Ésta es la palabra que estaba entre tinieblas. Todo aquel espíritu luminoso [akh] que la conozca vivirá entre los vivos.
CT VII, 364 a. C.
El importante desarrollo de la civilización egipcia es fruto de la existencia de un «centro» interesado en crearla e infundirle vida. A ese centro se le dio el nombre de «Casa de la Vida».[28]
Son pocos los documentos que hacen directa referencia a ella, aunque nos permiten formarnos una idea cabal de su naturaleza y de sus actividades. La Casa de la Vida, que probablemente existía desde los primeros tiempos del imperio faraónico, tenía su sede cerca del palacio o del templo. Todos los santuarios importantes estaban dotados de un edificio que pertenecía a los miembros de la institución.
La Casa de la Vida estaba rodeada por un gran muro con cuatro puertas que la aislaba de los profanos. Definida por los cuatro puntos cardinales, representa al igual que el templo un espacio sagrado. El sol es el dios Geb y el techo la diosa Nut. En el interior encontramos un patio de suelo arenoso cuyo centro está ocupado por una tienda que acoge la momia del dios Osiris. Resulta evidente que no se trata de un simple local sino de un edificio de carácter cósmico. Los apoyos del techo son cetros ouas y «llaves de la vida», dos signos ligados al simbolismo de la montaña celeste y que tal vez sirven para formar el nombre de la Vía Láctea en los Textos de las pirámides. La Casa de la Vida es, por tanto, el cielo sobre la tierra, y la estatuilla de Osiris que ocupa el centro lleva el nombre de «La Vida». Sin duda, en el transcurso de las ceremonias reales se erigía una especie de tienda de campaña que incluía un trono sobre un estrado con escalones.
La Casa de la Vida nos permite llegar al origen de todo, ya que también es una evocación de la colina original, primera emergencia del mundo manifiesto fuera de lo indiferenciado. Como bien señala Siegfried Morenz, todos los santuarios egipcios son un símbolo de esta colina primordial; la Casa de la Vida traduce esta idea con el mayor vigor, puesto que es el centro de vida en la tierra directamente en contacto con el centro de vida en los cielos.
¿Qué dioses se encargan directamente de dirigir la Casa de la Vida? Podríamos responder que el conjunto de las divinidades se ocupan de ello, pero algunas están ligadas de forma más estrecha que otras. La diosa Sechat, en primer lugar, impera acompañada de Thot en la formulación de la lengua sagrada. Sechat luce en la cabeza una estrella de siete puntas, y esa estrella es la puerta de la luz divina mientras que el siete es el número que se atribuye al origen misterioso de la vida. A continuación está la diosa Mafdet, cuyas características es difícil establecer; probablemente se trata de una fiera (tal vez una pantera) de instintos violentos. Su misión es proteger al rey y, si nuestra interpretación del mito es exacta, domina a la serpiente. Mafdet posee la fuerza creadora y consigue dominar las fuerzas oscuras de la materia e integrarlas en un orden real. Por último nos encontramos como señor de la Casa de la Vida a un Horus al que se denomina «anciano en la Casa de la Vida», «señor de las palabras» y «creador en la biblioteca». No resulta difícil intuir que se trata de un símbolo inequívoco del «anciano sabio» que todas las civilizaciones tradicionales conocen y que, sirviéndose de la «cultura» simbólica, enseña a los novicios la vida espiritual. Este Horus es el iniciador por excelencia, el que introduce a los discípulos en la comprensión de las escrituras sagradas.
¿Quiénes son los miembros de la Casa de la Vida? En primer lugar, el rey en persona, que acude a la casa en repetidas ocasiones para entrevistarse con sus colaboradores más próximos, sean éstos religiosos o administrativos. Como veremos, el ritual más importante de la institución tiene por objetivo la conservación de la vida del rey y la perennidad de la monarquía.
Los otros miembros de la Casa de la Vida son los «seguidores de Ra», los fieles de la Luz, que han aprendido a descubrirla entre las múltiples formas del simbolismo y a transmitirla a sus sucesores. Los seguidores de Ra y los seguidores de Horus forman una fraternidad espiritual que comulga en la misma verdad y sostiene las fuerzas vivas del pensamiento egipcio. Se trata de personalidades elegidas con rigor, personalidades que han rebasado las barreras del egocentrismo y del racionalismo para emprender el viaje hacia el universo de los dioses.
En la época ramésida se conocía a un tal Ramsesnajte, escriba de los libros sagrados en la Casa de la Vida y jefe de las construcciones en el templo de Amón, al oeste de Tebas. Creemos que las dos funciones estaban estrechamente ligadas, pues la construcción del templo pasa por la elaboración del hombre, que sólo resulta eficaz a través del conocimiento de los libros sagrados. Uno de los más enigmáticos sacerdotes de la Casa de la Vida se llamaba «el Calvo» y, fiel a Horus, velaba por los ritos de resurrección de Osiris. Según un texto de Dandara está sentado sobre una estera de caña y lleva una piel de pantera. Otro signo distintivo es el mechón de cabellos de lapislázuli, materia cargada de un gran potencial divino.
El elemento de investigación más interesante se refiere a la actividad que se desarrollaba en la Casa de la Vida. ¿Qué trabajo se llevaba a cabo en este centro de pensamiento? En primer lugar, en él se aprendía a leer y a escribir, ocupaciones que a nosotros nos parecen muy elementales y que para los egipcios revestían la mayor importancia. Leer significa descifrar los jeroglíficos, es decir, las «palabras de Dios». Por lo tanto, no debemos imaginar que se trataba de un intrascendente ejercicio escolar sino más bien de un aprendizaje riguroso de la vida espiritual, una tentativa de acercamiento a la creación en su aspecto más puro. Hacemos nuestra la frase de Philippe Derchain: «Así quedaba perfectamente justificado el depósito de libros que describen todos los aspectos del mundo, tanto observables como especulativos».
La Casa de la Vida era también el centro espiritual donde se creaban los textos teológicos, pues se consideraba precisamente que la teología era «madre de todos los conocimientos», según la expresión de François Daumas. En las antiguas civilizaciones, como bien señala Philippe Lavastine, «teología» no significa «discurso sobre Dios» sino «palabras de Dios». Y precisamente a lo que aspiran los maestros de la Casa de la Vida es a transcribir en los jeroglíficos los pensamientos divinos y a manifestarlos mediante símbolos. Todos los templos reciben textos mitológicos que definen su propia naturaleza e insisten en un aspecto determinado de la revelación.
En la biblioteca sagrada de las Casas de la Vida encontramos distintos tipos de obras que tienen en común orientar al investigador hacia el conocimiento. Son obras de medicina, de magia, de astronomía, de matemáticas, relatos mitológicos o rituales, libros indispensables para la arquitectura, la escultura y otras formas artísticas. Este conjunto, que abarca las actividades esenciales de la civilización, forma lo que llamamos «archivos» y lo que los egipcios llamaban bau Ra, es decir, «las almas o la fuerza de Ra». Se trate del libro de la protección mágica del rey en su palacio, del libro de ofrendas divinas, del libro para apaciguar a la leona Sekhmet, siempre dispuesta a acabar con la impureza humana, o del libro de protección de la barca, los textos sagrados son emanaciones directas del Dios de la Luz y ellos perpetúan esa luz. Constituyen una auténtica lengua sagrada con la que se expresa la fuerza creadora del Verbo a través de sonidos, «agentes creadores del mundo», según Serge Sauneron.
El pensamiento simbólico egipcio es inseparable del arte, por lo que no resulta extraño que la Casa de la Vida sea la base de la construcción de los templos. La Casa señala a los maestros de obras y a los artesanos la «manera justa de hacer» y les enseña a encarnar las fuerzas divinas en sus obras. Thot se sirvió de una regla para escribir los textos sagrados destinados a traer al mundo la morada de Dios, mientras que los faraones, por su parte, acuden en busca de los antiquísimos planos de las Casas de la Vida para perpetuar fielmente la tradición.
La Casa de la Vida es una comunidad de «expertos» que moldean la civilización desde dentro ofreciéndole el plano primordial de todas las cosas. Cuando el rey Zoser consulta a su visir Imhotep para conocer la ubicación de las fuentes del Nilo, el gran sabio del Imperio antiguo se dirige a la Casa de la Vida para consultar los libros antiguos donde está consignada la información indispensable para el «buen funcionamiento» de la sociedad humana.
En Egipto, los textos escritos no son una mera suma de palabras fruto de un pensamiento personal y por lo tanto perecedero. Como se dice en un texto:
De los sabios que predecían el futuro
lo que salía de su boca se realizaba.
Descubrimos que una cosa es un proverbio
y que tal cosa se encuentra en sus escritos.
Aunque todos han desaparecido,
su fuerza mágica alcanza
a todos los que leen sus escritos.
(Schott, Cantos de amor, p. (161).
Un texto sagrado egipcio se basa precisamente en este aspecto: poner en circulación una fuerza «mágica» de creación, una corriente de energía que, a pesar de la barrera del tiempo, le habla directamente a nuestro espíritu y a nuestro corazón. Sin las «palabras de Dios», sin los jeroglíficos, nuestra aventura terrestre se convierte en un simple vagabundo que se pierde en sus propios meandros. «Debemos difundir todas las palabras —recomienda Ptahhotep— para que no perezcan nunca en esta tierra». Egipto cree que fuera de la transmisión del Verbo no existe posibilidad de salvación; los textos de los dioses son la vía de realización del hombre, las luces que jalonan su camino.
La Casa de la Vida, creada sobre estas bases, engendra entre sus miembros un cierto estado de ánimo. Petosiris, servidor del dios Thot, nos enseña que el hombre sabio le indica el camino al que se muestra fiel a Dios, que de ese modo conoce su voluntad. Durante la noche, el espíritu de Dios está en él, y por la mañana lo pone en práctica.
Este llevarlo a la práctica se traduce en una «medicina» de carácter sumamente especial, puesto que consiste en proteger la vida de los dioses sobre la tierra y reforzar su influencia. Con la conmemoración de los nombres divinos y su estudio en profundidad, los sacerdotes de la Casa de la Vida incrementan las fuerzas necesarias para la vida que, sin su intervención constante, secarían la tierra y oscurecerían el cielo.
«El propio ritual se concebía como destinado a mantener y a fortalecer la vida divina en los cuerpos terrestres de los dioses. Suponía la producción en nuestro mundo de las atenciones que los dioses recibían en su propio mundo». (La civilización, pp. 250-251). El alma humana está verdaderamente sana y curada de sus insuficiencias cuando sus transformaciones corresponden a las transformaciones eternas de las divinidades; todo el trabajo de los iniciados que actúan en la Casa de la Vida se orienta a la liberación de las realidades espirituales que portan en sí todos los hombres. El rito actúa a la manera de un «yoga», de un yugo liberador.
Dentro de la Casa de la Vida se «organizan» las tres funciones principales de un lugar santo, ya se trate de un gran templo o de un pequeño santuario. La primera consiste en la celebración de la ofrenda que garantiza un intercambio de «corriente» permanente entre el cielo y la tierra; la segunda es la práctica de los símbolos, esos ojos de Dios grabados en las paredes y en las columnas de los edificios; la tercera es el hecho de «hacer hablar al mundo», es decir, participar en su dinamismo.
Mediante estas tres operaciones, los sirvientes de la Casa de la Vida destacan no sólo la actividad incesante de los dioses, sino también el modo en que éstos crean. Tal y como ya señaló Coomaraswamy, el arte de las civilizaciones antiguas no es una imitación de la naturaleza sino una manera de comprender la creación de la naturaleza en su función primordial. Y tiene razón Philippe Derchain cuando escribe: «La Casa de la Vida es un microcosmos donde la organización simbólica influye sobre la organización real del mundo». El sacerdote de la Casa de la Vida no se limita a percibir las leyes divinas, también participa en ellas y, como el alquimista, acelera su evolución e intensifica su dinamismo.
El estudio más apresurado muestra que la Casa de la Vida no es una escuela primaria pero tampoco una universidad en el sentido moderno del término. Es más bien una escuela de lo primordial, el lugar donde se extrae el espíritu del conjunto de las actividades humanas, el centro de cultura sagrada donde se despliega la fuerza de los dioses, la fraternidad donde los hombres descubren la llama de su inmortalidad.
«El hombre es barro y paja —escribe el sabio Amenemopé—. Dios es el jefe de la cantera. Todos los días derriba y construye». La Casa de la Vida reconoce esta alternancia de construcción y destrucción, estudia el mensaje del arquitecto celeste y permite al hombre superar la dualidad del día y de la noche. Enseña el camino del corazón, asimilado a la conciencia, ese camino que de manera absolutamente natural toma la «dirección» divina.
«Llevar la luz y la claridad a las tinieblas —recomienda el Libro de la noche—, abrir la puerta del cielo en los países de Occidente, colocar la antorcha en el país de los malditos». Ganar cada día algo más de realidad, algo más de verdad. Descifrar el mundo oscuro de las fuerzas que el hombre no controla todavía, aventurarse en lo desconocido, alimento de los dioses. En el capítulo 67 del Libro de los muertos hay un pasaje que resume muy bien el ideal del hombre que ha participado en los rituales de la Casa de la Vida:
Se han abierto las profundidades
para los habitantes del océano primordial,
el camino ha quedado libre
para los habitantes de la Luz.
El esfuerzo de una comunidad iniciática tiende a evitar la inmovilidad, a «liberar el camino». El cielo subsiste gracias al movimiento, la tierra nos ofrece una sucesión de mutaciones; si el espíritu del hombre vive en armonía con las realidades eternas, también él es el centro de metamorfosis orientadas hacia la Unidad.
Sólo la Casa de la Vida estaba habilitada para construir un lecho cerca del cual se había dibujado el udjat, el Ojo completo, un símbolo que aparece descrito como sigue en el capítulo 69 del Libro de los muertos, donde el iniciado declara:
He venido para salvarme a mí mismo.
Me instalo sobre el lecho de reposo de Osiris
para expulsar el mal que lo aqueja.
Soy poderoso, divino sobre el lecho de reposo de Osiris,
yo vine al mundo con él.
A través de este rito, el iniciado se identifica con el dios disperso y reunificado, aparta el mal por excelencia, la dispersión de la energía presente en todos los fenómenos naturales. Por eso, el objetivo de los rituales de la Casa de la Vida es el «alma reunida» de Osiris y de Ra, que se expresa con una sola boca que revela a un tiempo el sentido de la Luz y el sentido de las transmutaciones. El objeto que simboliza esta alma reunida es una momia envuelta en la piel de un carnero. El hombre abandona su cuerpo antiguo para entrar en el del carnero creador, que modela el mundo segundo a segundo según la ordenanza divina. En este contexto, el alma reunida está formada por Ra, que simboliza la eternidad masculina (heh), y por Osiris, que simboliza la eternidad femenina (djet). Así, el ciclo del tiempo está integrado en el instante decisivo de la resurrección.
La Casa de la Vida es justamente el lugar donde los egipcios aprendían a conocer los principios de la vida. Recordemos el rito en que se confeccionan siete figurillas de barro (un halcón, un cocodrilo, un ibis, un babuino, un buitre, una garza y un macho cabrío) y luego se les pone una llama en la boca. Las figurillas garantizan la protección del pabellón real y manifiestan el fuego vital, punto de partida de esa «piedra divina» de cuya fabricación se ocupa la Casa de la Vida.
La vida humana adquiere sentido cuando alcanza el estado de imakh, palabra egipcia que Dawson definía como el «cordón nervioso dorsal incluido en la columna vertebral». Imakh es, en el universo, el jefe de la acción, puesto que creó a conciencia una «columna vertebral» de naturaleza divina que le permite ser un hombre recto en el pleno sentido de la palabra y recorrer las sendas sagradas por el cielo.
Los textos elaborados por la Casa de la Vida no eran escritos fúnebres. Cada vez que hablamos del «muerto», del Libro de los muertos, traicionamos el espíritu egipcio, pues los textos llaman a ese muerto «el Osiris tal», «el que está ahí», «el que existe», «el vivo». La literatura sagrada egipcia no es una letanía interminable sobre la angustia de la muerte sino que presenta una forma de vida cada vez más consciente que el iniciado traduce en admirables palabras:
Soy el que ciñe la banda del conocimiento,
la banda de Nun, brillante y resplandeciente,
atada a su frente,
la que ilumina las tinieblas
y reúne a los dos uraeus.
Mis pensamientos son los grandes hechizos mágicos
que salen de mi boca.
(Libro de los muertos, cap. 80).
La Casa de la Vida orienta su búsqueda hacia el conocimiento de los nombres y, para ver a Dios, es preciso conocer su nombre. Los dioses son precisamente «los que poseen los nombres», y aquél que pretenda percibirlos debe afilar su nombre igual que un cuchillo, elevarlo ritualmente como se eleva al rey en su litera. «El nombre propio —escribe Sainte-Fare Garnot— es un acumulador de fuerzas internas, un depósito de energías latentes.»[29]
Los dioses Hu y Sia abren la mente del hombre al conocimiento de los nombres. Hu es el Verbo, la fuerza creadora que se manifiesta en cada palabra pronunciada por el faraón. Sia, que lleva el libro de Dios, es la inteligencia intuitiva que atraviesa las barreras de lo mental y de la razón para penetrar en el corazón de la vida.[30]
El que «practica» a Hu y Sia es capaz de «convertirse en espíritu», capaz de «convertirse en justo de voz». Ha dejado de tropezar con enemigos y fuerzas hostiles, pues su luz interior irradia en torno a él. Vale la pena señalar que las expresiones «resplandecer de luz espiritual» y «ser eficaz» se traducen en egipcio con la misma palabra (akh). Solamente el acto de luz posee plena eficacia, y sólo el hombre que transmite su experiencia espiritual es verdaderamente eficaz para el conjunto de la comunidad humana.
Una expresión egipcia tan importante como «entrar» y «salir» puede parecemos a primera vista banal. Sin embargo, alude a ese doble movimiento consistente en entrar en el mundo de los dioses para conocer sus leyes y en salir de ese «paraíso» para formular con conceptos humanos lo que se ha percibido.
El taoísta Tchuang-Tseu ha traducido a la perfección este símbolo: «Existe la vida, existe la muerte —escribe—. Existe la salida, existe la entrada. La salida y la entrada sin formas visibles se llaman la puerta del cielo. La puerta del cielo es el no ser de donde surgen todos los seres del mundo». Culturas tan distintas como la egipcia y la china desembocan en concepciones similares, porque están centradas en el hombre en movimiento, en la continua superación de la rigidez interior, que es peor que la muerte.
Este movimiento en la plenitud puede, en cierto modo, equipararse a Maat. «Uno puede haber llegado a preguntarse si Maat no abarca al mismo tiempo los ritmos naturales y las normas sociales. “Amar”, “hacer” y “decir Maat” sería entonces superar la simple adhesión al derecho divino y real; significaría adherirse al orden cósmico […] Vivir como justo es estar en armonía, “ser exacto” (mety)», escribe Jean Yoyotte.[31]
También, según las palabras de Ptahhotep, el hombre «subsiste» si utiliza de manera ecuánime la justicia, si su camino vital es justo, si hace de la justicia el camino de su vida. Ese sutil juego de conceptos es también el juego esencial de la realidad y los símbolos engendrados por los expertos de la Casa de la Vida son sus reglas.