El Egipto antiguo estimaba que todo pensamiento no formulado carecía de realidad; por esta razón los egipcios edificaron templos, esculpieron y escribieron, a fin de encarnar sus percepciones del misterio de la vida. Nada fue dejado al azar, ya que el vehículo de esta formulación fue una lengua sagrada, los jeroglíficos, cuyo nombre egipcio es medou neter, «las palabras de Dios». Medou, «palabra» significa también «bastón»; dicho de otro modo: los jeroglíficos son los bastones que ayudan al hombre a caminar sobre el sendero del conocimiento.
Como Champollion, genial descifrador, ya percibiera, todo es jeroglífico en Egipto, trátese de un pequeño signo dibujado por la mano de un escriba sobre un papiro, o de una de gigantesca pirámide. Esta última, en efecto, es un signo que podemos leer[1] y que es sinónimo de «amor», de «canal (por el que pasa la energía)». Toda aproximación al Egipto faraónico pasa, pues, por un pensamiento jeroglífico, consistente en buscar el sentido de lo que observamos, y en encaminar nuestros pasos tras los de los sabios, con humildad, respeto y deseo de comprender «en el corazón» lo esencial de su mensaje.
Este mensaje fue transcrito desde el Imperio Antiguo (hacia el 2640-2040 a. de C.), edad de oro de las pirámides, tanto en la arquitectura como en los escritos; los textos de esta época son de una importancia considerable, como es el caso con los Textos de las pirámides, fundamento de la espiritualidad egipcia, consagrados a la resurrección y a la vida eterna del Faraón, el cuál contiene en sí el ser de Egipto y su más allá.
Entre estos textos figura un conjunto de máximas, recogidas en un todo coherente, y firmadas por Ptahhotep; cuando el egiptólogo François Chabas estudió esta obra, la calificó de «el libro más antiguo del mundo». Las Máximas de Ptahhotep, redactadas hace más de cuatro mil años, no han perdido nada, como veremos, de su actualidad, y siguen siendo una guía excepcional para alcanzar una forma de plenitud y de sabiduría.
La obra de Ptahhotep pertenece a un género literario que porta el nombre de sebayt, «sabiduría», «enseñanza». El Faraón, hombre de conocimiento, tiene el deber de redactar una «sabiduría» para su sucesor, a fin de facilitar su tarea y evitarle errores; grandes pensadores, que son siempre hombres de experiencia y con los pies en la tierra, y no intelectuales encerrados en las teorías y los análisis de lo real, comparten el mismo deber.
El objetivo de las «sabidurías» es el de abrir el espíritu del lector, mantenerlo por el camino de la rectitud, formar su inteligencia y su sensibilidad, a fin de que permanezca en armonía con Maât, la Regla eterna, cohesión del universo, de donde derivan la coherencia social y el equilibrio individual, si un faraón reina correctamente, y si los hombres adoptan lo sagrado como valor primero. Sin respeto de Maât, orden luminoso e intemporal, que es anterior a la especie humana y la sobrevivirá, ninguna civilización puede conocer la dicha. No tener en cuenta a Maât, traicionarla, ignorarla, es ir hacia el mal, la guerra, el desorden y las tinieblas. En este sentido, las Máximas de Ptahhotep deberían ser un libro leído y releído en todas las escuelas, pues esta enseñanza inspira y acompaña a toda una existencia.
Se puede considerar este texto como un verdadero Tao egipcio. Si el Tao del chino Lao Tse es una joya de la sabiduría extremo-oriental, cuya profundidad ha descubierto Occidente con estupefacción, la «sabiduría» de Ptahhotep, aunque diferente en su expresión, es de la misma vena.
Los egipcios mismos consideraban esta «sabiduría» como un texto mayor, que había que estudiar con atención y transmitir. La difusión del escrito, contrariamente a lo que pudiéramos creer, era correctamente asegurada por las escuelas de escribas; en una sociedad jerarquizada pero muy flexible, el que quería acceder al conocimiento podía hacerlo. Este camino pasaba por la lectura y la escritura de los jeroglíficos; los estudiantes copiaban extractos de «sabiduría» sobre fragmentos de caliza, los ostraca. Cometían faltas, se hacían rectificar por los maestros, se formaban al mismo tiempo el espíritu y la mano.
Gran cantidad de ostraca fueron encontrados, principalmente en una gran fosa excavada en el sitio de Deir el-Médineh, sobre la ribera occidental de Tebas; ahí vivían los artesanos del «lugar de la Verdad», encargados de excavar y decorar las tumbas del Valle de los Reyes. Sobre estos borradores de piedra escribían las máximas del viejo sabio Ptahhotep, y luego arrojaban a la fosa los fragmentos de caliza vueltos inútiles… ¡salvo para los arqueólogos!
Diversos indicios prueban que la obra de Ptahhotep permaneció presente a todo lo largo de la historia faraónica, y que perduró incluso más allá, ya que los monjes coptos, los primeros cristianos de Egipto, apreciaron algunas máximas. Es con la invasión del Islam, en el siglo sexto d. de C., cuando una nube espesa se cernió país. La nueva religión, dogmática y militante, aportó una cultura radicalmente diferente, a menudo opuesta a los valores de la espiritualidad faraónica. El significado de los jeroglíficos se perdió; es preciso aguardar al prodigioso descubrimiento de Jean-François Champollion, en 1822, combatido por otra parte por el academicismo científico, para abrir las puertas del pensamiento egipcio. Tras más de doce siglos de silencio, se podían de nuevo leer los jeroglíficos.
La Edad Media árabe fue un periodo sombrío para los tesoros del Egipto antiguo; gran cantidad de monumentos y de textos fueron destruidos. El inmenso Templo de Thot, en Hermópolis, por no tomar más que un ejemplo, desapareció totalmente. Si Champollion no hubiese intervenido ante Méhémet-Ali, apóstol del modernismo y gran masacrador de viejas piedras, no quedaría casi nada de edificios cuyo esplendor, aunque herido y mutilado, aún nos fascina.
Pese a estos siglos de oscurantismo, pillajes y destrucción, algunas páginas esenciales de la espiritualidad faraónica han sobrevivido. Tal fue el caso, por fortuna, de las Máximas de Ptahhotep, caso tanto más milagroso cuanto que poseemos un ejemplar completo de la obra, el papiro Prisse.
Este papiro inmortaliza el nombre de un curioso personaje, Prisse d’Avennes (1807-1879), ingeniero, pintor y dibujante, que se apasionó por el arte egipcio.
Residió largo tiempo en Luxor, donde poseía un castillo y se hacía pasar por noble inglés. Es sobre la ribera occidental de la antigua Tebas, la rica y poderosa capital del Nuevo Imperio egipcio, donde tuvo la fortuna de comprar un papiro, portador del único ejemplar completo de la enseñanza de Ptahhotep. Así, en el siglo diecinueve, resucitaba el pensamiento del viejo sabio.
Vino el tiempo de los eruditos, de los Jéquier y los Dévaud, que publicaron el texto jeroglífico; pero es al egiptólogo checo Zbynék Zába al que corresponde el inmenso mérito de haber dado la primera traducción coherente de las Máximas de Ptahhotep. Trabajando en condiciones materiales muy difíciles, privado de utensilios tan preciosos como los diccionarios y los léxicos de que disponemos hoy en día, llegó a ofrecer una notable comprensión de este texto tan difícil, del que ciertas partes permanecen oscuras. Los estudios y las traducciones posteriores a la de Zába, publicada en 1956, proporcionaron muchas aclaraciones, tenidas en cuenta para nuestra traducción, que generaciones futuras de egiptólogos mejorarán. Lo esencial, en nuestra opinión, es que el texto de Ptahhotep permanece vivo, y que la transmisión, según el deseo mismo del viejo sabio, no se interrumpa.
Ptahhotep, «amado de Dios», había llegado a los ciento diez años de edad cuando estimó necesario redactar una enseñanza, al término de una larga carrera consagrada a servir al Faraón y a Egipto. Portaba una serie de títulos, el más importante de los cuales era el de visir; el término, que no es egipcio, fue adoptado para designar al principal colaborador del rey, su primer ministro por así decirlo. El visir accedía ritualmente a su cargo por medio de una ceremonia iniciática celebrada en un templo, en presencia de un número restringido de dignatarios; luego su misión era proclamada en el país entero. A cargo de la justicia, y por tanto de la traducción terrestre de Maât, la justicia divina y celeste, debía velar por su aplicación en todos los dominios, desde la necesaria rectitud de los tribunales hasta la buena marcha de la economía.
La tarea del visir era aplastante; hombre de deberes, y no de derechos, reinaba sobre una administración compleja cuya eficacia aseguraba. Todos los días, rendía cuentas al Faraón. Los visires de Egipto fueron hombres excepcionales; cuando poseemos su testimonio, como el de Ptahhotep o el de Rekhmiré, visir de Tebas en el Nuevo Imperio, nos damos cuenta de que concebían su tarea como una función sagrada, y que su individualidad se borraba detrás de aquélla. Ninguna búsqueda de poder personal, ninguna avidez de dominio, sino una extraordinaria voluntad de servir, y la conciencia afirmada de la indispensable armonía entre lo espiritual y lo temporal.
El nombre del visir Ptahhotep, formado de dos términos, Ptah y hotep, significa «(el dios) Ptah está en plenitud». Ptah reinaba sobre la capital del Antiguo Imperio, Memfis la blanca, «la balanza de las dos Tierras»; patrono de los artesanos, creaba el mundo por medio del Verbo. El término hotep, «plenitud, paz, equilibrio», es el que mejor conviene para designar a un sabio que ha llegado al ocaso de su vida; el final del día, donde el creador aparece bajo la forma de un sol que se hunde en el Occidente, con una sinfonía de colores admirables, se llama precisamente hotep.
No tenemos ninguna anécdota sobre Ptahhotep: fue visir, cumplió su tarea y redactó su enseñanza, en la que evoca la conducta a seguir para volverse un hombre de rectitud y mantenerse como tal.
Ptahhotep tuvo el privilegio de reposar para la eternidad en la inmensa necrópolis de Saqqara, dominada por la pirámide escalonada, pero su tumba no es identificada con certeza, pues el nombre de Ptahhotep fue portado por numerosos sabios, y sobre todo por dos visires que vivieron en la misma época[2].
El Ptahhotep de las Máximas fue el confidente y colaborador del faraón Djedkaré-Isesi. Este último, cuyo nombre significa «Estable es la potencia creadora (ka) de la luz divina (Ré)»[3], pertenece a la quinta dinastía, y reinó poco después de mediados del tercer milenio a. de C., veintiocho años según el Canon de Turín, cuarenta según Manetón, historiador de la Antigüedad que consagró una obra a las dinastías de los faraones.
Poseemos pocas indicaciones sobre este reinado. El país era próspero, se consagraba a la práctica de Maât, la Regla eterna, y vivía un bienestar tranquilo. Djedkaré-Isesi envió expediciones a las canteras del Sinaí y de Nubia, y a la región de Abu Simbel, en donde se extraía una bella calidad de diorita. Canteros y talladores de piedras estaban encargados de hacer llegar a Egipto bloques perfectos para la construcción de los templos y de las moradas de la eternidad. Los marinos de Djedkaré-Isesi navegaban al fabuloso país de Ponto, donde recogían el incienso (sentjer, «lo que diviniza»), utilizado durante los rituales.
Para el alma del rey fue edificada una imponente pirámide que los árabes llamaron «la pirámide del que acecha»; alza su masa arruinada, pero todavía imponente, en la zona arqueológica de Saqqara sur, al sur de la pirámide escalonada. Pese a algunas campañas de excavaciones, no es seguro que el monumento haya desvelado aún todos sus secretos.