Nagsara, la hija del faraón Siamon, estaba aterrorizada. A sus diecisiete años, nunca había abandonado Egipto ni la corte real, donde había vivido entre cómodos lujos, alejada del mundo exterior y de sus viles realidades. Al no estar destinada a reinar, Nagsara había gozado de la cultura ofrecida a las mujeres de la alta sociedad: poesía, danza, música, participación en los ritos de la diosa Hathor, servicio del templo, paseos por la campiña y por el Nilo, suntuosos banquetes. La adolescencia de la hija del faraón transcurría en una sucesión de placeres y fiestas. Cuando lo hubieran decidido, Nagsara se casaría con el hombre de quien se hubiera enamorado y le ofrecería dos hijos, un muchacho y una niña. Luego los días felices se sucederían sin cesar, corriendo al ritmo de las estaciones, bajo la protección del sol divino.
Los sueños de felicidad de la joven princesa se habían roto brutalmente cuando su padre la había llamado a palacio del modo más oficial, en presencia de sus consejeros. Le había comunicado su decisión: para servir los intereses de Egipto, Nagsara iría a Jerusalén donde se convertiría en la esposa del rey Salomón, sellando así el pacto que abriría una era de paz y de amistad.
Trastornada, la joven no tuvo ni siquiera fuerzas para recordar que aquella práctica era contraria a la tradición y que ella sería la primera hija de un faraón entregada en matrimonio a un extranjero.
Nagsara sollozó durante todo un día. Pensó en arrojarse al vacío, desde lo más alto de palacio. Pero el suicidio correspondía a los condenados a muerte. Ningún ser humano tenía derecho a suprimirse, so pena de aniquilar su alma y ser incapaz de cruzar las puertas del más allá.
Hasta su partida, Nagsara había vivido en una bruma parecida a la que invadía las calles de Tanis, durante las mañanas de invierno, y sólo se disipaba a la hora en que triunfaba el sol. Pero el corazón de la hija del faraón, prisionero de una noche helada, había perdido el camino de la luz.
Ella, tan risueña por lo general, tenía un rostro triste y fatigado. Languidecía, se había dejado maquillar y vestir sin reaccionar. Su peluquera lloraba. Naturalmente, había embellecido los rasgos todavía infantiles de Nagsara, pero sin alegrarla. La trenzada peluca, perfumada con jazmín, era una obra de arte. Los negros ojos de la princesa, sus labios realzados con carmín, sus mejillas algo maquilladas de naranja, sus largas pestañas le daban un rostro encantador. Pero ¿para qué hacer seductora a una condenada a la peor de las penas, el exilio?
Desde su partida de Tanis, Nagsara había cerrado los ojos esperando que aquel falso sueño la llevara al mundo de los dioses. Cuando los abrió de nuevo fue para descubrir la carretera empedrada de basalto que llevaba a Jerusalén, por la que circulaba su carro tirado por empenachados caballos. Le seguía una hilera de vehículos cargados de regalos para Salomón. La princesa estaba protegida por una tropa de élite y llevaba una numerosa servidumbre encargada de satisfacer sus menores deseos. Pero ¿qué deseo podía tener una hija del faraón prometida a un rey extranjero, al que temía más que a un demonio nocturno?
En aquel comienzo de invierno, el cielo había revestido una túnica de inquietante gris. El cortejo había desafiado la lluvia y el viento, tras haber abandonado las claras alboradas y los dorados ocasos de Egipto.
Un olor a pescado agredió la nariz de Nagsara. Era día de mercado en la capital de Israel. Las callejas hedían, y eran tan estrechas que el carro pasaba con dificultad. Nagsara lanzó un grito de espanto cuando una decena de mendigos, excitándose unos a otros, se agarraron a las rejas de madera que servían de ventanas. Harapientos, aullando injurias, con las manos sucias, querían tocar a la hermosa egipcia llegada de un país legendario. Los arqueros les apartaron con brutalidad. Huyeron pisoteando a un leproso que no había podido correr con bastante celeridad.
Entre las casas de los ricos, cubiertas de tejas, y las de los pobres, con techos de cañas y tierra batida, los soldados intentaban en vano hacer respetar una apariencia de orden. La excitación había llegado al máximo. La muchedumbre manifestaba una ruidosa alegría, pasmada al comprobar que el rumor no había mentido: ¡una hija de faraón venía a ofrecerse al rey de Israel!
No había grandes avenidas, como en Tebas o Menfis, sino una sucesión de pequeñas arterias entrecruzadas, algunas de las cuales tenían peldaños para facilitar el ascenso de los asnos cargados de alimentos. A Nagsara le pareció entrar en un mundo cerrado, asfixiante, del que sería prisionera para siempre.
Había perdido los jardines que precedían las mansiones de los nobles egipcios; se habían desvanecido los árboles y los matorrales floridos. Habían desaparecido las construcciones de madera, cubiertas de follaje, bajo las que se tomaba el fresco.
La marcha del carro se vio interrumpida por el paso de unas ocas y gallinas escapadas de una granja situada en pleno centro de la capital. El incidente no arrancó a Nagsara sonrisa alguna, pero un perfume conocido tranquilizó por unos instantes su nerviosismo: el de las flores de un jazmín gigante que adornaba los muros de un patinillo donde se amontonaban utensilios de cobre. Era un milagro en aquella estación. La muchacha adoraba ese olor que le recordaba sus juegos de infancia junto al estanque de palacio.
Unas vueltas de rueda más y el maravilloso aroma fue sustituido por la pestilencia que emanaba de negruzcas humaredas. Las amas de casa quemaban los desechos y los excrementos; otras cocinaban carne o pescado. La brutalidad de los olores de Jerusalén había disipado enseguida un instante de sueño.
De pronto, Nagsara se mordió la muñeca hasta casi hacerse sangre. Luego, advirtió que se comportaba como una alocada, indigna de su rango. Le indignó que una hija del faraón pudiera presentarse al rey de Israel en tan despreciable estado. El amontonamiento de las casas, la falta de espacio, no podían hacerle olvidar que entraba en la capital de un Estado poderoso, gobernado por un monarca de creciente fama. En aquel lugar, Nagsara era Egipto. Se convertía en heredera y responsable de la nobleza de su país.
El cortejo se vio obligado a detenerse al pie de una calderería. Los obreros habían cerrado el camino con sus utensilios. Golpeaban a martillazos el metal, modelaban calderos. Apostrofados por los soldados dejaron libre el paso a regañadientes. Un aguador se acercó al carro.
—¡Bebed, princesa! ¡Ved qué fresca es!
Nagsara aceptó. Y a cambio del odre dio al mercader una copa de plata.
El aguador blandió su magnífico trofeo y alabó la bondad de la egipcia que daba riquezas a la gente del pueblo. Nagsara acababa de conquistar el corazón de un barrio de Jerusalén. Pese a la desesperación que la roía, decidió no seguir siendo una niña languideciente.
Pronto comparecería ante Salomón, cuya belleza e inteligencia tanto le habían alabado.
No le decepcionaría.
Al cabo de dos horas de pacientes y atentos esfuerzos, los servidores del sumo sacerdote Sadoq acababan de vestir a su señor con las ropas rituales. Con las esquinas de la barba sin cortar, como exigía la costumbre, Sadoq iba tocado con un turbante de franjas violeta cubierto con una tiara de oro en la que una inscripción proclamaba: «Gloria a Yahvé». Sobre su túnica de lino, un sobrepelliz violeta adornado con granadas entre las que colgaban campanillas de oro cuyo agridulce sonido alejaba las fuerzas demoníacas. Por encima de todo, una prenda única, la efod, tejida con hilos de oro y carmesí, fijada en los hombros del sumo sacerdote con broches dorados cerrados por dos ónices. En la efod se había prendido el famoso pectoral de doce piedras preciosas, entre ellas el topacio, la esmeralda, el zafiro, el jaspe, la amatista, el ágata, el carbunclo y el sardónice, que simbolizaban las doce tribus de Israel. Unido al pectoral, un pequeño saco que contenía dos dados. Arrojándolos, el sumo sacerdote revelaba los Números utilizados por Dios para construir el mundo.
El flaco Sadoq, vestido de este modo, suscitaba una admiración cercana al temor. Precedido por dos sacerdotes, fue introducido en la sala del trono donde le aguardaba Salomón.
¿Por qué has pedido audiencia, Sadoq? ¿No debías velar por los preparativos de mi boda?
Altivo, el sumo sacerdote repuso en tono cortante:
—Esta unión disgusta a Yahvé, Majestad. ¿Por qué no elegís esposa entre vuestras concubinas? Esta egipcia no comparte nuestra fe. Será una mala reina y atraerá la desgracia sobre Israel. Renuncia a ese matrimonio y no descontentes a tu pueblo. Dios habla por mi boca.
La mirada de Salomón fulguró. El ardor que iba dominándole le impulsaba a abofetear al insolente religioso que le debía obediencia absoluta. Pero el rey de los hebreos debía conservar, en cualquier circunstancia, el dominio sobre sí mismo.
—¿Y si no te hago caso, Sadoq, qué sucederá?
—Me negaré a celebrar el impío matrimonio, Majestad. Compareceré ante el pueblo y me despojaré de mis ornamentos rituales ante los ojos de los creyentes. Les explicaré que el sumo sacerdote de Yahvé arroja así la mala suerte sobre la cabeza del rey y de la egipcia.
Sadoq, con un rictus en los labios, triunfaba. Salomón creía haber nombrado a un hombre de paja que cumpliría al pie de la letra sus instrucciones. Advertía ahora que el sumo sacerdote ejercía un poder real. Sadoq pensaba convertirse en un personaje de inmensa altura, casi igual al rey que, en adelante, se vería obligado a consultarle antes de tomar una decisión.
A Sadoq le extrañó la tranquilidad de Salomón. Esperaba una reacción violenta que habría utilizado en su beneficio, estigmatizando la vehemencia de un monarca demasiado joven. Pero éste, débil o razonable, ni siquiera intentaba luchar.
—Toma los dados que detentas, Sadoq.
—Los dados, pero…
—Antes de lanzarlos sobre las losas de esta sala, demuéstrame que hablas en nombre de Dios anunciándome los Números que van a salir.
—Es una leyenda, señor, nada más, y…
—El cinco y el siete, Sadoq, el cinco, número del hombre, y el siete, número de la mujer. Si mi previsión es justa, Dios bendecirá mi boda con la hija del rey de Egipto. Lanza los dados, sumo sacerdote.
Vacilante primero, Sadoq los sacó de la bolsa de cuero. Los estrechó en la mano derecha y, luego, los lanzó; rodaron mucho tiempo, resonando sobre las losas.
Salomón no se movió.
Sadoq se desplazó, haciendo repicar las campanillas de oro de su vestido de gala. Aquel metálico canto le pareció diabólico cuando vio los números que el azar había elegido.
El cinco y el siete.