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Jerusalén se levantaba sobre la colina de Sión La ciudad aparecía como una fortaleza a la que murallas y fortificadas puertas hacían inexpugnable. Sin embargo, David se había apoderado de ellas, lanzándose al asalto de los altos muros tras haber organizado el asedio. El rey había obtenido allí su más hermosa victoria, dando a Israel una nueva capital. Limitada en tres de sus lados por austeros valles, rodeada de torrentes de abruptas pendientes donde los uadi, que las tormentas llenaban de agua, excavaban sinuosas venas, la plaza fuerte estaba protegida por el relieve. David no había considerado necesario añadir nuevas fortificaciones, salvo en el espolón norte. En el promontorio del Ofel, de casi setecientos metros de altura, se erguía la Sion de David.

Salomón penetró en Jerusalén por una de las puertas fortificadas, permanentemente custodiadas por soldados armados. La capital de Israel le procuraba más angustia que gozo ¿Por qué tenía un aspecto tan ingrato, por qué ocultaba sus encantos bajo aquel rostro cerrado y agresivo? Los palacios de los ricos, que formaban la ciudad alta, ofrecían una nota de alegría, en exceso discreta, a aquel inquieto universo.

Tan animada y ruidosa por lo común, Jerusalén se había encerrado en un cerco de silencio. De pie en un carro tirado por dos caballos, Salomón respondió al saludo que le dirigía el responsable del puesto de guardia instalado sobre el acceso principal. En aquel lugar, la muralla tenía triple grosor. Al revés de lo que solía ocurrir, los soldados no dejaban entrar en la ciudad los rebaños de ovejas que se dirigían a las granjas de los barrios bajos.

Salomón, nervioso, fue directamente al palacio de su padre, azuzando a los caballos. Calles y callejas estaban desiertas. Los habitantes habían cerrado los postigos de madera en las estrechas aberturas que dejaban entrar la luz en sus moradas. La noticia se había extendido rápidamente por todos los barrios, sembrando la desesperación. Con la desaparición de David se abriría un período turbulento durante el que los ambiciosos combatirían para conquistar el poder. El pueblo sufriría las consecuencias de sangrientos enfrentamientos. Las madres pensaban ya en esconder a sus hijos. Muchos hombres tenían la intención de refugiarse en la campiña, temiendo la llegada de salvajes hordas que querrían imponer, a punta de espada, su favorito.

El palacio del rey era sólo una casa más vasta y sólida que las demás. Construida en piedra calcárea, tenía gruesas paredes y se levantaba sobre la roca que constituía el mejor de los cimientos. Ni las tempestades ni las lluvias se llevarían la residencia del soberano, que su hijo habría deseado más rica y suntuosa. El mortero de arcilla utilizado para unir las piedras era tan basto como el propio edificio. En Israel no existía arquitecto alguno con genio suficiente para erigir un inmenso palacio que rivalizara en belleza con el del faraón.

David sólo había aceptado un lujo suelos de guijarros en las estancias principales y un magnífico entablado de cedro en su alcoba. Los pobres se limitaban a la tierra batida. Para expiar sus pecados, el monarca habría preferido imitarlos, pero su esposa, Betsabé, se había opuesto.

El lugar disgustaba a Salomón. Le parecía glacial e inhóspito. Y cuando había decidido revelárselo a su padre, esperando convencerle para que construyera una mansión digna, por fin, de él, el porvenir se oscurecía ¿David, cuyos cantos habían alegrado el corazón de Dios, no era acaso inmortal?

Salomón nunca había pensado en la desaparición de su padre. David encarnaba la autoridad suprema. Sin embargo, no estaba exento de críticas. No había conseguido restablecer la paz, convertir a Israel en una nación coherente y bastante poderosa como para mantener alejados a sus enemigos. Obsesionado por sus pasadas faltas, se había encerrado en su sufrimiento, pensando más en sí mismo que en su pueblo. Pero aquellos reproches contaban muy poco ante el amor de un hijo por su padre. Salomón habría dado la vida para preservar la de David. Nunca había discutido una orden del rey, aunque no estuviera de acuerdo con lo que se le pedía.

Fue Natán, preceptor de Salomón, quien le recibió en el umbral de los aposentos reales. Natán había sido el maestro espiritual del joven, mucho más que David. Creyendo que su discípulo era amado por el Señor y que la Sabiduría lo había marcado con su sello, le había consagrado la mayor parte de su tiempo, iniciándole en el significado de los textos sagrados y en la práctica de las ciencias secretas.

Salomón aprendía deprisa. Cuanto más descubría, más deseos de descubrir sentía. Las frivolidades de la existencia no le interesaban. Trabajar bajo la dirección de su preceptor le parecía la más envidiable de las vidas.

Natán, anciano de alta estatura y barba blanca, iba vestido con una larga y alba túnica de escote cuadrado. No llevaba joya alguna, ninguna marca distintiva de su alta función en la corte. Pero su mera prestancia revelaba su rango. Su humor era de un perfecto equilibrio y su rostro, por lo común, no revelaba sus emociones.

Sin embargo, esta vez, estaba marcado por la fatiga. A la fina sonrisa del preceptor, seguro de si mismo y de su saber, había sucedido una expresión de inquieta gravedad.

Salomón le tomo del brazo.

—¿Cómo esta mi padre?

—Muy mal. Por eso he mandado a buscaros.

—El Arca está de regreso en Jerusalén. Su presencia le salvara.

—Dios os escuche.

Por un instante, la voz de la gruta lleno la cabeza de Salomón. Se dominó lo bastante como para que no se advirtiera.

—¿Puedo verlo?

—Vuestra madre os espera —repuso Natán.

El preceptor introdujo a Salomón en una pequeña estancia de desnudos muros. Betsabé estaba sentada en una silla baja. Con los ojos cerrados, parecía dormir. En cuanto su hijo entro, se levanto y lo tomo en sus brazos.

—¡Salomón, por fin!

—No he podido venir más deprisa, madre.

—No te reprocho nada. Tenía tanto miedo.

—¿Porqué?

—El mal merodea, hijo mío. Israel está en peligro. David no ha muerto todavía y algunos se proclaman ya reyes.

Aquélla a la que el pueblo llamaba «la gran dama» había conservado, aun teniendo ya más de sesenta años, una excepcional nobleza. Delgada, esbelta, con el rostro de rasgos tan finos que habían seducido a David hasta el punto de desagradar a Yahvé, reinaba sobre una corte abandonada por su esposo.

—¿Qué esperáis de mi, madre? Bien sabéis que os protegeré contra cualquier agresor, aunque sea un pretendiente al trono. Betsabé se apartó de su hijo. Le costaba disimular su angustia.

—Amo a David y David me ama.

—Ya no es tiempo de sentimientos —declaró Natán—. El rey agoniza. Si no actuáis deprisa, será Israel quien perderá la vida.

Conteniendo sus lágrimas. Betsabé salió de la pequeña estancia y se dirigió a la alcoba donde agonizaba su esposo.

Salomón intentó en vano comprender el sentido de aquellos extraños acontecimientos.

—¿Qué ocurre, Natán?

El preceptor se mostró severo.

—Ha llegado la hora de revelaros el secreto que comparto, desde hace mucho tiempo, con vuestra madre. Un secreto que afecta el porvenir del país.

Un frío atroz, tan intenso que estuvo a punto de arrancarle un grito de dolor, transitó los ojos de Salomón.

—¿Y en qué me afecta?

—Sólo os afecta a vos, Salomón. David prometió a su esposa que os elegiría como sucesor.

—¿A mi?

Salomón enmudeció. Convertirse en soberano de Israel, sentarse en el trono de David, asumir la carga de llevar al pueblo de Dios por el camino de la Sabiduría. Jamás sería capaz de hacerlo.

—¿Quién imaginó tamaña locura?

—El que mejor os conoce vuestro preceptor. Desde que erais niños, descubrí en vos la grandeza de los reyes. Se lo confié a vuestra madre. Ella había llegado a la misma conclusión.

—¿Y mi padre?

—David reconoció lo acertado de nuestra propuesta. Dio su palabra. Hoy debe hacerla oficial. Seguidme.

Salomón no protestó. Desconcertado por la noticia, se dejaba guiar por su preceptor.

Ambos hombres penetraron en la alcoba del monarca.

David, con los ojos clavados en la llama de la antorcha, tenía el cuerpo cubierto por una estola de lana. Las tablas de cedro crujieron bajo los pasos de Salomón, que se colocó junto a su madre, a la cabecera del lecho.

El rostro del moribundo estaba deformado por el sufrimiento. Había desaparecido cualquier rastro de seducción. Sólo quedaba ya el peso de setenta años destinados a amar, rogar y combatir.

—Rey de Israel —dijo Betsabé con voz temblorosa—, juraste a tu sierva que mi hijo Salomón reinaría después de ti y se sentaría en tu trono. Israel tiene los ojos fijos en ti. Espera que des a conocer el nombre de tu sucesor.

—Que Natán salga de mi habitación —ordenó David sin mover la cabeza.

El preceptor obedeció.

El viejo soberano se incorporó, como si recuperara milagrosamente su pasado vigor. Contempló a su esposa.

—Por la vida de Dios, que me ha librado de todos los peligros, cumpliré lo que he jurado. Acércate, hijo, y dame tu mano.

Salomón obedeció, sorprendido por la firmeza del tono. Estuvo convencido de que David vencería la enfermedad, que viviría todavía muchos años a la cabeza de su pueblo.

El hijo colocó su mano diestra en la de su padre, que la estrechó con fuerza.

—Te transmito la realeza, Salomón, la que Dios me confió y de la que me mostré indigno. La muerte es la cuerda cortada por Su mano, la estaca arrancada, la tienda arrastrada por el viento del desierto. Mi alma está dispuesta a cruzar el cielo para comparecer ante mi juez. Guerreé y vencí. Que esos tiempos hayan pasado para siempre. Tú, que llevas el nombre de Salomón, «paz para él», obtenía en esta tierra. Conviértela en vínculo entre Israel y el cielo. Mi corona está manchada de sangre. Cabezas cortadas yacen a los pies de mi trono. Por eso no pude construir la casa del Señor. Cumple esa tarea, hijo mío. Busca sin cesar la Sabiduría, la que fue creada antes de los orígenes, antes de que nacieran el mar, los ríos y las fuentes. Antes de que se levantaran las montañas, antes de que los días se separaran de las noches antes de que la luz saliera el caos y los cielos estuvieran firmemente establecidos. Con la Sabiduría mide Dios el universo y con ella fundó la Tierra, gracias a ella traza los senderos que recorren los astros. Sin ella, no construirás nada.

La mano de David tembló. Puso los ojos en blanco. Salomón le ayudo a tenderse. La muerte lanzaba un nuevo ataque.

—Betsabé —pidió el rey en un soplo—, convoca inmediatamente el consejo de la Corona. Quiero hablar con sus miembros. Mi hijo permanecerá a mi lado.

La esposa de David no tardó en reunir a los tres dignatarios que componían el consejo: Natán el preceptor, Sadoq el sumo sacerdote y Banaias el jefe del ejército. Éste era un coloso cuya impresionante musculatura contrastaba con la delgadez del sumo sacerdote. Todos sabían que Banaias se había convertido en el hombre más poderoso de Israel. Sin su aceptación, el futuro rey sería sólo una marioneta desarmada. El jefe del ejército casi nunca hablaba. Había servido a David con la más absoluta fidelidad. Pero nadie sabía lo que pensaba con respecto a la sucesión.

David solicitó a Salomón que le incorporara, pese al intenso dolor que sentía en esta posición. Quería expresarse como un monarca y no como un moribundo.

—Vosotros sois mi consejo —anunció con una energía casi arisca—, y os revelo mi última decisión. Salomón es el nuevo rey de Israel. Quien se atreva a atribuirse este título y no le preste juramento de fidelidad, será ejecutado.

Sadoq fue el primero que inclinó la cabeza. Luego lo hizo Natán. Banaias, que vestía una coraza de plata, pareció reflexionar. La garganta de Betsabé se secó. Si el jefe del ejército había elegido otro pretendiente, su espada atravesaría muy pronto el corazón de los parientes de David.

—La voluntad del rey es la de Dios —dijo Banaias con voz ronca—. Que Salomón ordene y obedeceré.

David sonrió. Su rostro recuperó de pronto aquel encanto al que nadie podía resistírsele. El hechizador apartaba la horrenda máscara que le aguardaba.

—Retiraos. Tú, Salomón, quédate.

En cuanto estuvieron solos, el rey apartó con sequedad a su hijo. Asombrado por este cambio de actitud, Salomón vio que en los ojos de su padre se encendía una llama ardiente, casi juvenil, por la que pasaba el ángel de la locura.

—Te consagro mis últimos instantes, hijo. Promete que me obedecerás.

—Soy tu servidor.

—¡No, Salomón! Ahora eres el rey. Tu único señor es Dios. Pero yo, tu padre, tengo que pedirte algo.

El hijo de David se arrodilló y estrechó entre sus manos la del agonizante, cuya respiración se hacía cada vez más rápida.

—Habla y lo haré.

—Gracias te sean dadas, Salomón. Puedes ofrecerme la paz que necesito. Sabes que Joab, el infame traidor, mato a seres que me eran muy queridos, a uno de mis sobrinos entre ellos. Véngame, Salomón. Aplica la ley ojo por ojo, diente por diente, vida por vida. Suprime a ese asesino. Como rey eres pues supremo. Actuarás como te parezca oportuno. Pero por amor a mi, por amor a tu función, no dejes que las canas de Joab bajen en paz a la morada de los muertos.

La voz de David se quebró. Su busto se inclinó. Dios acababa de llevarse el alma del poeta con la voz de miel.