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Salomón pasó amorosamente la mano por el Arca de la alianza. Sólo él, entre los hijos del rey David, era capaz de llevar a cabo ese gesto sin ser fulminado por la misteriosa energía que emanaba del santuario que contenía las Tablas de la Ley.

Durante algunos días, el Arca permanecía en Silo, en el corazón de Judea, la provincia de los reyes, donde Abraham había venerado al auténtico dios, el Único que había cambiado el destino de la humanidad al escoger Israel como tierra elegida. Silo había sido la primera capital de David, antes de establecerse en Jerusalén. El anciano monarca exigía que el Arca viajara periódicamente, recordando a los hebreos que seguían siendo nómadas en busca del Señor.

A Salomón le habían encargado que protegiera el precioso tabernáculo. A la cabeza de una escuadra formada por soldados de élite, había salido de Jerusalén, se había detenido en la caverna Macpela donde descansaban los patriarcas, había caminado entre viñas cargadas de racimos, contemplado los cultivos en terraza que ascendían por las secas y pedregosas laderas. En Judea, nada limitaba la mirada. El horizonte tenía un fulgor leonado, habitado por un sol infatigable. El paso del caminante levantaba un polvo rojizo que se depositaba luego en las andas.

Silo era el objetivo de la expedición. La pequeña ciudad, construida en el territorio de la tribu de Efraím, se enorgullecía de haber acogido el Arca durante la famosa batalla contra los filisteos. El santuario de Yahvé había sido llevado al centro mismo del tumulto, afirmaba la presencia divina y dio la victoria a Israel en un gran estruendo de aullidos de dolor y gritos de alegría.

Gritos y aullidos obsesionaban a Salomón. La guerra, la violencia, la sangre ¿Estaría su pueblo condenado a las calamidades? ¿Sería siempre Yahvé un dios vengador, ávido de enfrentamientos?

Extraños pensamientos torturaban el corazón de Salomón, joven príncipe de veinte años y de hechizadora belleza. Los adivinos habían predicho, cuando nació, que su gran frente sería morada de la Sabiduría, que ninguna arruga surcaría su rostro y sus rasgos no envejecerían. Desde su adolescencia, Salomón había dado pruebas de un sereno poder y una autoridad natural que subyugaban a sus interlocutores.

¿Quién hubiera imaginado la intensa tormenta en la que se agitaba vanamente, como un bajel privado de gobernalle? Salomón no podía ya conciliar el sueño. Estaba perdiendo su innata afición al estudio y a la poesía. Ni siquiera la plegaria le procuraba ya el menor consuelo.

Concluía la tercera vela nocturna. Tras la de la aparición de las estrellas y la de medianoche, venía la última, la de la aurora. Salomón había permanecido cerca del Arca, suplicando al Señor que concediera por fin la paz a Israel ¿Por qué temblaban de miedo los habitantes de las aldeas, por qué morían tantos bajo la espada, por qué sus casas eran incendiadas y desvalijadas, por qué se acababa matando todo lo que respiraba? ¿Por qué los clanes seguían matándose entre sí, por qué guerreaba Israel contra sus vecinos?

Salomón había repetido cien veces estas preguntas.

Pero Dios permanecía mudo.

Cuando el sol atravesó la bruma con sus primeros rayos, el hijo de David se atrevió a posar la mano en el Arca, Yahvé no le había aniquilado y, por lo tanto, había escuchado su plegaria. Algún día, alguna noche, llegaría la respuesta.

Salomón contempló el Arca.

El foco de energía del que Israel obtenía su fuerza era una caja de madera de acacia, de un codo y medio de altura y dos codos y medio de largo. Recubierta de oro puro, tanto en el interior como en el exterior, era protegida por las alas de los Querubines sobre las que, invisible se hallaba Yahvé, cabalgador de las nubes. Las usaba como si fueran un carro y recorría el universo hasta el jardín del Edén, cuyas puertas estaban guardadas por aquellos leones alados de cabeza humana, encarnación del valor que ninguna debilidad podía corromper.

Salomón sintió la tentación de abrir el relicario, de extraer las dos tablas de piedra en las que estaban grabados los diez mandamientos divinos, el pacto del Sinaí por el que Israel se había convertido en el fiel servidor de Yahvé. Pero aquel privilegio estaba reservado al rey. Sólo David estaba capacitado para leer el mensaje de los orígenes, contemplando la palabra del Dueño celestial.

Salomón extendió sobre el Arca un precioso paño de pelo de cabra, luego protegió las barras de acacia recubiertas de oro con pieles de carnero teñidas de rojo. De este modo, el santuario sería invisible para los porteadores. El hijo de David salió de la tienda que albergaba el Arca. La luz del día había invadido ya la verdeante llanura que se extendía al pie de la colina, en la cima habían establecido el campamento. Salomón tuvo la sensación de que el mundo le pertenecía. Apartando tan loco pensamiento, dirigió los ojos al sol naciente, se dejó deslumbrar, pensando en desaparecer entre una orgía de luz.

¿No errarían siempre los hebreos?[1] Más allá de los cultivos, el desierto. Aquel desierto que separaba Israel de la civilización odiada, Egipto, que Salomón admiraba en secreto desde su infancia ¿No eran las enseñanzas de los sabios egipcios las más profundas y sutiles? ¿Acaso Egipto no era el único gran país que gozaba las delicias de la paz y la riqueza? El hijo de David había sabido disimular su inclinación por el imperio de los faraones. No había compartido con nadie su secreto, sobre todo con su padre que habría podido adoptar contra él una medida de destierro. Como él, Salomón era un hombre del desierto, de los infinitos espacios, un buscador de absoluto. Sabía que Dios sólo se revelaba realmente en el silencio y la soledad. Pero Salomón no lograba admitir que Israel se hundiese en estériles recuerdos. Para instaurar una paz duradera, los hebreos necesitaban un Estado poderoso y una capital tan brillante como la Tebas de Egipto. Aquello era sólo infecunda imaginación.

Con los brazos cruzados, la mirada clavada en una pequeña aldea que iba despertando, el hijo de David creyó oír un grito de dolor ¿Era presa de una de aquellas pesadillas con las que, muy frecuentemente, le abrumaban los demonios nocturnos?

Voces de hombres, ruido de combate.

Salomón avanzó hasta el borde de la meseta rocosa. En una plataforma, a unos diez metros más abajo, dos infantes de su guardia personal combatían a bastonazos con increíble violencia. Con los cuerpos sudados pese al fresco matinal, vestidos con un simple paño, se golpeaban para matarse. Sus camaradas asistían entusiasmados a la escena, alentando a los dos campeones.

Éstos unían el insulto al esfuerzo físico, esperando debilitar así la resistencia del otro «Daré tu carne a los pájaros del cielo y las bestias de los campos», aulló el más bajo de los contendientes, de gruesas piernas y anchos hombros. Su bastón se elevó muy arriba, dibujó una extraña curva y cayó sobre el cráneo del soldado que le había desafiado, obligándole a responder con las armas. El golpe fue decisivo. El vencido se derrumbó, con el rostro cubierto de sangre.

El drama se había desarrollado con tanta rapidez que Salomón no había tenido tiempo de intervenir. El vencedor gritó de alegría, arrojando su bastón sobre el cadáver del vencido.

—¡Qué este perro se pudra entre la carroña! —exigió—. Que rapaces y roedores sean sus sepultureros. Que sus huesos sean basura dispersada por el viento.

De pronto, uno de los soldados divisó a Salomón. Palmeo el hombro de su vecino, que aviso a sus compañeros. En pocos segundos, se hizo el silencio.

—Que este hombre suba hasta mi —ordenó el hijo de David señalando al triste héroe.

Éste lanzó angustiosas miradas a su alrededor. Nadie acudió en su ayuda. Obedeció tomando, con vacilante paso, el abrupto sendero que llevaba a la cima de la colina. Enfrentarse con Salomón le inquietaba más que luchar a muerte contra un coloso. Conocía la aversión que sentía por la violencia el hijo de David.

—Señor —afirmó hincando la rodilla en tierra—, no he traicionado la ley, me ha desafiado, sólo he respondido de acuerdo con la costumbre.

Salomón sabía muy bien que a los hebreos les gustaban las justas y los duelos. Asistía mucho público. La hazaña de David derribando a Goliath había popularizado el uso de la honda. Numerosos jóvenes morían, año tras año, con la frente destrozada por un proyectil.

—¿Por qué has matado a tu adversario? —pregunto Salomón.

La pregunta sorprendió al soldado.

—No tenía elección, señor ¿Acaso no combatió el Ángel con Jacob antes de darle el nombre de Israel? Somos guerreros. Y en un combate hay que llegar hasta el fin.

El vencedor estaba exaltado. No sentía el menor remordimiento. Mañana, en parecidas circunstancias, actuaría del mismo modo. Si le castigaba, Salomón provocaría el indignado descontento de los soldados de su guardia.

—Vete —ordenó.

Sonriente, el homicida se marchó. Pensaba festejar su victoria con los camaradas y no olvidaría agradecer a Yahvé la fuerza de su brazo.

Salomón, tras haber pedido al jefe de su guardia que se acercara al Arca con una escuadra, bajó al pie de la colina. Se sentó en una roca y oculto el rostro entre sus manos.

La paz era sólo un sueño. Un espejismo en el que quería creer para darse una razón de vivir. Tenía que mirar la realidad cara a cara. Sólo sería un príncipe elegante, que arrastraría su aburrimiento por el palacio real y compondría poemas que algunos cortesanos se verían obligados a apreciar.

El cristalino sonido de una campana se extendió por el aire matinal. Salomón se sobresaltó.

David había prohibido el uso de aquel instrumento desde que la campana que le habían ofrecido los ángeles había callado. Cuando el rey presidía su tribunal, repicaba en presencia del inocente y permanecía muda cuando el culpable desaparecía. De este modo, la justicia, procedente del mismo Dios, era dueña absoluta de Israel. Pero David había pecado. Y la campana enmudeció, obligando al soberano a pronunciar sus propias sentencias, a riesgo de equivocarse.

David no presidía ya el tribunal. El viejo soberano aguardaba desesperadamente que la campana se manifestara de nuevo. La campana de David ¿Era eso lo que Salomón oía? Se levanto y caminó hacia una gruta de la que parecía salir el repique. Se introdujo en aquel mundo oscuro y húmedo. El sonido aumentaba.

Se transformo en una voz poderosa, muy grave, demasiado grave para ser humana. Una profunda serenidad invadió el corazón del hijo de David. Supo que aquella invisible presencia era la de Dios.

Salomón escucho con todo su ser. Arrodillándose, murmuró una plegaria. «No te pido, a Ti, Poderoso entre los poderosos, fortuna ni larga vida. Pero concédeme la inteligencia necesaria para encontrar el camino de la paz y saber distinguir el bien del mal».

Una intensa luz lleno la gruta, obligando a Salomón a cerrar los ojos. La grave voz, que solo había emitido vibraciones, callo.

Cuando el hijo de David salió de la gruta, el sol había llegado al cenit. Los soldados de la guardia vociferaban y corrían en todas direcciones. El jefe se lanzó hacia su dueño.

—¡Señor! Os hemos buscado por todas partes. Acaba de llegar un mensajero de Jerusalén. Debéis regresar de inmediato. Vuestro padre se está muriendo.