la túnica de Nagsara. Ella cerró los ojos, ebria de alegría.
Las golondrinas danzaban a la luz del ocaso. Su vuelo era tan rápido que la mirada de Salomón no conseguía seguirlas. El rey de Israel recordó la leyenda según la que aquellos pájaros eran las almas inmortales de los faraones de Egipto que regresaban a la luz de la que habían salido.
¡Qué lejos de ellos se sentía en esos instantes de soledad! Salomón había puesto fin al escándalo provocado por Nagsara. El pueblo seguía concediéndole su confianza, aunque hubiera permitido a la reina conservar su fe. En adelante, celebraría su culto en un lugar retirado, en un altozano de la ciudad al abrigo de las miradas. No importaba que todos lo supieran. Lo importante era, para la casta de los sacerdotes, que nada se viera.
Nagsara vivía una felicidad sin mácula. Había escuchado a las más sensuales concubinas y se ofrecía a su esposo con ardor ¿Cómo podía Salomón gozar sin trabas de un cuerpo, por perfecto que fuera, si su espíritu se hallaba atenazado por insoportables preocupaciones?
Desaparecidos David y Natán, recluida y silenciosa Betsabé, encaramada Nagsara en su egoísmo, Salomón no tenía ya confidente cuando estaba sufriendo un terrible fracaso, cuando la gran empresa de su reinado se quebraba contra la muralla de una implacable realidad.
Sus bajeles no habían llegado a Saba. La marina egipcia, considerando que aquel territorio era un coto protegido, los había desviado sin violencia ¿Cómo podía protestar Salomón si había intentado engañar la vigilancia de la tropa del faraón? Expedición precipitada, mal preparada. Salomón había sobre valorado la capacidad de sus soldados.
El oro de Saba no llegaría, el rey de Israel haría el ridículo ante el de Tiro. El templo no se construiría nunca.
Salomón había perdido su apuesta con Dios.