¿Acaso no había proclamado David «Creare Jerusalén para mi gozo y a sus habitantes para mi alegría»? ¿No le había dado su nombre ordenando a sus fieles que vivieran allí para ganar su salvación? ¿No se había instalado en esa ciudad para convertirla en ciudad santa, el centro de la revelación? David había vivido en ella porque estaba situada en el límite de los dos reinos de Judá e Israel, afirmando su vocación conciliadora ¿No recibiría Jerusalén, en el interior de sus muros cubiertos de oro, en sus calles empedradas de rubíes, al final de los tiempos, a los elegidos? Aquel admirable destino, que Salomón quería hacer realidad durante su reinado, podía ser contrariado por un grave acontecimiento. La sala del trono acababa de ser invadida por los ricos que hablaban en nombre de las quince mil almas que habitaban la capital.
—La situación es desesperada, señor —declaro el heraldo que había recibido las quejas—. La ciudad alta carece de agua. La única fuente, la de Gihón, ha sido contaminada y no podrá utilizarse antes de un mes. La penuria llegará pronto a los barrios bajos. Pueden producirse motines.
David se había enfrentado al defectuoso abastecimiento de agua de la capital. Había respondido con una durísima represión a las tentativas de levantamiento.
—No enviaré mis soldados contra los habitantes de Jerusalén —dijo Salomón—. Tienen razón, la situación es intolerable.
Sentado al pie del trono, Elihap, el secretario egipcio que había asumido oficialmente su función, anotaba las frases que se decían en tan excepcional audiencia.
—Confío a Banaias una misión pacífica —anunció Salomón—. Los hombres empleados en los trabajos de las obras de provincia formaran equipos de porteadores para traer hasta Jerusalén el agua de las fuentes situadas a una hora de camino. En cuanto Guión haya recuperado su pureza, haremos canalizaciones para almacenar el agua en depósitos.
El heraldo, hablando en nombre de un anciano notable, presentó una objeción.
—Serán necesarios vanos meses, señor, para realizar vuestros proyectos.
—Algo menos de un año, debido a los pocos equipos de obreros de que disponemos.
—Las cisternas están vacías —recordó el mayordomo de palacio—. ¿Qué será de nosotros en los días próximos?
—Hoy lloverá. Confiad en Dios y en su rey.
Salomón se levantó. La audiencia había terminado.
Jerusalén esperaba, ansiosa.
Un gran cielo azul desplegaba su intensa luz sobre la ciudad. Los ancianos conocían los signos de la naturaleza lo bastante como para saber que tardaría mucho en llover Salomón se había equivocado comprometiéndose y desafiando al Señor de las nubes. El hijo de David era solo un fanfarrón que se arrepentiría de sus pretensiones.
A mitad del día, Salomón subió a lo alto de su palacio. Desde la más alta torre de vigía, permanentemente ocupada por un arquero que fue despedido, se acercó al firmamento que debía ofrecer el agua salvadora.
—Tú que reinas en la luz, escucha mi plegaria —musito el rey—. ¿Cómo va a sobrevivir tu país si tus cielos se cierran y nos privan de la lluvia? Escúchame. No siembres la desgracia en tu ciudad. Haz que llueva sobre la tierra que diste en heredad a tu pueblo.
Salomón dio tres veces la vuelta al anillo de oro que llevaba en el auricular de la mano derecha. Llamo a los espíritus del viento y les ordeno que produjeran la aparición de una tormenta.
Cuando la primera nube negra, con el vientre hinchado como un elefante del país de las maravillas, surgió de las montañas del norte, Salomón dio las gracias al Señor.
El alfarero, avisado por sus aprendices, salió presuroso de su vivienda con el suelo de tierra batida. Se ciñó un paño a la cintura y contemplo el increíble espectáculo.
Salomón, su secretario Elihap, Banaias el jefe del ejercito y una escuadra de soldados acababan de descabalgar ante su taller, en el centro de una pequeña aldea de Judea que nunca había tenido el honor de ver detenerse un rey.
Desde que Salomón había obtenido agua en cantidad suficiente para llenar las cisternas de Jerusalén, su fama había llegado a todas las provincias. Aunque los sacerdotes formularan algunas reservas, evocando una feliz coincidencia, los más humildes clamaban su creencia en una nueva era de prosperidad que transformaría Israel en aquel paraíso que Moisés había soñado.
El rey se demoró junto al torno del alfarero. ¿Cómo no pensar en el trabajo de Dios creando la especie humana con aquel instrumento, perfecto entre todos, arrancando a la arcilla las vivas formas que moldeaba con su mano y su espíritu? En Egipto era el dios carnero quien creaba al mundo en su torno. Los hebreos habían conservado aquel simbolismo, sus artesanos habían aprendido el oficio en la tierra de los faraones. Salomón soñaba en el universo que quería extraer del caos. ¿No se debían al alfarero tanto los objetos más cotidianos como los jarrones más refinados, tanto la pequeñas jarras como las grandes vasijas para el grano, las lámparas como los juguetes? Salomón imitaría al artesano. Daría a su pueblo la riqueza material. Pero sólo perduraría si surgía de la abundancia espiritual. Por ello el rey intentaba franquear una nueva etapa al reunir, lejos de sus feudos, a los jefes de las doce tribus de Israel. Rubén, Simeón, Leví, Judá, Zabulón, Issacar, Dan, Gad, Aser, Neftalí, José y Benjamín. Aquellos hombres, ricos y poderosos, grandes terratenientes, habían rivalizado en elegancia para encontrarse con su rey en aquel lugar indigno de su grandeza. Sus particulares tocados, utilizando peinetas de oro o de marfil, habían compuesto refinados peinados con flotantes rizos o largos mechones aceitados que caían por la espalda. Los cinturones, ciñendo al talle túnicas de vivos colores, estaban adornados con diamantes y rubíes. Junto a los jefes de tribu, Salomón parecía casi un hombre del pueblo.
Les rogó que se sentaran en las esteras que Banaias había colocado al pie de una higuera cuya sombra no tocaría a nadie. Sus invitados, intrigados, se preguntaban la razón de aquella extraña convocatoria. Salomón les ofreció un plato de pepino, cebolla y lechuga. Algunos comieron con apetito, otros desconfiaron. Los reyes habían utilizado a menudo el arma del veneno para librarse de sus adversarios. ¿No se afirmaba, acaso, que Salomón deseaba reinar como monarca absoluto?
—He plantado viñas, creado huertos y vergeles, construido depósitos de agua para regar las plantaciones, os he dado servidores, rebaños de bueyes y ovejas —indicó el monarca—. Gozáis de un bienestar desconocido hasta hoy. ¿Por qué desconfiáis de mí?
—Nos has enriquecido, pero tal vez sea sólo una artimaña para adormecer nuestra vigilancia —dijo el jefe de la tribu de Dan—. No eres hombre que conceda regalos sin pedir nada a cambio.
—Dices verdad —admitió Salomón—. Nadie discute vuestros derechos. Sin vosotros, las provincias estarían abandonadas. Pero debéis fidelidad al rey.
—¿Quién se atreverá a rebelarse contra ti? —se indignó el jefe de la tribu de Leví—. ¡Combatiré a quien lo haga!
Sus pares, con mayor o menor celeridad, aprobaron inclinando la cabeza.
—Sé que cuento con vuestra lealtad, pero no me basta —juzgó Salomón.
Los jefes de clan se miraron mutuamente sorprendidos.
—Mientras sigáis siendo rivales, Israel será un Estado débil. Vuestra única oportunidad de conservar lo que habéis adquirido, es el rey. Convertiré a Jerusalén en una verdadera capital. Haré de nuestro pueblo el más poderoso y el más glorioso. Necesito vuestra absoluta sumisión. Seguiréis dirigiendo vuestros clanes, pero seréis mis obedientes vasallos. Si necesito hombres, me los enviaréis poniendo el interés del país por encima del vuestro. Si reclamo nuevos impuestos, los cobraréis por mí y guardaréis parte de ellos. Responderéis diligentemente a todos mis deseos. No por mí sino por Israel. Quiero vuestra respuesta, aquí y ahora.
Salomón había hablado en un tono muy suave, amistoso, pero el vigor de sus frases estaba intacto. Los jefes se reunieron tras la casa del alfarero, donde el rey se había instalado aguardando su decisión.
El artesano decoraba una jarra para vino. Pese a la presencia del monarca, prosiguió su trabajo.
—¿Qué esperas de tu rey, alfarero?
—La felicidad de mis hijos.
—¿De qué depende?
—De la paz, señor. Es la madre de todas las alegrías. La gloria que nace de la guerra es la desgracia de los humildes. Pero ¿qué rey lo recuerda?
—Salomón no lo olvidará.
La deliberación duró tres horas.
Tres horas durante las que el soberano miró cómo giraba el torno del alfarero, cuya música le encantaba. Aquellos momentos iban a ser inolvidables recuerdos o el postrer sobresalto de la existencia del guía de Israel… La visión de las hábiles manos liberó de angustia y tinieblas el espíritu del rey. Se sintió aéreo, indiferente a su porvenir.
El jefe de la tribu de Dan, en nombre de las otras once familias, presentó a Salomón el resultado de sus deliberaciones.
—Fui el último en convencerme —confesó—. Pero hay unanimidad. Aceptamos.
—Sin una gran visión, el pueblo vive sin horizontes —dijo Salomón—. Afortunado quien percibe el pensamiento del rey, pues puede ver a lo lejos.
El jefe de la tribu de Dan escrutó el alma de Salomón.
No descubrió la vanidad de un tirano sino la voluntad de un rey.