CAPÍTULO X
La omnipotencia del Ojo

Oh, esas siete palabras

que lleváis la balanza

esta noche

en que contamos el Ojo sagrado.

Yo os conozco,

conozco vuestros nombres.

Devolvedme el cetro de vida

que está en vuestra mano.

(Libro de los muertos, capítulo 71).

El Ojo es un punto central en la simbología egipcia, pues preside la formación del macrocosmos y del microcosmos, y es a la vez el Ojo «universal» que crea a cada instante la totalidad del cosmos y el que ve la más ínfima parcela viva. Tal y como se desprende de los textos, este Ojo sagrado se encuentra en el centro de la vida y de la luz.

Son muchos los textos que insisten en la función creadora del Ojo; citemos uno de ellos, que ilustra su omnipotencia:

Tú eres Ra,

que apareces por el cielo,

que iluminas la tierra con las perfecciones

de tu Ojo resplandeciente,

que saliste del Nun,

que apareciste por encima del agua primitiva,

que has creado cada cosa,

que has formado la gran enéada de los dioses,

que se engendró en sus propias formas [22]

Como podemos observar, el «Ojo resplandeciente» es nombrado antes de las restantes formas de creación utilizadas por Dios. Además, un texto originario de Amarna aporta esta sorprendente precisión: «[Tus] rayos —se le dice a la divinidad— crean ojos a todo lo que tú moldeas». (BdE 33, pp. 157-158). Cada ser viviente o «inanimado» es, por lo tanto, un ojo de Dios, una mirada del creador proyectada sobre este mundo.

Es una observación muy importante: en todas sus actividades, el hombre atento se encuentra con los ojos de Dios bajo múltiples formas y vive una experiencia espiritual tanto más profunda porque su mirada sobre la vida es más aguda. La simbología del Ojo nos enseña que lo divino está en todas partes aquí abajo y que se nos presentan innumerables ocasiones de identificarlo.

El Ojo, la base de toda creación, es también la «piedra angular» del templo que registra los aspectos esenciales de la divinidad. Un hermoso texto se refiere como sigue a las relaciones entre el Ojo y la ciudad tebana:

La diosa se acercó a Tebas,

el Ojo de Ra,

aposento de la pupila del Ojo de vida.

Entonces, su Padre, el Nun [el océano primordial],

el primordial de las dos tierras,

vino a ella,

apagó la llama de su majestad,

y le dio una extensión de agua por todos sus lados.

Ella, ya apaciguada, recibió

su morada, Acheru la grande.

(BIFAO 62, p. 51).

El Acheru, la zona simbólica del conjunto de Karnak, protege a la divinidad como lo haría un recinto mágico y depende estrechamente de la diosa Mut. El Ojo, en contacto directo con el océano primordial, domina las llamas destructoras que amenazarían la serenidad del templo. El Ojo vela sobre la reserva de agua, que es una imagen de la energía cósmica a donde los sacerdotes acuden a regenerarse cada mañana.

El canónigo Étienne Drioton dedicó un notable estudio a la identidad del templo (más específicamente el de Tebas) con el Ojo. «Ra, jefe de los dioses —dice un texto—, está en medio del Ojo derecho, completo en sus elementos […] Es Tebas, Medamud el este: el ojo completo […] porque su majestad [Amón-Ra] es uno de los cinco dioses que hacen que exista Tebas como un ojo derecho completo». A la ciudad sagrada de Amón, Tebas, se la considera, por lo tanto, como un Ojo completo; esta tradición simbólica data de muy antiguo, puesto que ya encontramos huellas suyas en el más antiguo corpus egipcio, los Textos de las pirámides. «Cuando el arquitecto de Medamud —escribe Drioton—, en el último período de la civilización egipcia, levantaba un conjunto de santuarios que pretenden representar a Tebas dibujando un Ojo divino, traducía en la piedra un simbolismo místico que se remontaba a los orígenes mismos de esta civilización.»[23]

El templo equivale entonces a un Ojo gigantesco abierto sobre el mundo, un Ojo portador de las potencialidades divinas que ya están a nuestro alcance. Si sabemos mirar al Ojo del templo o, como lo expresan otras tradiciones, al Ojo del corazón, nuestra mirada deja de estar «centrada» en lo perecedero y lo está en lo imperecedero.

La tradición egipcia nos enseña que Dios ha levantado el cielo para recorrerlo con sus ojos, la tierra para convertirla en el área de su esplendor y todo ello para que todos los hombres reconozcan a su hermano. Es una fraternidad que rebasa los límites humanos y se extiende al cosmos entero mediante el conocimiento del ojo derecho de la luz, simbolizado por la barca de la noche, y del ojo izquierdo de la luz, simbolizado por la barca del día. Estas barcas recorren incesantemente las inmensidades celestes y se presentan como los ojos de un Ojo único que es Ra en su aspecto divino y no en su manifestación solar.

Esta realidad a escala del universo puede vivirse a escala humana a través del cuidado personal. El maquillaje verde mantiene la buena salud del ojo derecho, análogo al sol, y el maquillaje negro la del ojo izquierdo, análogo a la luna. Estos sencillos productos son las últimas concreciones del gran ritual celeste en el que los ojos de la divinidad desempeñan cotidianamente su función.

Si la alternancia de los ojos rige los fenómenos naturales, existe sin embargo una presencia tangible del Ojo único sobre esta tierra. Una presencia simbolizada por el uraeus frontal del faraón, llamado «el grande en magia». Colocado en el centro de la frente del hombre real, el uraeus es simultáneamente «Ojo de Ra» y «Ojo de Horus», lo cual convierte al rey en su propio padre y su propio hijo. Del mismo modo, el Ojo del faraón brilla más que las estrellas del cielo y ve mejor que el disco solar. Un ceremonial afirma:

Cuando Horus aparece,

estando satisfecho de su Ojo,

potente es el Ojo sano salido de Osiris,

noble es la cabeza iluminada por los ojos.

(Goyon, Ceremonial, p. 59).

El rostro divino es idéntico al del faraón, auténtica «cabeza» de Egipto:

¡Noble es tu cabeza

como la del hijo de Isis,

faraón!

Tus ojos son los ojos de los dioses.

Eres tú quien ilumina el país entero,

quien disipa la oscuridad para el género humano,

cuando apareces,

provisto de mágico poder,

faraón.

(Ibídem).

En algunas oraciones, los egipcios pedían ojos para ver a Amón, el principio oculto, y a Maat, la armonía divina. «Para contemplar tu divinidad —escribió Deveria—, el conocimiento de las cosas divinas y la solución de las tinieblas que limitan su inteligencia.»[24] Como el individuo nunca queda abandonado a sí mismo, la estructura de la sociedad le ofrece la manera de superar los obstáculos; a los «funcionarios», es decir, a los hombres destacados en la función de ayudar al faraón en el cumplimiento de su tarea, se los llama «ojos y orejas del rey».

Ellos median para que sea posible ver y oír la realidad sagrada. El consejo de «amigos» del faraón constituye simbólicamente su cuerpo, del que cada funcionario es una parte unida a todas las demás.

Antes de abordar los grandes mitos que tratan de la omnipotencia del ojo, nos gustaría señalar tres hechos simbólicos que, pese a ser marginales, merecen nuestro interés. El primero es el nombre de la pupila tal como lo encontramos en los textos de las pirámides, a saber, «la muchacha que está en el ojo». Koré, en griego, y pupilla en latín, tienen exactamente el mismo sentido. En el centro del ojo, por consiguiente, se sitúa la mujer en su faceta creadora. Si proseguimos nuestros estudios en esta dirección, podremos ver bajo otra luz el tema de las vírgenes madres.

El Ojo es también el guardián de la justicia. Según un texto grecoegipcio analizado por Derchain, existe un medio infalible de detener al ladrón: se dibuja un ojo completo (el udjat) en una pared, se lo golpea con un martillo tallado en la madera de un cadalso y se ordena al ojo que entregue al ladrón. El ojo habla y así se puede restablecer la justicia. El tema, según explica Derchain (ZAS 83, pp. 75-76), está tratado a dos niveles: el del ojo divino al que nada se le escapa y el ojo identificado con el ladrón cegado por los golpes. Así encontramos el origen del mal de ojo de tradiciones más tardías, aunque conviene recordar que en la tumba de Amonemuia, el Ojo sagrado ocupa el lugar habitual de Maat en un platillo de la balanza.

Por último, en una tela copta, el Ojo aparece inscrito dentro de un triángulo (RdE 7, pp. 190-193). Se han dado dos interpretaciones: o bien se trata de un triángulo sagrado y del ojo del Padre eterno, o bien del antiguo Ojo benéfico de la simbología egipcia. Nos parece que estos dos análisis son perfectamente complementarios y que, en ambos casos, se trata de la idea de la creación primordial.

Después de estas digresiones destinadas a completar el campo simbólico del Ojo, vamos a atenernos a la herida y a la restauración del Ojo.

El Ojo puede resultar herido, y la mirada que Dios fija en el mundo puede quedar debilitada. Este inmenso drama cósmico tiene lugar durante la lucha de los dos hermanos, Horus y Set. Su conflicto es tan violento que Set hiere gravemente el ojo de Horus. No obstante, no hay pérdidas, pues la acción ritual del hombre permite reconstituir el Ojo integral y devolverle salud y vigor.

El sacerdote sem, cubierto con una piel de pantera, participa en los rituales iniciáticos más sobresalientes. Él es quien declara: «He retirado este Ojo de su garganta y le he arrancado la pierna. Oh, tú [aquí dice el nombre del iniciado], he señalado este ojo [con tu nombre] para que él te anime» (Goyon, Rituales, p. 120). El nombre del iniciado —esto es, su realidad inmortal— es indisociable del Ojo recuperado y sanado. Cada nuevo combate entre Horus y Set reproduce el drama y hace reaparecer la incertidumbre; una vez más habrá que recuperar el Ojo perdido.

Y el mejor camino para conseguirlo consiste en hacer la ofrenda, pues toda ofrenda se identifica con el Ojo de Horus. Para nosotros, la única manera de vivir una mirada justa sobre la vida es realizar la ofrenda, practicar la magia del don de sí.

Cuando el rey de Egipto, símbolo del hombre realizado, sube al trono, actualiza la herencia de Horus, que se encarna en la persona del nuevo monarca. El rey es consagrado porque ha orientado la búsqueda del ojo perdido y ha conseguido recuperarlo. Por eso el uraeus aparece en su frente, como imagen viviente del Ojo regenerado.[25] Durante la ceremonia final del Nuevo Año se utiliza un halcón vivo, el pájaro de Horus. El celebrante toma una pequeña cantidad de líquido lacrimal del ojo izquierdo y este líquido se convierte entonces en una lágrima de Horus. Con ella, el halconero ungirá la joya de oro con forma de halcón destinada al faraón.

Se ha completado el ciclo: el faraón activa la protección del Ojo herido, y el Ojo restablecido da vida al rey. Un símbolo extraordinario perpetúa cotidianamente el mito en el momento de abrir las puertas del naos, cuya cerradura es el ojo de Horus y el cerrojo el dedo de Set. Unas veces en contacto y otras separados, los dos hermanos divinos son inseparables; y el rey, el único sacerdote de los egipcios, será quien vele por que la alternancia se realice con armonía.

Otro rito nos enseña que los dioses Thot y Shu tienden una gran red para pescar el Ojo completo (el udjat). Shu comenta su acción con estas palabras: «Yo desvelo tu misterio, Luna Osiris, que precisa en el cielo […] He extendido mis brazos detrás de ti como una red y he hecho resplandecer tu imagen santa en el cielo. Tú eres como la luna que rejuvenece cada día, que renueva su iluminación sin fin». Y Thot completa sus palabras con éstas: «Yo desvelo tu misterio, rey de los dioses, y equipo tu Ojo con lo que le corresponde.»[26] En cierta manera, esta «pesca del Ojo» consiste en hacer que renazca el elemento creador extrayéndolo de la sustancia indiferenciada. Thot y Shu contribuyen a que se manifieste lo sagrado, y el Ojo se eleva por encima de las contingencias materiales para proyectar su luz sobre nuestro mundo. Señalemos también que, según un mito paralelo, el loto se sumerge en el fondo del agua para buscar el Ojo y sacarlo a la superficie. En el cristianismo, la historia de Jonás presenta puntos de contacto con esta historia que lleva al espíritu a «sumergirse» bajo la superficie de las cosas para conocer las potencialidades ocultas de la materia.

Es cierto que los dioses ocupan el primer plano en los ritos de protección del Ojo, pero no resulta menos cierto que la tarea del hombre es considerable. Cuanta más energía despliega para salvar al Ojo, más real se vuelve. «Yo completo tu rostro con el ungüento procedente del Ojo de Horus —proclama el iniciado— con el que él fue completado. El reúne tus huesos, une tus miembros, reúne tus carnes y disipa tus males. Cuando te envuelve, su agradable olor está en ti, como sobre Ra cuando sale por el horizonte» (Goyon, Rituales, p. 150). En este texto, el Ojo está relacionado con el perfume. Los dos símbolos hacen referencia a lo inmaterial, a lo sutil, al dinamismo que permite al hombre volver a unirse.

Como los dioses, el iniciado parte en busca del Ojo:

Yo abracé el sicómoro,

el sicómoro me protegió,

las puertas de la Duat se abrieron para mi.

He venido a buscar el Ojo sagrado,

sé que reposa en su lugar.

(Ldm, cap. 64).

Cuando el Ojo «reposa en su lugar», nace la llama. Entonces los ojos del dios que se despierta propagan sus llamas y purifican el mundo; además, cuando se procede al rito de «encender el fuego», éste, en la liturgia del templo, se identifica con el Ojo de Horus sanado de sus heridas.[27] Cuando el hombre abre su ojo interior a su realidad divina, provoca el nacimiento de este fuego incorpóreo que es la fuente de todas las mutaciones espirituales.

Egipto no admite excusa de ningún tipo a la falta de atención. En todos los niveles, ya se trate de la mitología, de la sociedad humana o de la naturaleza, la restauración del Ojo se impone como una necesidad vital.

Pensemos, por ejemplo, en la diosa Isis, sola junto al relicario que ha logrado por fin localizar, después de larga búsqueda. Al abrirlo contempla al Gran Dios y se prosterna ante él. «Hasta ahora —dice la diosa— mis ojos estaban cerrados. Ahora, gracias a la mirada que he cruzado con Dios, ven hasta los cuatro confines del horizonte». El duelo y la tristeza se desvanecen, y se inicia un diálogo con la divinidad. Pensemos también en las cajas de piedra de Horus que contienen los ojos de Horus, de los que Set consigue apropiarse. Anubis, en forma de serpiente alada, será quien los recupere. Colocará entonces las cajas en una montaña donde los ojos harán crecer un viñedo. Isis crea un santuario en este lugar, y lo riega ritualmente para que los ojos resuciten. Por último pide al dios Ra que ofrezca a Horus los ojos resucitados para que pueda aparecer en el trono de su Padre. «El viñedo equivale a las órbitas de los ojos; la viña es la pupila del Ojo de Horus; finalmente, el vino que se elabora con los racimos de las viñas son las lágrimas de Horus».

Desde la búsqueda de Isis al cultivo de la viña, la simbología del Ojo está entrañada en el concepto espiritual del antiguo Egipto. A partir del Ojo se extraen las medidas y las proporciones, aunque conviene hacer una precisión fundamental: el Ojo de Horus robado por Set constaba de seis partes, a saber, las fracciones 1/2, 1/4, 1/8, 1/16, 1/32 y 1/64. Pero, cuando se suman estas seis partes para formar el Ojo completo, obtenemos solamente 63/64. Por lo tanto falta 1/64, y esta ínfima fracción a menudo esencial equivale a la parte que falta del cuerpo de Osiris.

Esta parcela eternamente perdida no está al alcance de los hombres que, sin embargo, deben tratar de percibirla a través de los ritos y símbolos. «La lamentable ignorancia que ciega al ateo —escribe Plutarco— es una gran desgracia para su alma, en la cual se apaga lo más brillante y potente de sus ojos: la idea de Dios». (De superst., X, XII).

Reconquistar la parcela extraviada, abrir el Ojo de Dios en su interior, es el objetivo del «viajero» egipcio, que lanza este llamamiento:

Ojo de Horus,

llévame,

Ojo de Horus,

¡gloria y ornato en la frente de Ra,

el padre de los dioses!,

(Ldm, cap. 8).

«Ojo de Horus —continúa diciendo—, llévame, que pueda contemplar la belleza en la frente de Ra». (Ldm, cap. 92). La súplica obtiene una respuesta: «Oh, tú, toma para ti el Ojo de Horus; llevándolo, tu corazón no podrá desfallecer».

Es una respuesta importante, ya que el corazón es la morada de la conciencia. Gracias al conocimiento del Ojo, se exaltan las posibilidades de comprensión del iniciado. Puede nombrar a los dioses al descubrir las ideas creativas que éstos encarnan.

Ve,

estás anunciado.

Tu pan es el ojo sagrado,

tu cerveza es el ojo sagrado,

tu ofrenda funeraria sobre la tierra es el ojo sagrado.

(Ldm, cap. 125).

El hombre que avanza por el camino del conocimiento lleva consigo un amuleto en forma de Ojo que lo incita a mantenerse alerta en todo momento. Sin olvidar la fórmula ritual: «Lleva contigo el amuleto udjat, con su forma equipada; es la protección del cuerpo divino, para que proteja tu cuerpo y sea tu salvaguarda, eternamente». El iniciado, identificado con el Ojo, sufre su pasión. También él corre el riesgo de que las fuerzas hostiles lo dañen, también él debe mantener su integridad espiritual.

En cuanto el Ojo interior se abre, el hombre puede hacer frente a los dos juicios, el que se le hace sobre la tierra y el que lo convierte en justo en el cielo. La presencia del Ojo le permite evitar la segunda muerte y convierte al iniciado en intérprete de la palabra de Ra.

Al entrar en la sala de las dos verdades contemplará los misterios de la morada de Osiris, es decir, la asamblea de sus hermanos que superaron los obstáculos antes que él. Solamente la comunidad puede formar un Ojo completo capaz de contemplar la divinidad.

La luz del Ojo es el sol. El papel del iniciado egipcio consiste en crear su propia luz, en ver el Ojo único. El hombre nuevo, regenerado por los ritos, abre sus ojos cerrados y extiende sus piernas.

En ese momento adquiere conciencia de los nueve elementos esenciales del ser: el cuerpo, imagen material del gran cuerpo celeste; el ka, dinamismo creador; el ba, la posibilidad de encarnar lo divino en la tierra; la sombra, reflejo de la verdad; el akh, luz del espíritu; el corazón, donde mora la conciencia; el sekhem, poder de realización; el nombre, verdad última de toda creación; el saj, cuerpo espiritualizado. El hombre que accede al dominio de esos nueve elementos también descubre la armonía divina de la enéada, puesto que, como afirma el papyrus Carlsberg número VII, «el Ojo es la enéada».

Sin el conocimiento del Ojo, es imposible una buena experiencia del ka, uno de los nueve elementos constitutivos de la personalidad humana. Todo lo que vive tiene su «genio», tiene su ka; éste es a la vez dinamismo del hombre pensante, potencia sexual y sustancia viviente contenida en los alimentos. El ka engloba la vida y la muerte; «sirve a tu ka a lo largo de tu existencia —recomienda Ptahhotep—; no derroches el tiempo destinado a las necesidades del corazón».

Podríamos estudiar en detalle cada una de las posibilidades humanas, y cada vez habría que reconocer la omnipotencia del Ojo, sin el cual el universo se mantiene cerrado.

En el capítulo 115 del Libro de los muertos, el peregrino declara:

Pasé el día de ayer entre los grandes.

Me presenté entre aquellos seres

que pueden ver el Ojo único.

Abrid la factura de las tinieblas,

yo soy uno de los vuestros.

Un hombre de estas características consigue contemplar el Ojo único porque ha «reconstituido» su unidad interior. «He ceñido el ojo divino bajo el sicómoro divino —afirma—, mientras los justos descansaban. Yo soy el de los ojos verdes». El color verde, que suele atribuirse a Osiris, está estrechamente ligado al tema de la renovación permanente, que se pone claramente de manifiesto en los ciclos naturales.

La búsqueda del Ojo sagrado, algunos de cuyos significados hemos intentado esbozar, es la gran aventura espiritual de Egipto. Cuando se ve coronada por el éxito, los textos nos ofrecen comentarios de rica simbología, donde la profundidad de las ideas es inseparable de la belleza formal. Merece la pena que citemos algunos extractos:

Que yo camine sobre las aguas celestiales,

que rinda honores al brillo del sol,

como luz de mi Ojo […]

Yo soy el gran Dios,

advenido a la existencia de mí mismo,

compongo mis nombres.

Ayer me pertenece,

conozco mañana,

soy el Fénix.

No hay impureza en mí,

conozco el camino,

me dirijo hacia la isla de los justos,

alcanzo el país de luz.

Yo reconstruyo el Ojo,

veo la luz […]

Soy uno de esos espíritus

que habitan la luz,

que el propio Atum creó,

que llegaron a la existencia

de la raíz de su Ojo.

Soy una de esas serpientes

que creó el Ojo del señor único.

Yo creo el Verbo,

yo resido en mi Ojo.

(Ldm, caps. 64, 17, 78).

Estas palabras superan sin dificultades el obstáculo del tiempo y del espacio, pues son fruto de un conocimiento auténtico de las leyes vitales que eternamente presiden la evolución espiritual de los hombres.