El día siguiente del primer sabbat de otoño se vio marcado por una sucesión de imprevistas audiencias. Salomón, que esperaba una señal del faraón y creía todavía en su palabra, estaba de mal humor. Estudiaba el plano dejado por David para el futuro templo de Jerusalén, pero lo consideraba imperfecto. Su padre sólo había pretendido hacer una capilla más grande, sin genio arquitectónico.
¿Dónde encontrar un maestro de obras? Los hebreos habían aprendido a pavimentar las carreteras, a construir o consolidar muros de fortaleza, pero ignoraban los secretos del ensamblaje de las piedras de eternidad destinadas al santuario.
Cuando anunciaron a Jeroboam, portador de una noticia lo bastante importante como para atreverse a turbar las meditaciones del rey, éste se sintió lleno de un nuevo impulso. ¿No sería aquel joven jefe de los trabajadores el arquitecto que Israel necesitaba? El pelirrojo atleta, con el torso desnudo y un paño de cuero ciñéndole la cintura, era presa de una viva exaltación. Cuando el rey le dio la palabra, se expresó volublemente.
—¡Señor, los establos están terminados! Vuestros caballos se sentirán felices. Los encargados de alimentarlos y limpiarlos circularán con facilidad. ¡No hay en parte alguna nada tan perfecto!
—Enorgullécete, Jeroboam.
—¡Mi rey, tengo otros proyectos! Los llevaré a cabo si pones a mis órdenes el número suficiente de obreros.
—Te escucho —dijo Salomón.
¿Deseaba Jeroboam ver Jerusalén coronada por un templo? ¿Había percibido el porvenir del país? Si así era, se convertiría en el acto en el maestro de obras encargado de trabajar junto al monarca.
—Quiero construir el nuevo palacio del rey de Israel —declaró Jeroboam con seguridad—. El pueblo murmura que la casa de David es indigna de Salomón. Utilizaré ladrillo y madera, en vanos pisos, con una inmensa terraza y…
—¿Crees que este edificio es el primero que debe construirse?
—¡Sin duda, mi rey!
—¿No habrá otro más urgente?
—¡Claro que no!
—Piénsalo bien, Jeroboam.
Con los labios prietos, y la mirada ansiosa, el coloso buscaba en vano la respuesta que complaciera a Salomón. Éste se mostró paciente. Pero lo que leyó en el alma de su interlocutor le disuadió de ofrecerle algo más que su presente función.
—Abandona la idea del palacio, Jeroboam. Pronto necesitaremos grandes establos. Elige un terreno cercano a Jerusalén, prepara planos y organiza la obra. Trabajarás a las órdenes del mayordomo de palacio.
Vejado, Jeroboam se vio obligado a retirarse. Apenas hubo abandonado la sala de audiencia cuando entró el mayordomo de palacio, tan turbado como su predecesor.
—¿Majestad, vamos a la catástrofe?
—¿Por qué?
—Vuestro secretario, Elihap, se ha apoderado de muchas contribuciones que me correspondían para el mantenimiento de la corte. Solicito un castigo ejemplar.
—En ese caso, debería ser castigado el rey. Elihap ha actuado siguiendo mis órdenes.
Asustado, el mayordomo de palacio retrocedió dos pasos.
—Perdonadme, Majestad, ignoraba que… Pero como puedo continuar.
—Esperaba que me lo dijeras mucho antes. Eso me prueba que no examinas a menudo tus cuentas. Aguza tu inteligencia. El dinero que Elihap reúne servirá para la construcción del templo. Los gastos de la corte se reducirán al mínimo sin que eso altere su grandeza.
Feliz de haber escapado a un funesto destino, el dignatario corrió hacia su despacho. Tropezó con el antiguo sumo sacerdote, Abiatar, que solicitaba una urgente entrevista con Salomón.
Abiatar, nombrado por David, era el único descendiente de una ilustre familia de religiosos que había vivido en Silo, el más famoso de los lugares santos antes que Jerusalén se convirtiera en capital de Israel. Abiatar había escapado a la matanza de los partidarios de David que Saúl había ordenado. Él había conseguido, también, salvar el Arca y las vestiduras rituales del sumo sacerdote. Avisado de la presencia del anciano, Salomón salió a su encuentro y, ofreciéndole el brazo, lo llevó a una de las terrazas cubiertas. Abiatar caminaba trabajosamente.
—Eres un hombre joven, Salomón, y yo estoy casi muerto.
—Fuiste amigo de mi padre y compartiste sus pruebas —reconoció el soberano—. La bendición de Dios está en ti.
—Soy el guardián de la tradición, Salomón. Salgo de mi discreción para ponerte en guardia. Tu padre nunca quiso construir un templo. El edificio sería un sacrificio. El Arca no debe permanecer encerrada en Jerusalén sino seguir viajando por las provincias. No profanes la costumbre. Expulsa de la ciudad a los extranjeros, cuyo número no deja de crecer. Líbrate enseguida de este egipcio, Elihap, que es un mal consejero.
—¿Acaso la construcción de un templo turba al clero?
El anciano Abiatar se sentó en uno de los rebordes de la terraza, de espaldas al sol.
—¡Ten la segundad de que no va a admitirlo! Tu padre lo dividió en veinticuatro clases que se reparten el servicio divino. Un templo les obligaría a reunirse en Jerusalén, a abandonar sus provincias. Nada debe cambiar. La fuerza de Israel está en su pasado. Querer destruirlo sería traicionar la voluntad divina.
Salomón admiró la roca que dominaba Jerusalén.
—¿Conoces tú esa voluntad, Abiatar?
—¡Sé hacer que hablen los oráculos!
—Es una de las faltas que te reprocho. Un sumo sacerdote debe preocuparse por el ritual, no por la magia. Tu sucesor, Sadoq, no comete tales imprudencias.
El vigor del tono sorprendió a Abiatar.
—Y hay algo más grave —prosiguió Salomón—. Sé que apoyaste a mi enemigo Adonías, cuya ejecución deploro aunque, lamentablemente, fuera indispensable. El anciano titubeó. Salomón impidió que cayera.
—Has merecido la muerte, Abiatar. Considerando tu avanzada edad, me limito a enviarte a un pueblo, al norte de Jerusalén, de donde no saldrás nunca. Si desobedeces, no esperes clemencia alguna.
El antiguo sumo sacerdote se levantó sin ayuda.
Con mirada de niño extraviado, observó a un monarca de brillante juventud que barría el mundo de ayer, reduciéndolo a la nada mejor que si lo hubiera incendiado. Salomón, sin embargo, no se había permitido agresividad alguna. Su expresión seguía siendo tranquila y sonriente, como si hubiera cantado un poema sobre los apagados colores del otoño.
—Sadoq, mi sucesor ¿No ha intentado convencer al rey de que se equivocaba?
—Sadoq es también un hombre de edad —recordó Salomón—. Es prudente. Si se opusiera a un soberano que él mismo coronó, ¿cómo le juzgaría Dios?
—No importan los sacerdotes. El rey debe guiar a su pueblo hacia la luz ¿No es ésta la enseñanza que recibiste de tu padre?
Abiatar inclinó la cabeza.
Salomón le vio abandonar la terraza, sabiendo que nunca vería de nuevo al anciano.