14

—Los hebreos huelen mal —dijo la princesa Nagsara a su peluquera—. Quema incienso y mirra. Exijo que esta miserable morada esté perfumada constantemente.

Las sirvientas de la hija del faraón trabajaban sin descanso desde primeras horas de la mañana preparando a su dueña para el banquete de la noche, que celebraría el matrimonio de Estado. Utilizando un peine de oro, la peluquera había arreglado los finos cabellos de Nagsara, que se miraba sin cesar en un espejo de cobre de superficie perfectamente pulida.

Pese a los mesurados consejos del mayordomo de palacio, Nagsara había rechazado hacer la menor concesión a la moda judía. Se vestiría a la egipcia y se mostraría con el esplendor de una reina nacida de la más antigua y más respetada de las civilizaciones. Así, antes de abandonar sus apartamentos y dirigirse a palacio, Nagsara hizo que le pusieran en la cabeza un cono de perfumadas esencias que iría fundiéndose en su peluca durante toda la velada. Por prudencia, colocó en su sandalia un minúsculo vaporizador de piel. Con una simple presión del dedo del pie, liberaría delicados aromas.

Nerviosa, la princesa verificó una vez más su tocado, que consideró insuficientemente rizado. Su maquillaje tampoco le gustaba. Peluquera y maquilladora tuvieron que ponerse de nuevo a trabajar, manipulando espátulas, peines y cucharas para maquillaje. Adelgazaron el dibujo de los labios, subrayaron la línea de las cejas con una pasta de un negro azulado. Azulearon las pestañas y tintaron de rojo las uñas de las manos y los pies.

Satisfecha por fin, Nagsara aceptó el vestido de fino lino que le habían regalado, antes de su partida, las tejedoras de Tanis. El anochecer era fresco y se puso en los hombros una estola de lana.

Salomón le había enviado los soldados de su guardia personal, al mando de Banaias, y un carro de madera dorada provisto de un confortable asiento y cubierto por un dosel. En el interior del palacio, el rey había hecho derribar dos muros, creando un gran espacio donde se habían instalado mesas bajas.

El soberano recibió a cada uno de sus invitados, les dio el ósculo de la paz y les lavó los pies. Se sentaron en el lugar que el mayordomo de palacio les indicaba, unos con las piernas cruzadas sobre almohadones, otros en sillas de madera. En medio de la sala, la mesa de honor, aislada y soberbia. Sus dorados refulgían a la luz de las grandes antorchas.

Cocineros, coperos, paneteros habían trabajado con ardor para que el banquete se recordara como el más suntuoso de la historia de Israel. Sobre manteles de colores se habían dispuesto copas y vajilla de plata, cucharas de marfil y de madera. En platos de arcilla, alcaparras, menta, romero, ajo, cebolla, cilantro y azafrán. Nadie se atrevía a tocar esos entrantes. Los ojos estaban clavados en la puerta de acceso a la sala del festejo.

Apareció Nagsara, hija del faraón Siamon. La futura reina de Israel, con la magnificencia de su vestido de lino y sus joyas de oro, ridiculizó a las mujeres de los cortesanos. La legendaria belleza de Egipto penetraba en Jerusalén, brutalmente reducida al rango de pequeña ciudad provinciana.

En aquella mujer que levantaba ya celos y codicias, Salomón veía sólo una paz que salvaría millares de vidas. Nagsara advirtió la frialdad de aquel que iba a ser su marido. Con su túnica roja y azul, bordada con hilos de oro, el rey de Israel la contemplaba sin ternura. Sus pensamientos se dirigían a la alianza entre dos países, no al amor de una joven princesa.

—¿Querrá el poderoso soberano de Israel escuchar la voz de mi país? —preguntó con dulzura—. Los cantos y las danzas me recordarán la tierra donde nací. Disiparán mi pena, me harán olvidar que he dejado para siempre mi familia y derramarán alegría en los corazones.

Entraron unas tocadoras de arpas, laúdes y tamboriles. Les siguieron unas danzarinas vestidas con un sencillo paño de fibras vegetales que se levantaba con cada uno de sus movimientos. Se agitaron cadenciosamente, al hechicero ritmo de la orquesta. Los comensales, deslumbrados por tanta audacia, no apartaban los ojos de los menudos pechos y las piernas ágiles. Los oídos se dejaban seducir por una suave música mientras Salomón, tomando las manos de la princesa, la invitaba a sentarse junto a él.

—Os haré construir una hermosa morada en el recinto del templo —murmuró.

—¿Cuándo estará terminada?

Salomón no respondió, fingiendo admirar las evoluciones de las danzarinas. Nagsara, furiosa contra sí misma, se mordió los labios. Su estúpida pregunta había importunado al hombre que, ahora, deseaba conquistar. Su padre, el faraón Siamon, contra quien había alimentado un sentimiento de rebeldía no le había reservado un destino nefasto ¿Sabría agradecerle que le permitiera vivir unas horas en las que iba a convertirse en esposa de tan seductor monarca? ¿Era amor ese éxtasis que aniquilaba a todos los seres, con excepción de uno solo?

Se sirvió ternera bien cebada, pichones, perdices, codornices asadas con fuego de leña y, manjar de excepción, un cordero lechal asado con sarmientos. Más delicadas eran todavía las langostas cocidas con agua y sal, a las que los cocineros habían quitado las patas y la cabeza tras haberlas secado al sol. Otras habían sido confitadas con miel. Los coperos no dejaban de escanciar un bermejo vino.

Al finalizar la última vela, el mayordomo de palacio exigió silencio. Salomón tomó la mano derecha de Nagsara. El heraldo proclamó su boda, sellando el tratado de paz y de amistad que unía a Egipto e Israel y los convertía en aliados contra un eventual agresor. Las aclamaciones saludaron el acontecimiento. Luego prosiguió el ágape, más ruidoso y desenfrenado.

Salomón había apartado su mano. Nagsara se sorprendió.

—¿No somos marido y mujer, señor?

—Así lo quiere la ley de los reyes. Pero ¿cómo puedo obligaros a amarme?

—Una mujer de Egipto nunca acepta la coacción.

Nagsara lamentó enseguida sus vivas palabras. Se comportaba como un ser huraño, indomable, cuando habría deseado manifestar su confianza ¿Qué genio malo la obligaba a traicionarse así?

Salomón tomó de nuevo la mano de su esposa. El suave contacto de sus dedos hizo temblar a Nagsara.

—Recuerda tú, que te conviertes en reina de Israel, que el aliento de nuestra existencia es una humareda que se disipa en el cielo —le aconsejó—. Cuando desaparece, nuestro cuerpo se reduce a cenizas, nuestro espíritu se desvanece como el aire. Nuestra vida pasará como la estela de una nube, como la huella invisible de una sombra. Nuestros pensamientos sólo habrán sido chispas brotadas de los latidos del corazón. Goza el instante y no pienses en otra cosa ¿Qué importan la miseria y la vejez? Aquí, son ilusiones. El bermejo vino que te ofrezco es el mensajero del sol que lo ha madurado. Deja que se introduzca en tus venas, que sea la luz que ilumine tus gestos.

Nagsara aceptó la copa que Salomón le ofrecía. Tras haber bebido con delectación, se la presentó a su vez. Cuando él se la llevó a los labios, la princesa degustó aquella consumada comunión. Con una ligera presión del pie, liberó el perfume oculto en su sandalia, que formó una invisible barrera entre la pareja y los demás comensales.

Nagsara estaba sola, cruelmente decepcionada. Al finalizar el banquete, sus servidores la habían acompañado a sus aposentos. Salomón se había quedado con sus invitados. Sin duda había concluido la noche en el lecho de una de sus numerosas concubinas. El naciente amor había sido escarnecido. No sólo iba a ahogar el sentimiento que crecía ya en ella sino que rechazaría, también, con el mayor vigor, a aquel monstruo, si intentaba acercarse.

Cuando la peluquera anunció la llegada del rey de Israel, Nagsara, despreciando cualquier protocolo, se negó a recibirle.

Salomón forzó la puerta de su esposa.

Furiosa, la joven se irguió ante él.

—¡Salid inmediatamente de mi casa! —ordenó.

—También es la mía —dijo tranquilo Salomón, sujetando las muñecas de Nagsara que intentaba en vano golpearle.

—¡Marchaos, os lo ruego!

—Lo haré, tierna esposa, pero no sin vos. Tengo tantas maravillas que mostraros. Nuestro carro está listo. Yo mismo lo conduciré.

—Quiero quedarme aquí.

La agresividad de Nagsara disminuía. El contacto de Salomón la encantaba. No podía resistir el extraño calor que la invadía.

—Dejadme sola —imploró.

—¿Por qué me rechazáis?

—¡Porque os detesto!

Nagsara se separó de Salomón.

—¡Me habéis insultado, ridiculizado! ¡Me tratáis como a una de esas perras concubinas!—. Encerradme en este palacio y abandonadme.

El rey pareció sorprendido.

—No comprendo, Nagsara ¿Tan graves faltas he cometido?

La princesa, con el rostro enfurruñado, se apartó.

—Vuestra ausencia, esta noche.

—Se trata de eso. ¡El protocolo, hermosa Nagsara, sólo el protocolo! No tenía elección. Mis pensamientos estaban con vos ¿Lo dudáis acaso?

Las últimas resistencias de la egipcia se derrumbaron. Aceptó el brazo de Salomón.

—Pero apenas estoy vestida, yo.

—La reina de Israel está así muy bella. No perdamos más tiempo.

Nagsara subió al carro junto a su esposo. Cuando él la tomó del talle, se puso rígida. Su victoria era demasiado fácil. La manipulaba como si fuera una de aquellas muñecas de trapo que tanto gustaban a las niñas. Salomón no la forzó, limitándose a sujetarla para que no cayera. La pareja cruzó pequeñas llanuras amenizadas por bosquecillos de arbustos que ocultaban apacibles aldeas. Entre el vallejo de las moreras y el cerro de los melocotones se extendían numerosas viñas. Salomón se detuvo al pie de las terrazas que contenían la tierra, impidiendo los deslizamientos. Llevó a Nagsara hacia un lago que dominaba una colina boscosa. En la orilla, los pescadores reparaban sus redes manejando hábilmente la aguja. En el suelo reposaban algunos anzuelos de cobre. El esparabel, lastrado con plomo, era una gran red que los más hábiles sabían arrojar con un solo gesto desde las amplias barcas que resistían las corrientes. Los hombres cantaban Habían conseguido una buena pesca y devolvían los peces impuros, los que no tenían aletas ni escamas. Su patrón ofreció a la pareja real un lucio que estaba asándose al fuego. Nagsara rechazó un alimento que satisfizo a su esposo.

Luego se marcharon, cruzaron una olorosa landa, poblada de retama y acanto. Unos pájaros revoloteaban entre las ramas de los árboles de la mostaza, cuyo grano era pulverizado por los cocineros para convertirlo en condimento. Dejando que su mano colgara fuera del carro, Nagsara se hirió con un cardo gigante. Salomón depositó en el pinchazo un largo beso. A la vista del mar de Galilea,[4] la joven esposa olvidó su dolor. Se trataba sólo de un pequeño lago en forma de arpa Un buen nadador lo atravesaba en menos de una hora. Pero su belleza era tal que la más hastiada mirada se iluminaba al verlo. Sus aguas, de un azul zafiro, eran surcadas por barquitas de pescadores que vivían en las casas blancas construidas entre los jazmines y las adelfas que adornaban las orillas. Las colinas, de un tierno verde, los protegían de los vientos que, en aquel hermoso día, hacían bailar las flores.

—Aquí nada ha cambiado desde el nacimiento del mundo —reveló Salomón—. Sólo la paz reina. Tras ver este mar tranquilo, con los colores de la eternidad, he querido ofrecérselo a mi pueblo y al vuestro.

Nagsara dejó de luchar contra sí misma. Sentía emociones que la habían rozado, en los jardines de El Fayum, a orillas de los estanques por donde bogaban jóvenes príncipes de cuerpo perfecto.

Apoyó su cabeza en el hombro de Salomón. Sintiéndola abandonarse, permaneció inmóvil mucho rato antes de abrazarla y ofrecerle un primer beso.

La mirada de Nagsara había cambiado. Lloraba y reía al mismo tiempo. El pasado moría en ella, arrastrado por la brisa que rizaba el curso del Jordán hacia el que la llevaba el rey. Condujo a su esposa por un estrecho sendero que dominaba las marismas antes de trepar entre bloques de basalto y hundirse en un paisaje formado por escarpadas riberas y espesos matorrales.

Nagsara no se atrevió a interrogar a Salomón sobre la meta de su escapada. Le gustaba dejarse guiar por quien la había hechizado. Cayendo de lo alto de un acantilado sobre un islote poblado de ibis, una cascada derramaba en el aire ligero su voz cristalina. El mundo se convertía en un limpio sueño, más suave que la miel. Las adelfas cerraban el camino. Salomón apartó las ramas, descubriendo un curioso estanque de agitadas aguas. Una cigüeña emprendió el vuelo en un promontorio. Nagsara retrocedió, posando el pie en una tierra blanda y húmeda de la que brotaban juncos y papiros. Pero un tibio líquido acarició sus pies.

—Manantiales calientes —explicó Salomón—. Los más secretos de Israel. Venid a bañaros. Harán desaparecer la fatiga.

El rey quitó la ropa a la princesa antes de desnudarse también. Luego, con los labios unidos, la tomó en sus brazos y se zambulló en los manantiales. Dorados por el sol poniente, con el cuerpo acariciado por un delicioso burbujeo, el rey y la reina se amaron en la embriaguez de su deseo.