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Alrededor de la cisterna, los espectadores aullaban. Animaban a su campeón, el hombre más valeroso de Israel, Banaias. En el fondo de la vacía tina, resbalando en un aceitoso charco, se enfrentaba con un león capturado en las montañas. Durante el período de luto que separaba la muerte de David de la coronación de Salomón, el jefe del ejército había considerado oportuno distraer al pueblo demostrándole que su segundad estaba defendida por un bravo más fuerte que una fiera. Banaias tenía fe en su poder desde que había derribado a un gigante egipcio, arrancándole la lanza con la que le amenazaba y rompiéndole la cabeza a bastonazos. Con las manos ensangrentadas, el israelita no había sentido dolor alguno. La embriaguez de la victoria le hacía invulnerable.

Incapaz de encontrar un apoyo, el león, furioso, atacó a contratiempo. Banaias, acostumbrado a entrenarse en aquella superficie, evitó las zarpas y tomó a la fiera por detrás, encerrando su nuca en la tenaza de sus enormes manos con dedos rígidos como piedras. El aullido de victoria se confundió con el agónico estertor del animal.

La muchedumbre aclamó a Banaias. Apenas tenía tiempo para lavarse y vestirse antes de ir a palacio, donde Salomón le había convocado. Cuando pasó por la calle que llevaba a la residencia real, numerosos ciudadanos saludaron al coloso.

Salomón recibió a Banaias en un austero despacho. Ambos hombres permanecieron de pie. El militar sintió que el hijo de David, vestido con una túnica azul sin costuras, no era ya un príncipe elegante que sólo se preocupaba por la poesía. La gravedad de su expresión, incluso en un hombre joven, revelaba la intensidad de sus preocupaciones.

—¿Estás decidido, Banaias, a servirme como serviste a mi padre?

—Pertenezco a una familia de soldados, Majestad. Nací en los confines del desierto, donde se aprende a combatir y a defender la propia vida.

Salomón contempló largo rato a Banaias con sus ojos de un azul profundo. El soldado se sintió subyugado.

—Te nombro jefe supremo de mi ejército y jefe de mi guardia privada —declaró el hijo de David—. Hablaremos a menudo. No te alejes nunca de la corte. Puedo necesitarte en cualquier instante.

Un enorme orgullo dominó a Banaias. David, ciertamente, había reconocido ya su valor. Pero Salomón hacía mucho más.

—Por el santo nombre de Yahvé, me comprometo a ser fiel a mi señor tanto en la alegría como en la pena —juró.

Salomón ocultó su júbilo. Acababa de conseguir la primera victoria de su reinado Pero ¿cómo podía disfrutar la auténtica felicidad si se sentía obsesionado por la atroz exigencia de su padre muerto?

—Tengo que consultarte, Banaias.

El nuevo jefe del ejército emitió una especie de gruñido.

—Sé combatir, señor, pero no aconsejar a un rey.

Salomón tomó a Banaias del brazo y le llevó fuera del despacho. Atravesaron un corredor y avanzaron por una terraza que dominaba las mansiones de los ricos. Los blancos muros brillaban al sol. En aquel atardecer, la ciudad estaba inquieta ¿Necesitaría pronto un soberano capaz de gobernar?

—¿Cuáles son los crímenes que Dios condena, Banaias? Rebelarse contra Él, ser idólatra, proferir blasfemias, no celebrar la Pascua, no respetar el sabbat, no circuncidar al propio hijo, entregarse a la magia negra. Pero ¿es un crimen ejecutar las órdenes del rey?

—¡Naturalmente que no! —protestó el jefe del ejército.

—Puesto que así lo crees, Banaias, encuentra a Joab, el enemigo de David.

—Y cuando lo haya encontrado.

—Que tu brazo aplique mi sentencia, la muerte.

—Antes de que nazca el sol de mañana, señor, te habré satisfecho.

Cuando Banaias se hubo marchado, Salomón sintió deseos de gritar de angustia ¿Cómo negarse a cumplir la última voluntad de David?

El futuro rey de Israel cenó en compañía de su madre, pero no probó alimento alguno. Despidió a los músicos y ordenó que el mayor silencio reinase en palacio.

—¿Por qué tantos tormentos, hijo mío? Dios ha querido que sucedas a David. Cualquier rebeldía es inútil. Respeta su deseo y conocerás días serenos. Permíteme, permíteme que té presente una petición.

Salomón abandonó su sopor. Su madre adoptaba la actitud de una sirvienta para con su dueño. Ya no le consideraba su hijo sino su rey. Un mundo estaba derrumbándose. Se abría un universo. Tenía que descubrir sus leyes.

—Habla, madre.

—Adonías, un cortesano, ha pedido como esposa una concubina de David. Implora tu consentimiento.

Salomón, pálido, se levanto.

Con el reverso de la mano derramo una copa de vino. Nunca Betsabé había visto a su hijo presa de tan frío furor.

—¿Sois consciente, madre, del significado de esta petición? ¡Las concubinas de mi padre son hoy las mías! ¡Lo que Adonías reclama es el trono!

Salomón no se equivocaba. La petición del cortesano encubría una tentativa de golpe de Estado. Betsabé había cometido un error imperdonable.

—Quien se hace culpable de proclamarse rey en lugar del rey, se condena a desaparecer —recordó.

Cuando Banaias volvió a palacio, Salomón contemplaba la estrella polar. Con la mirada fija en el eje del mundo, del que pendía un hilo invisible que unía el cielo y la tierra, había intentado olvidar los asuntos humanos para llenarse de aquel campo de celestes luces que se extendía hasta el infinito.

Banaias permaneció en la penumbra. Salomón no se volvió.

—He fracasado, señor —murmuro con su voz ronca.

—¿Me has desobedecido acaso?

—Cuando Joab supo mi llegada, se refugió junto a un altar, en la campiña. Un lugar sagrado. Se puso fuera del alcance de mi espada. Será preciso aguardar.

—Nadie puede levantar la mano contra el hombre que busca refugio junto a Dios, salvo si se trata de un criminal —dijo Salomón—. ¿No es este el caso, Banaias? Joab mato al sobrino de David. Hizo asesinar a sus amigos ¿Crees que merece tu indulgencia? ¿Crees que Dios aceptara protegerle?

Cuando Salomón levanto de nuevo los ojos a la estrella polar, el caballo de Banaias cruzaba ya una de las fortificadas puertas de Jerusalén.

De acuerdo con las costumbres de luto, Salomón no se había lavado ni afeitado y debajo llevaba ropas viejas.

Mientras un cortejo de plañideras expresaba ruidosamente su pena, el hijo de David se aproximo al cadáver de su padre, puesto en una narria de madera en medio de la explanada que se abría ante el palacio. Los despojos mortales habían sido lavados con aceite oloroso y perfumados con mirra y madera de áloe.

Una túnica púrpura cubría el cadáver. A su derecha, el arpa con la que se acompañaba para cantar, a la izquierda, la espada con la que había combatido. En la frente de David brillaba una diadema.

Salomón besó a su padre en la sien. Era el último beso, el del amor filial que sobrevivía más allá de la muerte. Así, el alma del soberano de ayer pasaba a la del futuro rey.

Betsabé encabezaba el cortejo, seguida por las plañideras que entonaron una melopeya apoyada en una melodía de flauta de lúgubres tonalidades. La viuda era el símbolo vivo de Eva que, tras haber introducido la muerte en la especie humana, tenía que abrirle paso hacia el otro mundo.

Cuanto más avanzaba la procesión, más se animaban las mujeres, cubriéndose la cabeza de polvo y lanzando desesperados gritos. Betsabé, cuyo majestuoso porte impresionaba a la muchedumbre que se apretujaba en el recorrido que llevaba a la tumba, no tomó el camino habitual de los funerales, que iba hasta el valle de Josafat, a más de cincuenta codos de la ciudad, sino que se dirigió hacia la más alta muralla de la fortificación.

A media altura se había excavado un profundo sepulcro, de bóveda rebajada, al que se accedía por una rampa. En su interior, la piedra había sido toscamente tallada. Salomón, Banaias y Sadoq, el sumo sacerdote, tiraron de la narria. El hijo de David penetro solo en la tumba y meditó largo rato junto al cadáver que reposaba en una banqueta calcárea. A su cabeza había un envoltorio de aromas que evocaban el suave olor del Edén ofrecido a David.

En cuanto Salomón abandonó la última morada de su padre, Banaias obstruyó la abertura con un bloque de piedra que los albañiles ajustaron disimulándolo. La memoria de los siglos olvidaría, los huesos y las carnes se descompondrían pero David seguiría presente en las fortificaciones de su capital, dispuesto a defenderla contra las tinieblas.

En el ágape que reunió a Salomón, Betsabé y los miembros del consejo de la Corona, el único alimento fue un pan de luto consagrado por el sumo sacerdote. Cada comensal tenía derecho a un vaso de vino.

Al servir a Salomón, Banaias se inclinó y murmuró a su oído.

—Se ha hecho, señor. El criminal ha sido castigado.

El jefe del ejército había arrancado a Joab del altar, donde se agarraba aullando con los dedos ensangrentados. Luego, lo había degollado. Más tarde, se había dirigido a casa de Adonías, infligiéndole la misma suerte por alta traición y maquinación contra el rey, obedeciendo así las órdenes de la viuda de David. El monarca difunto descansaría, pues, en paz.

El vino ritual abrasó la garganta de Salomón. Mañana, sería coronado.