Salomón había unificado Israel. Jerusalén, el centro religioso de David, se había convertido en la capital de un reino cuyo dueño indiscutible era el joven soberano a quien se atribuía poderes mágicos. Los jefes de las tribus se felicitaban por su decisión. Desaparecido el fantasma de la guerra civil, terminados los conflictos internos, todos pensaban sólo en vivir más felices, en hacer más fértil la tierra o más productivos los talleres. Los neos se enriquecían, los pobres se hacían menos pobres. Y el sumo sacerdote recordaba que Natán había visto la Sabiduría inscrita en la frente de Salomón.
El rey trabajaba sin descanso. El palacio, tan apagado y frío en la época de David, parecía una colmena en perpetua actividad. Elihap no dejaba de anotar los decretos reales que, a pequeñas pinceladas, modificaban la administración y la volvían eficaz. Salomón había aprendido Israel en menos de dos años de reinado. Desde la cumbre del Estado hasta el más minúsculo poder local, lo conocía todo de su país. El secretario particular había demostrado su notable competencia, aprovechando sus bien establecidos expedientes o las precisas informaciones que se habían acumulado en el transcurso de los meses.
La primera etapa de la obra de Salomón estaba concluyendo.
Tenía que iniciar la segunda construir, transformar los soldados en obreros, cerrar los cuarteles y abrir talleres. Parecía indispensable convencer a Banaias. Israel conservaría un cuerpo de élite, capaz de defender la Corona, pero reduciría su esfuerzo bélico.
Varios decretos reales estaban ya listos cuando fue convocado el jefe del ejército. El rostro del coloso, tan poco expresivo por lo común, revelaba un profundo desamparo. Salomón supo enseguida que algo grave había ocurrido.
Banaias era incapaz de hablar. Entrego al rey una tablilla de madera cubierta por un texto redactado por el gobernador de Damasco. Estaba escrito en arameo. Salomón lo leyó dos veces.
—¿Qué, que decidís, señor?
—Primero tengo que reflexionar. Luego, decidiremos juntos.
El jefe del ejercito se retiro.
Elihap considero necesario quebrar el monologo interior del rey.
—¿Ha cometido una tribu algún acto belicoso, Majestad?
—Es desastroso Elihap. Un general arameo, un verdadero Satán, ha atacado la población de Damasco, se niega a someterse a mi autoridad y ha diezmado nuestra guarnición, que ocupaba el oasis vigilando las rutas procedentes de Palestina y Fenicia. ¡El rebelde ha proclamado la independencia de su reino de Damasco!
El secretario comprendía la decepción de Salomón. Aquel golpe de mano arruinaba sus proyectos. David no había perdido Damasco.
—Entonces, es la guerra, Majestad.
—No, Elihap. Me niego. Si intento recuperar Damasco, será necesario combatir contra los aliados del arameo. El círculo infernal volverá a comenzar.
—En ese caso será la vergüenza. Os reprocharan ser débil. Vuestra obra se derrumbara.
—Un día, necesito un día. Tráeme un mapa detallado del país.
¿Dónde estaba la Sabiduría? ¿No se escondía acaso en un abismo tan profundo que era necesario defender con una cuerda de luz trenzada por los ángeles, más larga que el tiempo? ¿Era necesario encerrarse en una jaula de Claridad y sumirse en el abismo insondable cuyo fondo no podía alcanzarse todavía tras doce veces treinta días y doce veces treinta noches? Sólo Dios había recorrido el camino de la Sabiduría y conocía el lugar donde moraba.
Estudiar el mapa de Israel fue, para Salomón, una inesperada enseñanza. Lo que había imaginado era solo una pretenciosa utopía. Disminuir el ejército había puesto en peligro el país. La toma de Damasco era una advertencia Divina que devolvía el rey al buen camino.
Salomón convocó a Banaias y Elihap. Aquel consejo de guerra restringido bastaría.
—Damasco se ha perdido —considero—. Es sólo un oasis sin valor. El revés se olvidará muy pronto, tanto más cuanto los territorios que controlamos son ya más numerosos que cuando vivía mi padre. Ese maldito arameo turbará por mucho tiempo mis sueños. Sin embargo, me ha descubierto que es urgente reforzar nuestro dispositivo de defensa. Comenzaremos fortificando Palmira, luego reorganizaremos el ejército. Cuando sea lo bastante numeroso, impresionará al enemigo y ya no tendrá que utilizar sus armas.
Banaias no comprendía el discurso de su rey. ¿Por qué privar de combate a los soldados? Pero confiaba en el juicio de Salomón.
Corderos de gorda cola, que pesaba más de diez kilos, pasaron ante la silla de mano de Salomón, colocada bajo un cenador. A mediados de otoño, la campiña de Jerusalén alegraba la vista. El calor de mediodía era agradable tras el frescor matinal. Después de varias semanas de labor, el rey disfrutaba unas horas de reposo, lejos de palacio.
«Tenemos un gran rey», afirmaban los hebreos, cada vez con más fuerza, cada vez en voz más alta. Pero Salomón tenía conciencia de reinar en un pequeño país que nada era frente al gran Egipto. Israel…, el bosque, la llanura y el desierto, un cielo de fuego, rocas abrasadas por el sol, ríos que trazaban su curso entre riberas áridas a veces, herbosas otras. Apenas una hora de camino separaba las desecadas soledades de las verdeantes extensiones. Una tierra santa, ofrecida por Dios, de Dan a Bersabee, de las laderas del Hermón a las estepas de Moab. Un pueblo que el rey había defendido contra sí mismo y al que debía preservar de los peligros exteriores.
Tras haber conseguido la instalación de una red de canalizaciones que llevaba el agua a Jerusalén, Salomón se había preocupado del estado de las vías de comunicación. La gran carretera que llevaba a la capital había sido empedrada con basalto; los demás caminos, seguros ya para los mercaderes, habían propiciado el establecimiento de continuas relaciones económicas entre las provincias, así como el paso de los carros del ejército cuya misión había impresionado a los espías extranjeros.
Una vez suprimidos los conflictos internos, Salomón había reorganizado tranquilamente su ejército, repartiendo sus treinta mil infantes en unidades de cincuenta, cien y mil hombres dirigidos por oficiales. Las guerras que David había hecho contra los filisteos, los edomitas, los amonitas, los moabitas y los arameos habían desembocado en la formación de un imperio israelita que, sin poder compararse con el del faraón, poseía sin embargo una indiscutible coherencia. En varios discursos a los distintos regimientos, Salomón les había advertido de que no haría una política de expansión territorial sino de defensa del país, santuario de Yahvé. Por ello, el más poderoso ejército que Israel hubiera poseído nunca se encargaba de construir o consolidar ciudadelas tras haber demolido las más antiguas. Morrillos bien tallados habían sustituido los bastos ladrillos. El trabajo era a menudo burdo, pero tenía la ventaja de ser robusto. En todos los puntos estratégicos del reino velaban, ahora, fortalezas que hacían por fin seguras las fronteras.
El secretario particular de Salomón había redactado un texto que se había difundido mucho: «El rey ha colmado Israel de riquezas, de carros y de soldados; ha erigido ciudadelas en las llanuras y en los montes. Ha hecho esculpir en sus muros figuras de ángeles y héroes, con cuerpo de bronce y piedras preciosas. Todos los caminos llevan a Jerusalén, nuestra madre protectora».
Gracias a los resultados de su política, el rey descansaba sin temor en la pacificada campiña. Los hebreos descubrían encantados el gozo de vivir seguros, lejos de los bandidos y de los sangrientos conflictos entre facciones. Las madres podían permitir a sus hijos jugar libremente en los huertos y los campos. Los campesinos regresaban cantando a sus casas, sin temer ya ser agredidos en un recodo del camino. El pueblo murmuraba que el siglo de Salomón no podía compararse a ningún otro, que toda una generación ignoraría la guerra. Un milagro que nunca se había producido desde que reyes reinaban en Israel.
Salomón esperaba mucho más. Quería consolidar aquella paz durante varios siglos.
Su éxito dependería de la primera batalla que libraría Megiddo, la más reciente de las fortalezas reconstruidas, contra la que los beduinos rebelados preparaban un asalto. Sin tener en cuenta la opinión de sus consejeros, el rey había decidido mandar en persona sus tropas. No había otro medio de saber si el modo de defensa que había imaginado era lo bastante disuasivo.
Una ráfaga de cálido viento acarició la nuca de Salomón. La cima de las montañas se teñía de ocre. Los adolescentes se bañaban en un brazo de agua. Un campesino llevaba al mercado su asno cargado de cestos llenos de racimos de uva.
Pero se acercaba el momento de ir al combate.
Salomón había movilizado toda la guardia real, compuesta en su mayor parte de mercenarios extranjeros. En Jerusalén sólo quedarían veteranos, mandados por oficiales israelitas, para asegurar la protección del palacio durante la ausencia del monarca. Los cuerpos de élite irían a Megiddo bajo sus órdenes directas.
Salomón se dirigió a los establos, que se abrían en un amplio patio empedrado con calcáreo y provisto de una cisterna de piedra que contenía más de diez mil litros de agua. Desde su última visita, un mes antes, los trabajos habían adelantado mucho. Cada establo, dividido en cinco unidades, tenía una entrada independiente y se accedía al conjunto por un amplio camino empedrado que hacía fácil la llegada de alimento para los caballos y la limpieza de sus alojamientos. Cada animal estaba atado a un pilar con un número. Entre los pilares, ángeles de yeso. Ventilación e iluminación quedaban aseguradas por unas aberturas regulables practicadas en el techo.
—¿Quién es el responsable de estos edificios? —preguntó Salomón.
El secretario consultó el registro que nunca abandonaba.
—Jeroboam, Majestad.
Dos guardias fueron a buscar a un hombre pelirrojo de unos treinta años.
Con la frente cruzada por una cicatriz producida por la coz de un caballo aplastada la nariz, la barbilla angulosa dividida por un hoyuelo Jeroboam era un atleta casi tan impresionante como Banaias. Con los pies desnudos, el paño manchado con la arcilla que le servía para formar las junturas entre las losas de calcáreo, vacilaba de emoción al acercarse al rey.
—¿Dónde naciste? —pregunto Salomón.
—En las montañas de Efraim, señor. Mi padre ha muerto. Mi madre se quedó en el pueblo.
—¿Qué titulo tienes?
—Inspector de las obras. Fui formado en una milicia agrícola y luego, en el equipo que restauro las fortificaciones de Jerusalén. Más tarde me pusieron a cargo de los caballos. Di ideas. Me escucharon. Trabajo aquí desde hace dos meses.
Salomón miro al hombre de arriba abajo vivo, autoritario, ambicioso.
—Mandaras a los obreros de las tribus de Efraim y de Leví. Cuando hayas terminado esos establos, me propondrás los proyectos que tienes en la cabeza.
Una amplia sonrisa ilumino el desagradable rostro del coloso pelirrojo. Ante él se abría una formidable carrera.
Salomón examino de cerca las murallas de la fortaleza de Megiddo, reconstruida por unos soldados convertidos en albañiles. Con la ayuda de algunos hombres del oficio habían sustituido los ladrillos por morrillos bien tallados y ajustados. El conjunto parecía sólido.
Elihap, al lado del soberano, observaba la llanura por donde llegaría el ataque de los beduinos. Tenía vértigo y se sentía incomodo en lo alto de aquella torre donde soplaba un fuerte viento. Banaias aguardaba la orden de su rey para lanzar a sus más valerosos hombres contra el enemigo.
Salomón, con una diadema de oro en sus negros cabellos y un cetro en la mano derecha, fue el primero en distinguir la nube de polvo que anunciaba la llegada del adversario.
Los hebreos tendieron sus arcos.
—Abandonad las murallas —ordeno Salomón—. Dejad que se acerquen.
El comandante de la guarnición no habría actuado así. Además, el rey no tenía reputación de guerrero.
Los jinetes beduinos, aullando, lanzaron sus flechas contra los muros de la fortaleza. Los hebreos no respondieron y eso les convenció de que su número era ínfimo.
—Quitad las barras que cierran la puerta principal —exigió el monarca.
—¡Majestad!
El comandante no siguió protestando. Su actitud era ya un insulto a la persona real. Pero ¿por qué se arriesgaba tanto Salomón? ¿Por qué se ofrecía a los golpes del adversario?
Los beduinos forzaron fácilmente la puerta de acceso que no estaba defendida. Seguros de haber obtenido una fácil victoria lanzaron gritos de alegría. Pero el primer recinto daba a un segundo, más amplio y menos elevado. Los arqueros hebreos aparecieron en las almenas y atravesaron el pecho a los desorientados beduinos, prisioneros en un estrecho espacio donde sus caballos caracoleaban enloquecidos.
No hubo supervivientes en las filas del agresor. Ningún hebreo resultó herido. La trampa tendida por Salomón había funcionado perfectamente. La victoria de Megiddo seria cantada por los poetas de la corte y la gloria del rey de Israel se extendería por el universo, sembrando el temor en el vientre de sus enemigos.