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El informe redactado por Elihap no permitía duda alguna. El arma del futuro era el carro de tres hombres, en el que irían un arquero, el auriga y su adjunto, que protegería a sus camaradas con un amplio escudo. Los mejores caballos se hallaban en las remontas egipcias. Los arsenales egipcios fabricaban los mejores carros. Un caballo egipcio valía ciento cincuenta ciclos.[2] Un carro de guerra egipcio, seiscientos ciclos. Para garantizar la seguridad de Israel, Salomón necesitaba al menos cuatro mil caballos y tres mil carros.

—Toma un papiro —ordenó el rey a su secretario.

Elihap apartó los sellos y tablillas que llenaban su escritorio. Rechazó un papiro proporcionado por una fábrica de provincias que utilizaba las plantas que crecían en las marismas, junto al Jordán, y eligió un ejemplar procedente de Menfis, la gran ciudad comercial del Bajo Egipto.

—No los hay más hermosos, Majestad. Lo reservaba para una ocasión excepcional. ¿Preferís acaso una tablilla de madera o de cera?

—El texto que debo dictarte es demasiado largo, Elihap. Cuando se escribe al faraón de Egipto, no hay que ser avaro con las fórmulas de cortesía.

Salomón advirtió una emoción intensa en los ojos de su secretario. Elihap mezcló negro de humo y goma, disolviéndolos en el agua para obtener una hermosa tinta negra. Limpió el sello real que pondría al pie de la misiva.

—Tu mano parece vacilar —advirtió Salomón.

—Escribir al faraón… ¿No será una empresa condenada al fracaso?

—Sólo él puede vendernos los caballos y los carros que necesitamos. Sin duda rechazará mi primera proposición. Espero que sienta deseos de responder con otra.

—¿Por qué va a aceptar fortalecer vuestro ejército?

—Porque sabe que deseo la paz. Por fuerte que sea, la situación del Egipto del faraón Siamon no es muy buena. ¿No estará interesado en rechazar la guerra?

El secretario asintió con la cabeza. De hecho, Siamon veía su poder atacado por el sumo sacerdote de Tebas, muy implantado en el sur de Egipto, donde las tradiciones religiosas permanecían más vivas. Por ello, el faraón había instalado su capital en Tanis, en el Delta, no muy lejos de la frontera noroeste del país.

—¿Qué sabes de él? —preguntó Salomón.

—Es un hombre enigmático que cumple sus funciones con mucho rigor. Como la mayoría de sus predecesores, trabaja sin descanso y conoce muy bien sus asuntos.

—¿Tiene un temperamento belicoso?

—¿Cómo puede un faraón no soñar en la grandeza? Egipto no tiene ya el esplendor de los tiempos de Ramsés, pero sigue siendo ambicioso. Siamon debe pretender conquistar de nuevo Asia. El camino de sus victorias pasará por Israel. Temo por ello que vuestra misiva sea para él motivo de hilaridad.

Elihap había hablado sin ambigüedad alguna. Salomón apreció aquella sinceridad.

—Eso creo yo también, secretario, pero me gusta lo imposible. El nombre de ese faraón se parece demasiado al mío como para que nuestros destinos no se crucen. Puesto que es «el amado de Maat», la diosa que encarna el orden del mundo y la verdad, comprenderá mis intenciones. Manos a la obra, Elihap.

Comencemos: «El rey Salomón a su hermano, el faraón de Egipto…»

Hacía más de un mes que la preciosa misiva había sido confiada al correo real. A Salomón, cuyo sueño era cada vez más ligero, le costaba disimular su irritación. Acortaba sus audiencias y se permitía largas meditaciones en la capilla de palacio. Sabía que los hebreos detestaban Egipto, país en el que, según la leyenda, habían sido sometidos a esclavitud. Pero sabía también que la monarquía faraónica, estableciendo un vínculo sólido entre el cielo y la tierra, era un extraordinario modelo que colocaba en el trono a un ser inspirado por la divinidad. Sólo un rey heredero de esta tradición podría llevar a su pueblo por el camino de la Sabiduría y la felicidad. De este modo, Salomón, prescindiendo de las reacciones sentimentales y los rencores pasados, había moldeado el Estado hebreo y su administración de acuerdo con el ejemplo faraónico.

Salomón estaba convencido de no traicionar a su pueblo. Esperaba, sin embargo, una señal de Yahvé que le confortara en su elección: convertirse en el faraón de Israel. La respuesta del Señor de las nubes le llegó una noche, cuando se cruzó con un anciano encargado de barrer los peldaños del trono. Una pregunta cruzó por la cabeza del rey. Una pregunta que se sintió obligado a formular al modesto servidor.

—¿Qué piensas tú de Egipto?

El barrendero reflexionó.

—Viví allí. Y mi padre también. Y el padre de mi padre. Y nuestros antepasados. Todos dijeron lo mismo es un país maravilloso. Comen bien y no hay privaciones. Allí éramos felices. Amamos Egipto tanto como lo odiamos. Es un vecino demasiado poderoso para Israel. De modo que el odio debe prevalecer sobre el amor. Es estúpido, o rey, pero la naturaleza humana está hecha así. Nadie podrá cambiarla.

—¿No es la más alta montaña la que merece el ascenso? La sabiduría ha hablado por tu boca. Deja tu escoba y contrata a un joven para que te reemplace. El palacio se encargara de tu vejez.

—Por fin ha llegado la respuesta del faraón —anunció Elihap.

—Léemela —exigió Salomón.

—No es un papiro, Majestad, sino una noticia que ha traído Banaias. El ejército egipcio ha vencido a los filisteos, ha tomado la ciudad de Gézer y se dirige hacia la frontera de Israel.

Salomón palideció. No sólo había fracasado sino que provocaba también una reacción violenta por parte del más temido adversario. La existencia de Israel estaba en peligro.

—Que mis regimientos se reúnan —ordenó el hijo de David—. No moriremos sin combatir.

Lleno de ardor, Banaias marchaba a la cabeza de las tropas israelitas. El prestigio de Salomón era tan grande, tan ejemplar seguridad ofrecían sus fortalezas que la victoria sobre los egipcios parecía cierta.

Salomón no compartía ese optimismo. El ejército egipcio no era tan ingenuo como los beduinos. Si su vanguardia caía en la trampa de los sucesivos recintos, no ocurriría lo mismo con el grueso de sus tropas. Venciendo a los filisteos en Gézer, el faraón Siamon había probado su calidad de estratega. Invadir Israel le costaría muchas vidas. Pero tenía la ventaja del número y del armamento.

Pese a la confianza que tenían en su rey, los soldados hebreos se estremecieron cuando vieron desplegarse a los egipcios en un largo frente. Delante de los infantes, decenas de carros tirados por los caballos. Todos conocían la precisión de los arqueros egipcios, que tenían fama de diezmar al adversario.

El propio Banaias perdió un poco de su ardor.

En lo alto de la torre fortificada donde se habían colocado Salomón, su secretario y el jefe del ejército, reinaba un angustioso silencio. Tendrían que luchar uno contra seis, rechazar continuamente las escaleras que los asaltantes apoyarían en los muros de la ciudadela, impedirles que pusieran los pies en el interior. ¿Cuánto tiempo podría durar la resistencia?

Se destacó un carro y avanzó lentamente hacia las posiciones israelitas. Aquel comportamiento era insólito. El carro se detuvo a buena distancia. Bajó un oficial superior que arrojó al suelo, ostensiblemente, su espada y su escudo. Luego, caminó por el desierto y se inmovilizó a un centenar de metros de la frontera.

—¡Señor, permite que lo degüelle! —suplicó Banaias.

—Aguarda aquí mis órdenes.

El rey hizo abrir la puerta de la fortaleza y avanzo hacia el oficial egipcio. Pronto ambos hombres estuvieron frente a frente.

—Que los dioses velen por ti —dijo el egipcio—. Soy el comandante en jefe de los ejércitos del faraón cuya vanguardia tienes ante los ojos.

—Que Yahvé bendiga al dueño de Egipto ¿Por qué te acercas tanto a la frontera de mi país?

—¿No enviaste una carta al faraón, señor? ¿No le pediste caballos y carros?

—No pido nada. Deseo comprárselos. Su precio será el mío.

—Mi señor quiere conocer el secreto de tu corazón, rey de Israel ¿Deseas la paz o la guerra?

—Un rey sólo se desvela en presencia de otro rey —dijo Salomón.

El general egipcio se inclinó.

—La verdad habla por tu boca. El faraón te recibirá enseguida, si lo deseas.

—Así sea.

Ante la aterrorizada mirada de los hebreos, su soberano montó en el carro del dignatario egipcio.

Salomón no era inconsciente del peligro. Si el faraón lo tomaba como rehén, se apoderaría de Israel sin un solo golpe. Pero jamás un rey de Egipto había actuado así. ¿No era acaso hijo de Maat, el orden cósmico, que odiaba la mentira y la cobardía?

El viento del desierto azotó el rostro de Salomón. El general había lanzado sus caballos al galope, evitando con habilidad los montones de piedras que habrían podido volcar el vehículo.

Unos minutos más tarde, se detuvo ante una tienda blanca cuya entrada era custodiada por dos infantes provistos de lanzas. A invitación de su guía, Salomón penetró en la morada del faraón.

Éste, vestido con un paño de hilos de oro, con un amplio collar de cornalina al cuello, salió al encuentro de su huésped.

—Me siento feliz al recibir a mi hermano —dijo Siamon calurosamente—. La sabiduría de Salomón es ya famosa.

—La reputación es, a menudo, ilusoria. Mi hermano el faraón pertenece a un linaje más ilustre que el mío. La sabiduría ha sido su alimento durante siglos y siglos.

Siamon sonrió.

—¡Qué mi mesa este siempre servida con semejante alimento! ¿Me hará mi hermano el honor de aceptar una copa de vino blanco del Delta?

—Su reputación es demasiado sólida como para ser ilusoria ¿Quién rechazaría semejante placer?

Los dos monarcas se sentaron en sillas de cedro, frente a frente. El propio faraón sirvió a su huésped. Salomón pensó que había despedido a su servidor no solo para honrarle de modo especial, sino también para hablar con él en el mayor secreto.

—Israel es un Estado floreciente —dijo el faraón.

—Dios lo ha querido —indico Salomón—. Mi país es joven, no tiene experiencia ¿Qué puede esperar si carece de modelo?

—¿Y cuál es el modelo?

—¿Hay alguno mejor que Egipto?

—Sin embargo, nuestros dos pueblos no se aprecian demasiado —objeto el faraón.

—Los hebreos aman y detestan Egipto con idéntica pasión —explicó Salomón—. Su rey puede inclinar el fiel de la balanza en un sentido o el otro. Yo he elegido el mío y no cambiaré.

Siamon era un hombre de raza, de rostro fino y ojos marrones, siempre vivaces. No parecía disponer de gran fuerza física, pero Salomón no confió en esa apariencia. Siamon no era un faraón indeciso sino un auténtico jefe de Estado. Su sentido de la diplomacia ocultaba una decidida voluntad, que el menor obstáculo debía de exasperar.

—He vencido a los filisteos en Gezer —recordó el dueño de Egipto—. Es una victoria importante, pero no decisiva. Los filisteos son temibles guerreros que combatirán hasta que su pueblo se extinga. Muchos egipcios morirán. Soy responsable de su existencia. Esperan de mí vivir felices y no morir en combate.

Ambos monarcas degustaron el vino blanco del Delta. Un notable caldo que hechizaba el paladar. Salomón comenzaba a descubrir la estrategia de su interlocutor.

—La carta del rey de Israel es muy extraña —prosiguió el faraón—. ¿Por qué desea mi hermano adquirir tantos carros y caballos, si no para preparar la guerra contra Egipto?

—Es, precisamente, para evitarla —rectificó Salomón—. Israel está en peligro. Si su ejército es fuerte, sus vecinos pensarán en la paz y no en la guerra.

—Es una visión absolutamente egipcia, hermano mío Mis gloriosos antepasados pensaron del mismo modo. Mi demostración militar contra los filisteos no tenía más valor que el del ejemplo ¿Debo conducir mi ejército al asalto de mis adversarios o debo dejarlo así?

—¿Necesitáis mi ayuda? —preguntó Salomón con gravedad.

El rey de Israel había medido la incongruencia de su pregunta. Sobrepasaba los límites de la cortesía. La reacción del faraón dependería de su sinceridad.

Siamon sirvió de nuevo vino.

—Sí, hermano mío. Te necesito. Si Egipto e Israel firman una alianza, la muerte y la aflicción retrocederán. Los filisteos se verán cogidos en una tenaza y estarán obligados a deponer las armas. La paz reinará tan lejos como alcanza la suave brisa del norte.

Aceptar la propuesta del faraón significaba invertir la política exterior de Israel, imponer a los hebreos el reconocimiento de un vecino envidiado y detestado como amigo de excepción. Los egipcios se convertirían en protectores de los hebreos.

Salomón se jugaba el trono.

El rey de Egipto, silencioso, exigía una respuesta.

—La situación no es tan sencilla —consideró el rey de Israel—. Mi país, incluso con caballos y carros no tendrá la fuerza de Egipto. Lo que mi hermano me propone significa un gran cambio.

Siamon miró atentamente a Salomón.

—Naturalmente, el rey de Israel espera garantías por parte del faraón de Egipto.

—Claro —repuso Salomón—. De lo contrario, el rey de Israel sería un ingenuo. El faraón le despreciaría.

—¿No es la verdad la principal de las garantías? Israel quiere vivir seguro, Egipto también. Tememos un ataque libio. Un día u otro, esos chacales se lanzarán al ataque. Debemos proteger también nuestras fronteras asiáticas. Levantándome contra Israel no podré realizar la política que me parece mejor. ¿Bastan esas explicaciones?

—Se lo agradezco al faraón, pero…

—¡Pero Salomón necesita más para quedar satisfecho! —exclamó indignado el faraón—. ¿Está en situación de exigir?

Salomón aguantó la mirada de su anfitrión.

—Mi hermano debe decidirlo —anunció con calma.

—Quiero la paz —afirmó el monarca egipcio—. Deseo ardientemente que la construyamos juntos. Mi hermano obtendrá la garantía que desea.