La mula de hermoso pelaje gris perla trotaba cadenciosamente por el camino de Gihón, donde se hallaba la fuente principal utilizada por los habitantes de Jerusalén y donde había sido construido el santuario del Arca. En sus lomos, Salomón, magnifico con su túnica roja de hilos de oro, se preparaba para la ceremonia de la coronación que crearía, a los ojos de Dios y de su pueblo, el nuevo rey de Israel.
Bajo un tierno sol, el trayecto fue pronto recorrido. Salomón comulgaba con el animal, gracias al ritmo de su carrera, olvidando todo lo que no fuera el instante presente.
Ante el Arca estaban el sumo sacerdote, Sadoq, y Natán, el preceptor. Llevaban túnicas sin teñir. Sadoq había tenido que renunciar a su lujoso ropaje oficial pues, en aquella sagrada jornada, sólo el rey debía aparecer con toda la riqueza de sus atributos.
Salomón bajó de la mula y le acarició el cuello. Luego dio nueve pasos, deteniéndose entre Sadoq y Natán, frente al Arca descubierta. Un cordón de soldados mantenía alejados a los cortesanos. Lo que en Gihón ocurriría sólo debía ser contemplado por Dios y sus más próximos servidores.
Sadoq y Natán alzaron sobre la cabeza de Salomón un cuerno lleno de aceite y vertieron lentamente el contenido en el occipucio del soberano.
—El espíritu desciende sobre ti —reveló el sumo sacerdote—. Hace sagrada tu persona. En adelante, la gracia divina inspira tu corazón. Tu pasado ha desaparecido. Te conviertes en el Mesías de Israel, su salvador y su rey.
Natán entregó a Salomón el cetro de oro y ciñó su frente con una diadema de oro.
Tras haber saludado a los dos Querubines que custodiaban el Arca de la alianza, el sumo sacerdote la abrió. Saco las Tablas de la Ley y las alzó ante Salomón, que las vio por primera vez tal como habían sido grabadas por la mano de Dios.
—¡Eterna es la Ley del Eterno! —proclamó Sadoq.
Salomón, coronado y con los brazaletes de David en las muñecas, se instaló en el trono. Leyó el decreto de Yahvé que le reconocía como monarca y establecía con él un pacto de alianza que sólo podrían destruir la indignidad y la muerte.
Se abrieron las puertas de la sala.
Sonaron las trompetas. El pueblo, reunido bajo la colina, gritó unánimemente «¡Viva el rey Salomón!», feliz por haber escapado a una guerra civil. La fiesta disiparía las últimas angustias.
Salomón se acostumbraba al trono de marfil y de oro, con el respaldo rematado por dos cabezas de toros. Dos cuerpos de león servían de brazos. El rey había adoptado espontáneamente la actitud que le permitía ocupar con dignidad la ilustre sede.
Dignatarios y cortesanos rindieron homenaje a Salomón mientras el vino corría a ríos por las calles de Jerusalén. Todos advirtieron la sorprendente prestancia de un hombre tan joven que no parecía sentir temor alguno a reinar.
Dos condenas a muerte, una pronunciada por su padre y la otra por su madre. Dos ejecuciones antes de que empezara el reino de Salomón. El ritual de la coronación había borrado su pasado. Pero ¿cómo apartar esos actos de su memoria? ¿No roerían su conciencia, día tras día?
Salomón se había instalado en un palacio que no le gustaba. Inquietantes sombras brotaban de las paredes. Hasta aquel día, el hijo de David no había emitido crítica alguna sobre el modo como Israel había sido gobernado. El silencio era su ley. La función que Yahvé le había confiado le obligaba a ser lúcido, aun al precio de laceraciones cuya gravedad sólo él conocía.
¿Quién había sido el famoso rey Saúl? Un campesino que se alimentaba del producto de sus tierras, conducía él mismo sus rebaños, le gustaba dormir al aire libre y consideraba Israel sólo como un campo fértil. El mundo exterior no le interesaba. Los demás pueblos eran sólo ladrones que pretendían despojarle.
¿Quién había sido David, si no un pastor embriagado por danzas campesinas y rústicos juegos, un insaciable enamorado que había preservado el modo de vida tradicional de los hebreos, olvidando que el universo se modificaba a su alrededor? David, como sus predecesores, había creído que su país era un islote emergiendo de un océano hostil.
Construir un nuevo palacio ésa sería la primera tarea de Salomón. El rey de Israel no podía residir en tan modesta morada, que apenas le diferenciaba de sus más ricos cortesanos. Era preciso dar a la monarquía el brillo que merecía. El dueño del Estado hebreo no debía ya ser comparado a un jefe de clan.
Salomón se sentó en los peldaños de la escalera que llevaba a la capilla real, tan pobre y desnuda que Dios no debía de complacerse mucho residiendo allí. Pero David se había negado obstinadamente a construir otro santuario. El Arca de la alianza tenía un abrigo seguro, ¿por qué aspirar a más?
El rey evitó la sombra de un serbal arbustivo donde solían refugiarse los genios malignos. Tenía que pensar en organizar su gobierno, en poner a su lado hombres responsables, de amplias miras, ambiciosos para Israel y no para sí mismos. Lo que Salomón estaba concibiendo, le asustaba ¿Tendría la audacia de concretar sus proyectos? ¿No chocaría con tan violenta oposición que le obligara a renunciar?
Una mujer se sentó a su lado.
Su madre, Betsabé, desprovista de todo ornamento en señal de luto.
—Has evitado la mala sombra, hijo mío. Tu reino deberá extenderse a plena luz. No olvides que los humanos, aunque sean tus súbditos, prefieren las tinieblas.
—Os sentaréis a mi diestra, madre. Sois la gran dama de Israel y seguiréis ejerciendo vuestra influencia en la corte.
—No, hijo mío. Precisamente quería hablar de eso contigo, sin más tardanza. Me limitaré a los honores. No eres rey para compartir tu poder. Tú, y sólo tú, tomarás las decisiones. Mis consejos sólo podrían importunarte. He cometido una falta grave. Pertenezco a una época ya pasada, la era de David a la que, en lo más profundo de tu corazón, juzgas con la mayor severidad.
Salomón no protestó.
—Hasta hoy creí percibir la realidad —prosiguió ella—. Privada de la presencia de David, necesito descanso. Permite que me retire a la quietud del palacio.
Salomón no deseaba obligar a Betsabé a reconsiderar una decisión que había meditado durante largo tiempo.
La reina abrió la mano derecha, en la que había un anillo de oro, y se lo puso en la palma de la mano izquierda de su hijo.
—Una manzana de oro en un cincelado de plata, como la palabra de un sabio —dijo Betsabé—. ¿No es acaso tan perfecta como ese anillo que perteneció a David y, antes, a nuestro padre Adán? Guárdalo cuidadosamente, Salomón. Cuando le des vueltas en tu dedo, conocerás el mensaje del viento, más allá de las cumbres de las montañas. Tu espíritu sobrevolará esos paraísos donde crecen inalterables cosechas, donde de los pámpanos nacen perlas. Hablarás el lenguaje de los pájaros, percibirás las intenciones de los seres, someterás los espíritus. Las bestias salvajes se prosternarán a tus pies y lamerán tus sandalias. Éste es el anillo del poder. Te servirá mientras obedezcas a Dios. Tu pensamiento se extenderá de un extremo al otro de la Tierra y llegará al cielo. Pero si abandonas el camino de la Sabiduría, te convertirás en la más miserable de las criaturas. Así lo quiere el destino de los reyes.
Salomón contempló el extraño objeto. Era un sello en forma de estrella en cuyo interior se habían grabado las cuatro letras que formaban el nombre secreto de Yahvé. Al hijo de David le habría gustado obtener más explicaciones de su madre, pero ésta se levantaba ya para regresar a sus aposentos.
Natán copiaba en un papiro de calidad un texto muy antiguo cuyo original estaba pulverizándose. Trataba de la salida de los hebreos de Egipto. No le sorprendió ver entrar a Salomón en la biblioteca.
—Esperaba vuestra visita, Majestad.
—¿Por qué, Natán?
—Porque vuestro reinado ha comenzado en el momento de la unción. Tenéis grandes designios y no perderéis tiempo para llevarlos a cabo.
—¿Cuáles? —preguntó el rey intrigado.
Natán apartó vanos rollos de papiro que llenaban un anaquel. Descubrió un enorme rubí y lo presentó a Salomón.
—David me confió esta piedra preciosa el día siguiente de su entronización. Es el secreto de los reyes. Según los primeros profetas, el jefe de los ángeles se lo entregó a Moisés en la cima del monte Sinaí. Es la prenda de la Alianza. Por su presencia, el aliento de todo ser vivo celebra al Eterno. El monarca que la posee reina sobre las criaturas del aire, del agua y de la tierra. Cuando desea su apoyo, basta con levantar esta piedra hacia las nubes y llamarlas. ¿Lo deseáis, dueño mío?
Salomón tendió la mano y la cerró sobre el rubí.
—¿No es esta piedra celestial la base sobre la que debe levantarse el templo de Dios?
Natán pareció ignorar la pregunta.
—A menudo hemos hablado de ello, preceptor. Me gustaría abandonar la capilla y construir un nuevo santuario. Mi padre rechazaba violentamente esta idea. Vos la aprobabais.
—En efecto —reconoció Natán.
—Múltiples templos pequeños por todo el país no bastan.
—Es cierto —confesó el preceptor.
Salomón se sorprendió. Natán sonreía.
—Tenía gran influencia sobre vuestro padre. Renuncio a ejercerla sobre vos. Yo impedí a David iniciar una gran obra en Jerusalén.
—¿Por qué?
—Porque el edificio de David se habría derrumbado, a causa de sus pecados.
El rey no tuvo tiempo de meditar sobre las palabras de su preceptor. Apenas hubo salido de la biblioteca de Natán cuando le abordó Banaias. El jefe del ejército estaba sumido en la angustia.
—Señor…, los tres hijos de un jefe de clan solicitan vuestro arbitraje. Si no obtienen satisfacción, amenazan con lanzar sus tropas unas contra otras.
El peligro era real. Si Salomón fracasaba en su intento de conciliación, habría decenas de muertos. Y se vería obligado a mandar sus propios soldados contra los rebeldes.
—Convócales en la explanada. Allí pronunciaré la sentencia.
Banaias estaba aterrado. ¡Un juicio! David no se habría atrevido a utilizar ese procedimiento. Habría intentado apaciguar a los querellantes y, en caso de fracaso, habría hecho contra ellos una guerra expeditiva.
Los cortesanos se habían reunido para asistir al juicio. Muchos apostaban por el fracaso del rey, que le condenaría a renunciar al trono. Despertaban decepcionadas ambiciones.
Salomón se sentó en una silla de tijera, en el centro de la explanada, frente a tres jóvenes que llevaban en sus brazos el cadáver de un anciano de negra barba.
—¿Qué deseáis? —preguntó el rey.
—Lo que se me debe —respondió el mayor de los tres hermanos—. Mi padre, en su lecho de muerte, reveló que sólo uno de nosotros tres era su hijo y que le legaba la totalidad de sus bienes. Entregó el alma antes de designarlo. Sé que soy su hijo. Estos dos impostores niegan mi derecho.
—Nadie puede conocer el secreto de los muertos —afirmó el menor—. Repartamos.
—Me niego —dijo el tercero—. La voluntad de mi padre debe ser respetada.
—Entregad a Banaias el cadáver de vuestro padre —ordenó Salomón—. Lo atará a una columna, al final de la explanada. Dará un arco y una flecha a cada uno de vosotros. Apuntaréis al cadáver. El que tire mejor, será el heredero.
Unos murmullos se levantaron de la concurrencia. Los tres litigantes estaban obligados a aceptar.
El mayor fue el más rápido. En cuanto Banaias se apartó del cadáver, disparó. El proyectil le traspasó la mano. El menor, satisfecho por aquel tiro mediocre, apuntó durante algún tiempo. La flecha se clavó en la frente del muerto, el tiro era perfecto. El más joven tendió el arco, apuntando hacia el corazón. Furioso, arrojó el arma al suelo.
—Es indigno —protestó—. No seré el asesino de mi padre, aunque sólo sea un cadáver. Prefiero ser pobre.
Entonces abandonó la explanada a grandes pasos. Salomón le llamó.
—Quédate y sé el digno heredero de un jefe de clan. Sólo tú puedes ser su hijo.
—¡Viva el rey Salomón! —gritó Banaias.
Pronto resonaron cien voces más.