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Tras haber despertado el poder divino en el Santo de los santos del templo de Tanis, el faraón Siamon se recogió. Sólo la luz oculta en el misterio de aquel lugar únicamente accesible al rey de Egipto inspiraría su acción en esta jornada en la que iba a tomar una decisión capital.

Precedido de su portasandalias, cruzó el gran patio al aire libre. El cielo estaba nubloso, el aire iba cargado de los aromas marinos exhalados por el Mediterráneo. Un carro llevó a Siamon del templo al palacio. Apreció una vez más la belleza de Tanis, surcada de numerosos canales flanqueados de árboles y jardines. Los arquitectos se habían inspirado en Tebas la magnífica para recrear, en el norte, una ciudad de majestuosas villas donde era agradable vivir.

Cuando el faraón entró en la sala del consejo, el sumo sacerdote de Amón, el primero de los ritualistas y el general en jefe se levantaron para saludar al dueño de Egipto. Éste se sentó en un trono de madera dorada, con el respaldo adornado por una escena de coronación.

—Amigos míos, he sabido de fuente segura que el rey Salomón ha decidido construir un inmenso templo en la roca de Jerusalén —comenzó.

—Es absurdo —consideró el sumo sacerdote—. Israel no es un país pobre, pero no tiene la fortuna necesaria para llevar a cabo semejante proyecto.

—Desengáñate David acumuló las riquezas que utilizará su hijo.

—¿Y por qué quiere imitarnos? Los hebreos son nómadas —recordó el ritualista—. No necesitan un gran santuario para albergar a su dios.

—Salomón ha comprendido que debía convertirse en constructor para hacer de Israel un gran reino —expuso el faraón—. Le apoyaremos.

El general no ocultó sus reticencias.

—Haberle vendido carros y caballos fue ya una generosidad de Vuestra Majestad ¿Por qué ayudarle más todavía?

—Para que consolide la paz —repuso Siamon—. El templo de Jerusalén evitará guerras. Si el rey de Israel le consagra todos sus esfuerzos, nuestros dos países comulgarán en lo sacro. Pero Salomón es tan prudente como astuto. Solo aceptara un tratado de alianza a cambio de una prueba de nuestra buena fe.

—¿Cuál, Majestad? —interrogo el sumo sacerdote.

—Salomón conoce nuestras tradiciones. Sabe que sólo una boda puede sellar un pacto de paz.

Los tres confidentes de Siamon estaban aterrados, Lo que Siamon sobrentendía era imposible.

—¿No estará pensando el faraón en dar su hija a un hebreo?

—Es el único medio de convencer a Salomón de que odiamos la guerra tanto como él. Sé, como vosotros, que la hija de un faraón nunca se ha casado con un extranjero. Pero debemos ser lúcidos. Egipto se debilita. No soportaría el peso de vanos conflictos. Nuestra alianza con Israel garantizará nuestra segundad en el nordeste. Podremos consagrarnos a la protección de nuestra frontera del oeste.

El análisis del faraón era acertado. El general no podía oponerle argumento alguno.

—Israel carece de la piedra, la madera y el oro indispensables para la construcción de un gran templo —estimó el ritualista—. ¿Va a proporcionárselos el faraón?

—Sería un error —dijo Siamon—. Eso haría que Salomón dependiera demasiado de Egipto. No lo aceptaría. Actuaremos de un modo encubierto. Salomón se verá obligado a dirigirse al rey de Tiro.

—Que no puede negarnos nada —reconoció el general.

—Además de un aliado contra las expediciones de los nómadas, Israel será un importante colaborador económico —indicó el faraón—. Nos permitirá acceder a rutas comerciales que no controlamos.

Después de examinarla, la alianza con Salomón sólo presentaba ventajas. Sin embargo, el faraón seguía preocupado.

—¿Hay algún obstáculo? —preguntó el sumo sacerdote.

—Y un obstáculo importante —repuso Siamon—. Debemos conocer los misterios que Salomón encerrará en su templo.

—Sería necesario que un egipcio aceptara convertirse a la religión de Yahvé —objetó el ritualista—. No podéis exigir algo así, Majestad.

—No me haré culpable de tal fechoría —prometió el faraón—. Salomón carece de otro material, —humano esta vez— el maestro de obras capaz de construir su templo. El arquitecto que erigirá el santuario de Yahvé será un egipcio.

La Casa de la Vida del templo de Tanis vivía una desacostumbrada agitación. Por lo común, en el lugar reinaba el silencio y estaba consagrado al estudio y la meditación. Allí trabajaban quienes aprendían los jeroglíficos y componían los rituales Arquitectos, escultores, médicos y grandes administradores habían pasado un tiempo más o menos largo en los talleres de la Casa de la Vida para aprender su oficio.

Pocos eran los iniciados que permanecían constantemente en aquel lugar donde se transmitía la sabiduría de los antepasados. El mundo exterior no tenía demasiado atractivo para ellos. Habían elegido consagrar su vida a lo sacro y no preocuparse ya de los asuntos humanos. Se sorprendieron pues cuando, al caer la noche, apareció el dueño de Egipto, el faraón en persona.

El rey había sido alumno del sabio que dirigía la Casa de la Vida. Éste hizo entrar al soberano en una sala de columnas provista a todo su alrededor, de banquetas de piedra. Una decena de adeptos estaban sentados allí.

—He solicitado esta reunión porque necesito consultaros —dijo el rey—. Israel se ha convertido en una gran nación. La gobierna un monarca excepcional, Salomón. Éste desea construir un templo a la gloria de Yahvé. Ningún arquitecto hebreo es capaz de hacerlo.

—¿Qué importa? —preguntó un adepto—. Israel es nuestro adversario.

—Lo era —rectificó el faraón—. Salomón quiere terminar con la hostilidad que nos opone.

—Desconfiad de los hebreos —recomendó otro adepto—. Son arteros.

—Salomón desea la paz, ayudémosle.

—¿De qué modo?

—Enviándole un arquitecto que sea capaz de construir el templo de Yahvé —repuso el faraón.

—Imposible. Nuestros secretos deben permanecer en Egipto.

—Nada será revelado —afirmo Siamon—. Permanecerán ocultos en la construcción. La forma será la que Salomón desee.

El maestro de la Casa de la Vida se dirigió al faraón.

—Habéis tomado ya la decisión, Majestad, ¿a quién habéis elegido?

Siamon, acostumbrado a dominar sus emociones, se vio obligado a recuperar el aliento.

—A Horemheb, hijo de Horus.

Las miradas se dirigieron a un adepto de unos treinta años, amplia frente, poderosa musculatura. Aprendiz a los doce años, había pasado su adolescencia en las canteras de Karnak. Convertido en maestro de obras tres años antes, había elegido perfeccionar su arte estudiando los tratados de Imhotep, el más grande de los arquitectos, conservados en los archivos de la Casa de la Vida.

Horemheb no se expansionaba fácilmente. No emitió comentario alguno.

—Conozco el peso del sacrificio que te impongo —dijo Siamon—. Salir de Egipto es una prueba que pocos, por sabios que sean, serían capaces de afrontar. Si mi decisión te parece injusta, recházala.

Horemheb se inclinó ante el faraón.

El maestro de la Casa de la Vida se levantó.

—El rey y yo hemos hablado mucho tiempo antes de adoptar la posición que hoy defendemos. Tal vez nos equivoquemos. Tal vez Salomón y los hebreos disimulen su pasión por la guerra. No es seguro que nuestro arquitecto tenga éxito. Pero si consigue edificar ese templo en Jerusalén, la sabiduría de nuestros antepasados se transmitirá a otra nación que, a su vez, la transmitirá a las futuras generaciones. Esta empresa descansará en los hombros de un solo hombre. Que medite y se prepare. Dejémosle solo.

Siamon fue el último en salir de la sala del consejo. Se volvió hacia el inmóvil Horemheb.

—Esta noche nos marcharemos a Menfis —anunció.

En la clara noche, la Gran Pirámide del rey Keops parecía una inmensa montaña cuyo paramento de calcáreo blanco refulgía a través de las tinieblas.

Siamon y el maestro de obras penetraron en su interior tras haber recorrido las silenciosas avenidas del templo superior. Horemheb conocía el plano del prodigioso edificio que ningún constructor podría igualar nunca. El faraón le ordenó que descendiera a la sala subterránea y fuera a buscar los objetos rituales que, muchos siglos antes, habían sido depositados allí.

El maestro de obras se agachó y se deslizó por el estrecho conducto de granito que llevaba hasta las entrañas de la tierra.

Cuando volvió a salir con su precioso fardo, el faraón le abrazó.

—En adelante te llamarás Hiram —le dijo.