El texto se presenta bajo la forma de un tríptico: un prólogo, treinta y siete máximas y un largo epílogo en nueve partes. La primera linea de cada máxima está escrita en tinta roja, para señalar bien el paso a otro tema; por cierto, que de esta práctica subsistirá en los manuscritos medievales de Occidente la «rúbrica», es decir «la roja». Tenemos la oportunidad de poseer un texto completo, que nos permite apreciar la composición querida por el autor, y seguir el encadenamiento de su pensamiento.
El prólogo anuncia el carácter de la recopilación: una «enseñanza» (sebayt.) La palabra se escribe con una estrella, pues se trata de esclarecer al espíritu del lector con una luz de origen celeste; si bien Ptahhotep es el redactor, es ante todo el vector de esta potencia luminosa que caracteriza a una enseñanza egipcia. Además, el alma de los reyes difuntos residía en el cielo bajo la forma de estrellas, guías supremos y puertas a la luz del más allá. Las nociones de puerta, de luz y de enseñanza se asocian en la raíz seba, que sirve por tanto para precisar que este texto es una «sabiduría»; leerla es seguir el camino de las estrellas, y volver nuestra mirada hacia la inmensidad ordenada del cosmos, donde se perpetúa eternamente una vida alimentada de luz.
En este prólogo, Ptahhotep muestra sus títulos y no oculta ninguno de los males que lo aquejan por su vejez; con extraordinaria humildad, el gran sabio no evita este doloroso tema. Aunque el pensamiento permanece vivo y chispeante, el cuerpo está gastado; para superar esta prueba, el mejor medio es fabricar un «bastón de vejez», a saber, formar un hijo espiritual y componer un escrito que le será destinado, así como a quienes sepan escuchar el mensaje. Si Ptahhotep puede escribir, es porque estuvo atento él mismo a la enseñanza transmitida por sus antecesores; formula, no su fantasía o sus teorías personales, sino «las directivas de quienes lo preceden», es decir, de los ancestros, que no son considerados como pertenecientes al pasado, sino como los descifradores del porvenir y esclarecedores dignos de confianza. Si poseen la cualidad de precursores, es porque han escuchado a las potencias divinas.
Ptahhotep nos invita a llegar a ser un ejemplo, tal como el Faraón lo demanda al que redacta un escrito. Escribir, en efecto, es un acto grave; no siendo nadie sabio de nacimiento, hay que tener cuidado en lo que te transmite. Sólo un Grande, en conformidad con la Regla, tiene el deber y la capacidad de formular un pensamiento que no sea ni desviado ni torcido.
Entre el final del prólogo y la primera máxima se indica el título de lo que va a seguir: las Máximas de la palabra cumplida. El término egipcio que se tiene costumbre de traducir como «máximas», tjes, es rico en sentidos; la raíz significa «ligar, anudar, adherir», pero también «elevar, levantar» y, en ciertos contextos, «ordenar, mandar las tropas»; más aún, el término es utilizado para designar la palabra mágica que liga entre ellas, de manera inalterable, una realidad celeste y una realidad terrestre. El jeroglífico que sirve para escribir el término es una cola de golondrina, que se encuentra a menudo impresa en las piedras de los templos, a fin de unirlas mágicamente entre ellas. Por «máxima» hay que entender, pues, la palabra que eleva el alma y nos une a la idea expresada, a fin de poder volver coherente nuestro propio pensamiento. El término tjes, en la mente de un egipcio, implicaba todas las nociones que acabamos de indicar, en una síntesis inmediata, mientras que nosotros hemos de recurrir al comentario para tomar conciencia de ellas.
Estas máximas son las de «la palabra cumplida». El término «palabra», medet, está ligado a medou, «bastón»; podemos apoyarnos sobre estas palabras como sobre bastones a fin de progresar. Más aún, esta formulación es calificada de neferet, «bella, perfecta, cumplida», con la idea de que esta perfección no es fija, sino que porta en ella su propia regeneración. Ella es una obra de arte que inspira a quien la contempla; ofreciéndole su belleza, le alimenta y le inspira una manera de vivir. Osiris, el principio de resurrección, es a menudo llamado Ounen-nefer, «el ser perpetuamente renovado», ya que la vida renace de la muerte sin cesar.
Enseñar el conocimiento al ignorante, según «la regla de la palabra cumplida», tal es el objetivo de la obra de Ptahhotep. Una sola disposición de espíritu para acceder a este tesoro: saber escuchar. En este sentido, el texto será «útil» y «luminoso», estando incluidas ambas nociones en la misma palabra egipcia, akh. Para Egipto, en efecto, no hay utilidad sin irradiación luminosa, y ninguna luz que no sea fundamentalmente útil; esta «utilidad» pasa por la emisión de un verbo y la recepción de un corazón capaz de entender, de percibir las vibraciones luminosas. Devenir akh, es alcanzar el más alto estado espiritual, devenir luz.
La máxima primera está consagrada a la disposición interior, sin la cual ninguna búsqueda del conocimiento será coronada por el éxito: la humildad. Consiste en no ser nunca vanidoso en razón de lo que cree conocerse, y buscar la verdad al lado de todo ser, cualquier que sea su condición. Quien se tiene por sabio demuestra su vanidad, y con ello la más grave de las ignorancias; un sabio no vacila en hablar a los sirvientes más modestos que trabajan con la muela, y recoger el tesoro que constituye su experiencia.
Hecho extraordinario, fue precisamente en una alquería egipcia donde se volvió a encontrar, en la época moderna, un texto esencial, la piedra de Shabaka, que relata la creación por el Verbo; ahora bien, ¡esta piedra había sido utilizada como muela por los campesinos! Con miles de años de adelanto, Ptahhotep había trazado el camino a los buscadores, recomendándoles, con razón, no rechazar nada.
Sólo la humildad puede conducir al descubrimiento de la palabra perfecta; ella no es falsa modestia, sino observación y escucha, a fin de poder transmitir y construir.
Las máximas segunda, tercera y cuarta tratan del arte del debate con tres tipos de individuos, que ocupan en la sociedad un rango superior, igual o inferior al nuestro propio. Ptahhotep considera el caso en el que el interlocutor se expresa de manera inarmoniosa y prueba así su ignorancia. Si se trata de un superior, el sabio recomienda la flexibilidad; hay que saber plegarse sin romper, y dejar al charlatán que se explaye a placer sin oponerse brutalmente a él. Su manera de ser lo señalará como un incapaz. Si se trata de un igual, el silencio será la mejor arma; también en este caso, el incompetente se desvalorizará a sí mismo. Finalmente, si se trata de un inferior, no hay que abrumarlo, y dejar que se castigue él mismo; despreciable quien se encarnizara con un hombre de baja condición y vengara en él su propia desazón.
En los tres casos, por consiguiente, recomienda Ptahhotep el control de uno mismo, el silencio y la adaptabilidad frente a los discursos estúpidos, destructores o agresivos. No reaccionar, no comportarse igual que nuestro adversario, no desperdiciar nuestra energía zozobrando en el exceso de un discurso prolijo e inútil, he ahí el comportamiento del sabio.
Señalemos que Ptahhotep pone en guardia contra el mal uso de la palabra, en todas las etapas de la sociedad; tras haber situado la humildad en el primer rango, la somete inmediatamente a prueba evocando el necesario afrontamiento de otros durante el diálogo. Las reglas de la buena palabra son la base de toda arquitectura social; por esta razón, el sabio se comporta de manera que haga circular armoniosamente esta energía.
La quinta máxima se dirige a quien asume responsabilidades, debe guiar a otros y dar órdenes. ¿Qué comportamiento adoptar, a fin de no cometer falta alguna, sin dejar de ser eficaz? La respuesta es eterna y no varía, cualesquiera que sean la época y el lugar: vivir y respetar la Regla, Maât, la armonía dinámica del universo. Ciertamente, lo inverso de la Regla, a saber, la iniquidad y el desorden (isefet), pueden introducirse en el mundo de la cantidad y de la multitud; éste es, incluso, su terreno preferido. Pero el mal, incluso si aparenta vencer, no sale del dominio de la posesión; quienquiera devenga su esclavo no llegará hasta la otra orilla, la de la vida eterna. Quienquiera que no sueñe más que con adquirir para su propio beneficio, permanecerá encerrado en los límites de su individualidad perecedera. La especie humana desaparecerá, la Regla permanecerá. Debe por tanto ser el valor primero de la especie humana.
La sexta máxima exige, de quien busca la sabiduría, respetar a los demás y no enriquecerse a costa de ellos; quien así actuara vería sus actos volverse contra él. En realidad, sólo la voluntad divina se cumple, mientras que las maquinaciones humanas no sobrepasan la esfera de la humanidad y no permiten al ser elevarse hacia el conocimiento. La única actitud justa es la de contentarse con lo que se posee, a fin de vivir en paz. Entonces los dioses serán generosos; sus dones llegarán por sí mismos para quien carece del espíritu de posesión.
La séptima máxima concierne a un momento capital en la vida en sociedad: el banquete en la mesa de un Grande. No se trata de una mundanalidad, sino de un juego sutil en el que, por el comportamiento justo de los convidados, el intercambio de palabras y el reparto de alimentos, se efectúa la circulación de la ka, la energía inmaterial que se encarna en todas las formas de la creación sin limitarse a ninguna. La buena manera de conducirse excluye la arrogancia y la insolencia; toda palabra pronunciada durante el banquete debe «volver dichoso al corazón», y todos deben recordar que este alimento festivo no es acordado más que por la voluntad de Dios. El banquete reviste un carácter sagrado, en la medida en que es una de las expresiones terrestres de la vida eterna; el justo se comunicará con las divinidades, en un paraíso en el que las barcas solares aportan inagotables sustentos.
La octava máxima trata del comportamiento que debe adoptar un hombre recto al que se confiere una importante misión; debe cumplirla con precisión y exactitud, sin deformar nada. Se trata del respeto absoluto a la palabra recibida y a la palabra transmitida; traicionarlas entrañaría una grave confusión, y podría conducir al embrollo entre el Grande que ha formulado el mensaje y el destinatario del mismo. También en este caso conviene atenerse a la Regla, y en consecuencia no hablar de más, y transmitir el mensaje tal como nos ha sido confiado, sin añadirle ni sustraerle.
La novena máxima trata de dos temas. En la primera parte, Ptahhotep recomienda al poseedor de bienes que no se jacte y guarde silencio sobre su buena fortuna; en la segunda parte, el sabio aconseja a su discípulo no criticar al hombre o la mujer que no tienen hijos, y no presumir de tenerlos. Muchos padres y madres son sumidos en la tristeza a causa de su progenitura; además, el pater familias, el «cabeza de familia», está obsesionado por la idea de encontrar un sucesor a su medida. Numerosos eruditos insisten sobre la importancia que concedían los egipcios a la familia, omitiendo citar este pasaje de Ptahhotep y la frase capital: «Es al que está solo a quien Dios eleva». ¿Contradicción insoluble? De hecho, dos diferentes maneras de contemplar el destino del ser humano. Escoger una vida de familia, con sus obligaciones, es tomar un camino temporal y afectivo; coger el otro sendero, el del templo, implica una liberación, un desapego, una soledad necesaria para franquear la puerta de los misterios. Nos acordamos de las palabras de Jesús, que demanda a sus discípulos abandonarlo todo a fin de seguir la vía del espíritu. Asegurarse una descendencia carnal, indica Ptahhotep con fuerza, no es en modo alguno necesario para alcanzar el conocimiento; al contrario, se trata a menudo de un obstáculo insuperable.
La décima máxima se encadena de manera notable con la precedente; ¿cómo debe comportarse quien conoce un momento de debilidad e inquietud, y carece de familia que le apoye? La respuesta es clara: escogiendo seguir a un ser de calidad, y en quien uno pueda poner su confianza; este último se reconocerá por lo que ha hecho de su vida, cualquiera que fuere su condición primera. «Es Dios quien da forma a un ser de calidad» y lo protege en toda circunstancia. Quien lo siga devendrá de la misma naturaleza que aquél y conocerá un destino dichoso; en cambio, quien sigue a un individuo mediocre deviene mediocre.
La undécima máxima está consagrada al corazón, concebido como la conciencia de lo esencial, la capacidad de percibir lo divino y el deseo de espiritualidad.
El corazón es el órgano principal del ser y muestra el camino de la Regla y de la vida eterna. Así, Ptahhotep fórmula este decisivo precepto: «Sigue tu corazón durante el tiempo de tu existencia.» Todo lo que aminorase el tiempo consagrado a esta escucha y al respeto al corazón sería una pérdida de energía lamentable; el viejo sabio pone el ejemplo de quienes se ocupan con exceso de los imperativos materiales, sobre todo del mantenimiento de una morada donde siempre existe alguna tarea susceptible de distraer al espíritu. Pero la negligencia es igualmente condenable, y conocemos la importancia que Egipto asignaba al mantenimiento de la morada y a la higiene. Es el exceso en todas las cosas lo que se opone a la vía del corazón.
La máxima, duodécima está consagrada a la actitud que debe adoptar el sabio hacia el hijo espiritual que ha escogido. Lo que precede prueba que no se trata de las relaciones clásicas entre un padre y su hijo carnal, sino de la relación del maestro con uno de sus discípulos. Ptahhotep precisa que sólo la ayuda de Dios, y no la simple voluntad del hombre, permite a un sabio descubrir a un hijo espiritual; y este descubrimiento mismo, por dichoso que sea, no se traduce obligatoriamente por un éxito. Si el discípulo actúa con rectitud, el maestro puede reconocerle como su hijo; pero si el discípulo desobedece sin cesar, si no expresa más que malas palabras y quebranta las recomendaciones, no hay apenas esperanza, pues su acondicionamiento le fue infligido por los dioses. Se debe, ciertamente, aplicarlo al trabajo; pero Ptahhotep no piensa que sea posible modificar una naturaleza que es viciosa de origen. Sólo no se extravía aquél a quien guían los dioses.
La decimotercera máxima trata de un tema principal desde el punto de vista egipcio: la justicia. Ésta tenía a menudo lugar bajo un porche, instalado delante de un templo, a la vista y degustación de todos. El bienestar del pueblo se funda en la buena práctica de la justicia, que no puede ejercerse más que con el respeto de Maât, la justiciera del universo; una justicia sin perspectivas sagradas se hunde en las torpezas humanas. Ptahhotep indica la manera en que se comporta un hombre recto, cuando es llamado a juzgar bajo el porche; que sea humilde, que su conducta sea ajustada a la plomada, y que no cuente con la ayuda exterior para asumir su tarea, sabiendo que es Dios quien permite a un ser juzgar bien.
La decimocuarta máxima aborda el tema del comportamiento justo con relación a los demás y de las dos vías que conducen sea al bienestar, sea al malestar: la del corazón o la del vientre. Ganarse la confianza de otro, hacerse amigos, exige alcanzar el corazón, dicho de otro modo, lo esencial del ser; así vendrán la fortuna, el renombre y la capacidad de convivencia, que perdurarán a condición de no jactarse de ello. Pero quien escucha a su vientre, a sus compulsiones más egoístas, ve desaparecer su corazón, su capacidad de percibir lo sagrado, y acaba por suscitar el disgusto al volverse esclavo de sus compulsiones.
La decimoquinta máxima, difícil de comprender, trata del arte de transmitir nuestro pensamiento y de recoger el de nuestro maestro; lo importante es que este último, tras haberse expresado, no acuse a su discípulo de ser un ignorante y no piense en castigado.
La decimosexta máxima está consagrada al arte de guiar a otro y gobernar. Ptahhotep testimonia la notable flexibilidad del pensamiento egipcio, que evita siempre el dogmatismo; el sabio recomienda dar las órdenes y después dejarlas ir libremente, sin fijación y sin rigidez. Una condición para el éxito: «Llevar a cabo cosas elevadas». Una directiva no será eficaz sino a condición de elevar al individuo o la comunidad encargados de llevarla a cumplimiento. Además, quien gobierna debe pensar en el porvenir, siendo bien consciente de las dificultades que sobrevienen con la rapidez del cocodrilo cuando pasa al ataque. Una máxima india se halla muy próxima a la de Ptahhotep: «En la fortuna, nadie se acuerda; en la desgracia, todo el mundo se acuerda. Si, en la fortuna, nos acordáramos, ¿qué necesidad habría de desgracia?» El sabio egipcio recomienda precisamente ser lúcido en la fortuna, y acordarse de que puede ser destruida en un instante.
La decimoséptima máxima enseña el arte de escuchar las peticiones; el que es un buen guía no debe conducir a nadie antes de haber «purgado su vientre» de lo que desea declarar y «lavado su corazón» de una eventual injusticia. Ciertamente, no se trata de ser laxo y dar satisfacción a todos los que piden; pero es indispensable escuchar a todos antes de poder apreciar lo bien fundado de una petición. El solo hecho de escuchar con atención, y no desembarazarse cortésmente de nadie, es ya un acto de justicia al que la sociedad egipcia estaba profundamente apegado. Para el sabio, es un deber permanente.
Según la decimoctava máxima, no hay medio más seguro de romper una amistad que cortejar a las damas o ceder a su seducción en una morada donde se es acogido con total confianza. Sacrificándonos a un corto instante de placer ilícito, contrario a la rectitud, nos alejamos de la luz y vamos hacia la muerte. Quien rompe los lazos de respeto mutuo y traiciona la confianza de otro es un individuo vil.
La decimonovena máxima nos enseña que la aridez es una enfermedad incurable. El que no piensa sino en coger y poseer se condena a sí mismo a la muerte desde su existencia terrestre. La avidez es «la reunión» de todas las suertes de mal; el que es afligido por ella no tendrá tumba, no tendrá morada de eternidad, y será aniquilado por completo.
La máxima vigésima insiste sobre los peligros de la avidez, que conduce a la agresividad, a la querella y a la dureza, y recomienda no codiciar los bienes de otro, y contentarse con los propios.
La máxima vigésimo primera evoca el amor y el respeto que un hombre debe ofrecer a la mujer con la que vive. Constata, una vez más, que el Egipto faraónico fue una civilización excepcional, que otorgaba a la mujer un papel que está lejos de haber recuperado en nuestros días, sobre todo en el dominio de la espiritualidad. A un marido, Ptahhotep le recomienda que dé a su mujer todo aquello de que tiene necesidad para ser dichosa, que la mime y la proteja; en ella circula una energía creadora que hay que preservar.
La máxima vigésimo segunda precisa que el sabio debe igualmente satisfacer a sus próximos y familiares, mostrándose contento de su suerte y aceptando lo que adviene. El ser perpetuamente descontento de todo es una desgracia para su entorno; a él le corresponde realizar actos positivos, que suscitarán las alabanzas y la fortuna de los demás.
Según la vigésimo tercera máxima, el sabio no debe prestar atención a ningún rumor, pues ello no engendra más que el odio. Quien lo utiliza debe ser condenado; un hombre de rectitud no se funda más que sobre lo que ha oído, visto y verificado.
La vigésimo cuarta máxima revela que la palabra es una mercancía preciosa; cuando el sabio se sienta en un consejo, que se calle si no puede aportar ninguna solución al problema planteado. El silencio es preferible a la charlatanería inútil; hablar con justicia y rectitud es un arte de extrema dificultad que requiere un trabajo considerable. Ni el saltimbanqui «mediático», ni el buen conversador, son artesanos de la palabra, pues no propagan más que verborrea fútil; la verdadera palabra es un acto.
Según la vigésimo quinta máxima, el ser dotado de un verdadero poder atrae el respeto porque es un hombre de conocimiento y adopta en toda circunstancia un lenguaje tranquilo y reposado. El control de uno mismo es una condición indispensable de la sabiduría; ello implica no dar órdenes a ciegas, no provocar reacciones belicosas y no ceder a la vanidad. La laxitud es condenable; si no hay que reaccionar con violencia, tampoco conviene, en una situación difícil, refugiarse en el silencio. El poderoso se controla, apacigua la ebullición interior, no es ni triste ni frívolo, sino que mantiene firmemente el timón que le permite avanzar, pues permanece en la rectitud.
La vigésimo sexta máxima está consagrada a la justa utilización de la energía creadora, la ka. Ella se encuentra por todas partes, tanto en lo animado como en lo que parece inanimado; corresponde al sabio aprender a servirse de ella, sabiendo que nunca será su dueño. Precaución elemental: no oponerse estúpidamente a la acción de un Grande, pues es productora de energía; a continuación, no provocar en los demás reacciones de furor y de hostilidad, pues éstas perturban la energía. La buena actitud consiste en liberar esta formidable energía por medio del amor, y por tanto de dar y no de tomar. Así, se actúa en compañía del poder divino, que confiere al actuante (y no al actor) una fuerza auténtica. La ka, la potencia creadora, no sólo está ligada íntimamente con la paz interior, sino que además es la que hace crecer el amor. Ptahhotep insiste sobre el circuito de la energía: el amor la nutre, ella nutre al amor.
Todavía se trata de la buena utilización de la ka en la vigésimo séptima máxima, pero bajo un ángulo particular, a saber, la posición de un Grande. Al sabio se le recomienda instruirlo, formarlo, hacer de suerte que su éxito no lo conduzca a la jactancia, sino que sea aportado al crédito del maestro. ¿Por qué, en una sociedad equilibrada, es necesario forjar así a los Grandes, en función de una enseñanza espiritual? Porque redistribuirán la energía recibida y harán vivir de manera dichosa a quienes de ellos dependen. Cuanto más elevado se está en la jerarquía egipcia, más deberes se tienen respecto a los demás.
La vigésimo octava máxima nos conduce a la corte de justicia, en donde el hombre recto debe velar que su expresión, oral y escrita, se halle exenta de toda parcialidad; si no, lo que exprese se volverá contra él.
En el mismo marco, la vigésimo novena máxima recomienda la indulgencia, pero únicamente cuando quien ha cometido una falta da pruebas de su rectitud, principalmente no volviendo sobre sus errores pasados.
Imprudente y estúpido quien confiase en su buena fortuna y en sus bienes materiales, indica la máxima trigésima; si la fortuna sobreviene, si se deviene sobrado tras haber sido pobre, ha de considerarse esta fortuna relativa como un don de Dios y no extraer de ella ni vanidad, ni espíritu de competición. El sabio no se preocupa ni de su pasado de hombre pobre, ni de su presente de hombre rico, pues estos eventos son pasajeros.
La máxima trigésimo primera se ocupa igualmente de las relaciones sociales. Hacia un superior, recomienda comportarse con educación y evitar el conflicto y la correlación de las fuerzas, pues conducen a la desgracia; hay, sin embargo, que advertir que el superior en cuestión no es un pequeño tirano que viola la justicia. Contra este último, hay que luchar, como lo muestra el Cuento del campesino. El superior que evoca Ptahhotep es «un jefe del palacio real», y por tanto un hombre del entorno del Faraón, digno de confianza. A ello se añade la necesidad de vivir en paz con nuestros vecinos, pues las querellas de proximidad son una verdadera desgracia.
La máxima trigésimo segunda evoca la necesidad de evitar hacer el amor con una mujer infantil, cuya relación es catastrófica. Aunque la sexualidad egipcia fue libre y gozosa, condena los excesos y las desviaciones, como la homosexualidad, juzgada no conforme a la ley de armonía. Aquí, Ptahhotep estima que el hombre recto debe rechazar con firmeza a la mujer infantil, siempre insatisfecha.
La trigésimo tercera máxima indica la manera en que conviene poner a prueba a un amigo de cuya autenticidad se duda. Hay que explicarse francamente con él, cara a cara, hasta que toda sombra de duda sea disipada. Pero sus explicaciones no bastan; vienen a continuación los actos y su comportamiento, únicas pruebas de su sinceridad. En cualquier caso, la agresividad y la huida han de excluirse; sólo una confrontación directa aportará la verdad.
En pocas frases, la trigésimo cuarta máxima es rica en sustancia. De entrada, recomienda al sabio ser luminoso, y, por tanto, que irradie durante su existencia. Después, Ptahhotep pasa a otro tema: el peligro que representa un individuo continuamente privado de los bienes materiales que desea; el sabio debe alejarse de él. Finalmente, precisa que quien ha ejercido el poder debe dejar un solo recuerdo tras de sí, una vez ha abandonado su función: su benevolencia, su bondad, su carácter agradable. Irradiación y benevolencia son necesarias para evitar que un individuo se transforme en agresor.
Según la máxima trigésimo quinta, es indispensable conocer bien la verdadera naturaleza de nuestro prójimo, y no ser débiles hacia ellos; así durará lo adquirido, a condición de que se acuerde más importancia al medio productor de riquezas que a las riquezas mismas. Nada cuenta más que la virtud, a saber, un carácter dichoso y cumplido del que los hombres se acordarán.
La trigésimo sexta máxima insiste, de manera breve, sobre la necesidad de castigar y erradicar el mal, antes de poder dar una enseñanza. El humanismo beato que cree en la buena naturaleza del hombre, comete un error trágico; este último no se rectifica por sí mismo. Al contrario, si la fechoría cometida permanece impune, transforma a su autor en agresor y destructor.
La máxima trigésimo séptima, la última antes del largo epílogo, está consagrada a la mujer ideal: su característica principal es la alegría de vivir, pues transmite una buena energía. A su marido corresponde volverla dichosa, a condición de que ella se acomode a la Regla.
El epílogo de la enseñanza de Ptahhotep se divide en nueve partes, que podemos considerar como una serie de máximas complementarias.
En la máxima trigésimo octava, Ptahhotep promete el éxito en todas las cosas al que escucha las palabras de sabiduría, pero insiste sobre todo en la mayor de las riquezas que ofrecen: la rectitud. Demanda entonces que sus palabras, caracterizadas también por la coherencia, sean transmitidas a la posteridad. El buen ejemplo, cuando es dado por un jefe, es eficaz para la eternidad; si se quiere que exista la dicha sobre la tierra, es preciso fundarla sobre el conocimiento y la acción recta. Así se barren la mentira y la injusticia.
La máxima trigésimo novena está consagrada a la escucha y el entendimiento. «Escuchar es lo mejor de todo», escribe Ptahhotep; «cuando la escucha es buena, la palabra es buena». Esta facultad de la escucha, sin la cual no son posibles ninguna sabiduría y ningún acto justo, no es una actitud pasiva, sino un verdadero entendimiento. Cuando el que escucha llega a entender el sentido profundo de la enseñanza transmitida, conoce el amor perfecto; Dios ama al que entiende, el que no entiende es aborrecido por Dios.
En el hombre, es el corazón el que da la capacidad de entender; el hijo espiritual, si ha sabido obedecer y entender, sabrá actuar.
La máxima cuadragésima trata de este hijo espiritual; para educarle, hay precisamente que tocar, en él, al ser que escucha. De esa suerte, devendrá un hombre de calidad y rectitud. Quien no escucha es ignorante y agitado; quien entiende es estable e inspira confianza.
La máxima cuadragésimo primera describe al ignorante, al que no escucha; para él, todos los valores están invertidos, piensa al revés, cree que su ignorancia es el conocimiento, actúa de manera detestable, pronuncia palabras torcidas; en realidad, de la vida no tiene más que la apariencia, pues se nutre de lo que hace morir. La desgracia lo abruma, y sus actos no dejarán huella alguna. El rehúse a escuchar hace del ignorante un muerto viviente.
La máxima cuadragésimo segunda vuelve sobre el tema del hijo espiritual que ha sabido entender; es comparado a un «seguidor de Horus», es decir, a un ser en el que lo divino predomina sobre lo humano. Alcanzará el estado de bienaventurado, el de ser vivo en la luz, y podrá transmitir la enseñanza recibida renovándola. A él le corresponde «consolidar la rectitud» e impedir los daños del miserable que tratara de aportar el desorden.
Las máximas cuadragésimo tercera y cuadragésimo cuarta insisten de nuevo sobre la dificultad en el uso de la palabra, cuya maestría exige rectitud y coherencia. Hablar de manera justa nos permite evitar la confusión y realizar correctamente nuestros proyectos. Para llegar a ello, hay que «sumergir el corazón», posarlo y «ordenar la boca»; así, el discípulo fiel formará parte de los nobles, pues pronunciará palabras elevadas.
La quincuagésima máxima aborda una vez más el caso del buen hijo, a saber, el que recibe la enseñanza de su padre, considerado como un maestro espiritual; a este hijo le corresponde ir más lejos, hacer fructificar el mensaje recibido, realizar más de lo que le fue prescrito. Su corazón y su rectitud deben inspirar su conducta.
Viene por fin la novena parte del epílogo, una a modo de conclusión que afirma que el Faraón está satisfecho de este texto; Ptahhotep, que revela su edad, ciento diez años, reconoce que se los debe al rey, y subraya la importancia de estas máximas. Actuar bien, es actuar en favor del Faraón, que no es un individuo, sino el símbolo mismo de lo sagrado, el mediador entre el cielo y la tierra.
El objetivo de esta «sabiduría» es alcanzar el imakh, «el estado de bienaventurado, de venerable», que es comunión con la luz.
Finalmente, como lo indica el escriba que ha copiado el texto, este último fue transcrito correctamente, de principio a fin.