Mi estatua estaba bañada en oro, con una falda de oro fino: fue su majestad quien ordenó erigirla. Por ningún hombre común se ha hecho tanto como por mí. Y yo fui objeto de los favores reales hasta que llegó el día del tránsito.
(Trad. al francés G. Lefebvre).
Como demostró el orientalista Heinrich Zimmer con arte incomparable, los cuentos de todas las naciones antiguas ponen en circulación valores simbólicos que se hallan relacionados entre sí por una misteriosa red de interferencias.[21] En este tipo de literatura sagrada, las maravillas de la imaginación se alian a la profundidad del pensamiento, que se expresa con una gran libertad estilística.
Los cuentos del antiguo Egipto ocupan un lugar capital dentro de este universo; creemos que es útil recordar uno de ellos para ilustrar algunos de los aspectos más sobresalientes del pensamiento egipcio. Hemos elegido la aventura de Sinuhé, cuyo nombre significa «hijo del sicómoro», el magnífico árbol donde algunas divinidades instalaron su morada.
Aparentemente se trata de una historia bastante bien compuesta que narra el exilio de un dignatario de la corte, sus desventuras en el extranjero y su retorno al país natal. Al leer las traducciones usuales, sin embargo, el lector experimenta una curiosa impresión, pues, aunque los acontecimientos se encadenan de manera bastante fluida, se tiene la impresión de que algunos episodios merecerían explicaciones complementarias. De hecho, la atmósfera simbólica del cuento despierta en nosotros variados ecos y expone ideas-fuerza que nos invitan a ir «más allá».
Releamos juntos, por lo tanto, el cuento de Sinuhé para conocer directamente su extraño peregrinaje, que paulatinamente se convertirá también en el nuestro.
En el año 30 del reinado de Amenemhat I, nos cuenta Sinuhé, «conocido verdadero del rey», en el tercer mes de la estación de la inundación, el séptimo día, el rey de Egipto subió al cielo y se unió al disco.
Una mentalidad reticente a lo sagrado sacará la conclusión trivial de que el faraón acaba de morir. En el antiguo Egipto, la muerte es una especie de «idea falsa», y el cuentista respeta esa tradición al explicar que «la carne del dios se mezcla con lo que lo crea». El rey, dios viviente, se une al principio que lo engendra. «Muerte» es verdaderamente un término inexacto para designar esta comunión cósmica en que la esencia del faraón recupera la unidad primordial de la que surgió.
El rey Amenemhat, por lo tanto, ha abandonado la tierra egipcia y su cuerpo individual se desvanece para dar lugar a la comunión de su espíritu con el espíritu.
En el palacio reina un profundo silencio. La doble gran puerta está cerrada; el pueblo manifiesta su ansiedad. El trono real vacante compromete el equilibrio del país. ¿Quién, además del faraón, podría orientar los pensamientos hacia la justicia? ¿Quién podría mantener el «flujo» entre el cielo y la tierra?
«La corte tiene la cabeza sobre las rodillas», nadie sabe qué hacer. Puede que un instante más tarde se hunda todo; el reino de Egipto, privado de su cabeza, ya sólo será un amasijo de ruinas.
Por suerte, un mensajero ha alertado de la situación al príncipe heredero, Sesostris, que en ese momento libra combate en Libia. En cuanto Sesostris conoce la trágica noticia, «el halcón emprende el vuelo». Al rey se lo identifica con el Horus del universo y, como él, actúa en el instante y de un salto supera el obstáculo del espacio y el tiempo.
Es entonces, en este momento de incertidumbre, cuando irrumpe en escena el héroe del cuento, Sinuhé. Encontrándose allí «por casualidad», oye una llamada dirigida a uno de los hijos reales. «Mi corazón se extravió —dice—, mis brazos se abrieron mientras un temblor se abatía sobre todos mis miembros». Azarado, de un brinco se esconde entre dos matorrales.
Si recordamos los análisis que hizo Otto sobre el «advenimiento» de lo sagrado en el hombre, reconoceremos aquí la descripción de un «impacto» de conciencia; Sinuhé accede brutalmente a una forma de realidad inesperada, a un «espacio» interior insólito.
El cuento nos ofrece la explicación de esta metamorfosis: Sinuhé acaba de enterarse del mayor escándalo imaginable. Unos facciosos pretenden quebrar el linaje real legítimo e introducir un eslabón defectuoso en la cadena de los faraones. En resumen, están fomentando un complot para destituir al sucesor designado del faraón difunto.
El hombre real que dormita en Sinuhé, como en cualquier ser humano, se siente agredido. El concepto del universo tal como lo magnifica el imperio faraónico corre peligro; y no se trata de una vulgar lucha dinástica sino de una empresa sacrílega que entraña el riesgo de una pérdida irreparable para el espíritu.
Ante tan increíble peligro, Sinuhé se siente inerme. No es capaz de enfrentarse en solitario a la usurpación ni de extraer de sí mismo las fuerzas necesarias para el combate, por lo que se refugia en una solución poco gloriosa: la huida. Regresar a la corte, piensa Sinuhé, sin duda lo llevará a la muerte. Allí seguramente están a punto de estallar los disturbios, y ya debe de haber estallado la tormenta.
Sinuhé, que se siente totalmente ligado a la espiritualidad tradicional, se ve obligado a exiliarse. Decide emprender un largo viaje hacia lo desconocido, un peregrinaje hacia una verdad que huye delante de sus ojos.
El mundo ordenado se difumina, la jerarquía de valores vacila. Para reconquistar la armonía perdida, Sinuhé va a hacer frente a una serie de pruebas que tal vez hagan de él un hombre nuevo.
«Crucé el Maaty», nos dice. El término Maaty designa una extensión de agua, probablemente el lago Mariut. Ahora bien, la perspectiva del cuento no es solamente geográfica: Sinuhé supera la prueba del agua impregnándose de Maat, la justicia universal. El viajero desamparado «descubre» una sustancia cósmica que le permite luego llegar a la isla de Snefru, un lugar donde aprende a perfeccionarse siguiendo la vía de las transformaciones. El vocablo snfr alude a una profunda mutación que capacita al ser o a la cosa a los que concierne para orientarse por el camino de la perfección. La isla de Snefru corresponde al primer «momento» importante del viaje de Sinuhé; en él se han depositado los gérmenes de la verdad y de la armonía, gérmenes que Sinuhé deberá llevar a su perfecta granazón.
«Encontré a un hombre que se hallaba de pie al principio del camino —declara Sinuhé—. No mostró respeto».
Esta enigmática mención es seguramente una de las claves fundamentales del cuento. Además, le sigue una breve frase que algunos traducen como «yo, que tenía miedo de él» y otros por «él tuvo miedo». Por otra parte, el verbo ter, que habitualmente se traduce como «me mostró respeto» o «me saludó con deferencia», es un término relevante del vocabulario religioso. En las enseñanzas de Merikare, por ejemplo, debe traducirse por «adorar a Dios».
En el camino del exilio, a la vuelta de la aventura, un desconocido venera a Sinuhé. No al individuo mortal que ha elegido morar en el cuerpo del viajero, sino a la parcela de inmortalidad y sabiduría que fue depositada en Sinuhé después de que descubriera el lago de la verdad y la isla del «perfeccionamiento».
En muchos cuentos, tanto de Oriente como de Occidente, aparece ese misterioso personaje cuya misión es revelarle al viajero su realidad. Es una emanación directa de lo sagrado, el iniciador por excelencia, y provoca un temor saludable en el alma de su interlocutor; el susto de Sinuhé no es sólo una «reacción» afectiva sino también un impulso extraordinario hacia un objetivo todavía inconsciente: recuperar su condición de egipcio, es decir, de hombre que vive en conformidad con una tradición espiritual que constituye su principal razón de ser.
Después de este encuentro con el iniciador, cuyo nombre no llega a conocerse, Sinuhé llega a la ciudad de Negau y cruza el Nilo en una chalana sin timón. El viento del oeste guiará la embarcación; Sinuhé, como haría un adepto del Tao, se «deja llevar», se abandona al «curso de las cosas» sin oponerle su propia voluntad.
Por eso pasa al este de la cantera de piedras que se halla por encima de la «Señora de la Montaña Roja». Esta breve mención a uno de los materiales con que se construyen los templos demuestra, al parecer, que Sinuhé el viajero descubre en sí mismo la «materia prima» indispensable para edificar su santuario interior.
Todo está en él: el espíritu de verdad, la posibilidad de perfección y la capacidad de crearse según sus directrices divinas. Hator, «Señora de la Montaña Roja», es el principio que favorece la coexistencia en armonía de estas diversas cualidades grabándolas en la conciencia de Sinuhé. Ahora el viajero está preparado para enfrentarse al mundo de la multiplicidad y a los más diversos combates.
Sinuhé «da camino a sus pies» y, después de evitar una fortaleza, de pronto siente mucha sed. Una necesidad que se convierte en drama: «Tenía la garganta seca. Es el sabor de la muerte, me digo. Elevé mi corazón, tiré junta [= reuní] mi carne, oí la voz-mugido de un rebaño, y vi a algunos setiu [beduinos].»
Sinuhé toca el fondo de su soledad y afronta la última prueba con la sensibilidad todavía exacerbada. Muere a una apariencia de sí mismo, precisamente porque tiene «sed» de algo distinto, sed de una certeza cuya revelación exige el sufrimiento.
Un jefe beduino acoge a Sinuhé tras esta decisiva prueba. Un hombre ajeno a Egipto, por consiguiente, un nómada que no forma parte del orden social. Sinuhé aprende a vivir con «el otro», con el hombre de un mundo móvil que lo obliga a separarse de su pasado y de unas actitudes y posturas que había asumido con demasiada facilidad.
«Una tierra me dio a otra tierra», nos confía Sinuhé, resumiendo así sus múltiples experiencias, hasta el encuentro con un tal Amunenshi, príncipe del Retenu superior. «Serás feliz conmigo —le dice—; oirás la palabra de Egipto». Y es que, efectivamente, algunos egipcios rodean al príncipe, y todos elogian a Sinuhé. Pero Amunenshi plantea una delicada pregunta: ¿A qué se debe la presencia de Sinuhé en este lugar? ¿Se han producido acontecimientos graves en la corte del faraón? ¿Qué significa este exilio?
Sinuhé se siente incómodo. Confiesa que el rey ha muerto, que nadie podía prever cómo evolucionaría la situación. «Luego —declara— dije como mentira: yo regresaba de una expedición de la tierra de los timihiu cuando me informaron. Mi corazón conciencia estaba tembloroso; mi corazón había abandonado mi cuerpo, y me llevó por el camino de las llanuras desérticas. No me incordiaron ni me escupieron en el rostro. No he escuchado ningún discurso malvado. No se ha oído mi nombre de boca del heraldo. No conozco al que me ha traído a estas tierras. Es como un designio [o “algo que nos hace conocedores”] de Dios».
Con gran aplomo, Sinuhé guarda silencio sobre su huida y afirma que su fama no ha sufrido mella en Egipto. En la creencia de estar mintiendo, atribuye a Dios su aventura. En realidad, esta declaración «mentirosa» refleja muy bien la verdad, una verdad que Sinuhé no es capaz de percibir aún en toda su dimensión. Se presenta al príncipe extranjero como una especie de embajador extraordinario perfectamente informado de los asuntos internos de su país; explica a su interlocutor que el sucesor del antiguo faraón es un dios viviente, un maestro de sabiduría que puede ofrecer consejos y órdenes excelentes. Al apartarse así de su propia persona, Sinuhé expone los grandes principios de la teología faraónica. El faraón es «el señor del encanto», en el sentido mágico de la palabra; conquistador «desde el huevo», «el único del don de Dios», «el que multiplica a los nacidos con él».
De una mentira deliberada pasamos así a la enumeración de las verdades simbólicas fundamentales. Sinuhé es capaz de hablar del rey porque lleva la realeza en sí mismo.
El príncipe extranjero, impresionado por la elocuencia del viajero, le ofrece a su hija en matrimonio y le concede la magnífica tierra de Iaa, fecunda en viñas, higos, miel y muchas otras riquezas. Con el disfrute de este paraíso, Sinuhé se convierte en jefe de una de las tribus más importantes del país.
Transcurren largos años. Después de lo desconocido llegan la dicha y la fortuna. Los hijos del exiliado se convierten a su vez en jefes de tribus; todos los viajeros acuden a rendir homenaje a Sinuhé y hacen un alto en sus tierras. La holgura, sin embargo, no ha reducido a Sinuhé a la esterilidad espiritual. «Doy agua al sediento —proclama—, devuelvo al extraviado a su camino y salvo al que ha sufrido despojo».
El viajero ha encontrado un punto estable. Su «deambular» ha llegado a su fin; ahora es un «centro» y en torno a él se reúnen los «extranjeros». En realidad, es la suya una estabilidad muy relativa; Sinuhé ayuda a sus huéspedes a luchar contra el adversario, aconseja a sus ejércitos y favorece la victoria, pero sigue siendo el egipcio, el hombre procedente de otro lugar. En tales circunstancias, el riesgo de fracasar es enorme; las «parcelas» de sabiduría y verdad conseguidas a lo largo de las pruebas relatadas al inicio del cuento pronto quedarán destruidas por un entorpecimiento que conduce a Sinuhé a la nada. Nunca podrá renegar del «carácter» egipcio, nunca se convertirá en beduino. Su éxito material, que deslumbra a todo el mundo, entraña una situación falsa que fatalmente habrá de conducir a la ruina o a una nueva prueba, más difícil que las anteriores.
Aparece entonces una especie de Goliat firmemente decidido a matar a Sinuhé. «Llegó un poderoso de Retenu —relata el egipcio— y me provocó dentro de mi tienda. Es un campeón que no tiene par».
Sinuhé siente sorpresa. No conoce a este hombre, nunca le abrió su puerta ni derribó sus muros. En su opinión, el provocador es un «corazón enfermo» corroído por los celos.
En vista de la situación, Sinuhé decide luchar. Por la noche prepara el arco y la espada y se ejercita lanzando flechas. Saca brillo a sus armas y durante la noche vela como un caballero antes del combate con el enemigo por excelencia: él mismo. Quizá sorprenda nuestra interpretación, pero, según la simbología general de los cuentos, es posible que ese «poderoso de Retenu» sea en realidad el conjunto de los defectos de Sinuhé, la proyección de sus dramas internos escrupulosamente encubiertos por la momentánea prosperidad material.
Cuando la tierra se iluminó, el enemigo ya estaba preparado. Su pueblo estaba presente. Todos los corazones vibran enardecidos a favor de Sinuhé y temen por él. Está claro que el combate es desigual.
El enemigo lo ataca por el costado, blande su escudo y lanza sus venablos. Pero Sinuhé es veloz y esquiva los ataques. Un golpe maestro le permite clavar una flecha en el cuello de su adversario. El poderoso de Retenu se derrumba; Sinuhé, usando el hacha del vencido, le da muerte y lanza un grito de victoria. Como David después de derrotar a Goliat, Sinuhé alcanza la cima de su poder: adquiere nuevas riquezas y su fama aumenta.
Pero Sinuhé el egipcio no es esclavo de la apariencia. Después del duelo, su espíritu se orienta otra vez hacia la fuente que lo concibió. «Dios, cualesquiera que seas —exclama Sinuhé—, llévame hasta la corte [de Egipto], haz que vea el lugar donde mi corazón conciencia no ha dejado de ser. Es un feliz acontecimiento lo que acaba de ocurrir».
El héroe se siente inmensamente cansado, los ojos le pesan, siente los brazos débiles y las piernas han perdido fuerza. «Que rejuvenezca mi cuerpo —suplica—, pues estoy próximo a partir».
El exiliado se prepara para la muerte soberana, para la entrada en la eternidad según los ritos ancestrales de la simbología egipcia. Cuando el sabio es «divinizado» mediante un ritual de renacimiento, sus miembros recuperan la vitalidad y su pensamiento se encuentra otra vez en el origen de los mundos. Ésta es la plenitud milenaria a la que aspira el viajero, una dilatación interior preferible a su felicidad como hombre notable en el exilio.
Milagrosamente, el faraón escucha su grito en el desierto. Es un milagro para el hombre racional pero una consecuencia normal para el hombre intuitivo. Es el faraón que dormitaba en Sinuhé quien responde a su llamada o, si lo preferimos, la idea de realeza.
Sinuhé recibe la orden escrita emanada de palacio: el faraón exige el regreso de su compañero Sinuhé. El rey ha tenido noticias de sus viajes; la decisión de huir de Egipto, dice, le fue dictada por su propio corazón, pero no existía en el corazón del faraón. «Regresa —le pide el rey a Sinuhé—. En tu honor se celebrará el rito que te inmortalizará; en tu honor se emplearán óleos y vendas. Tu ataúd será de oro; en tu sarcófago, por encima de tu cuerpo, se colocará un cielo, y tus columnas serán de piedra blanca en medio de los hijos reales».
Cuando Sinuhé recibe la misiva, se encuentra en su tribu, entre «extranjeros». Le produce un violento impacto; el exiliado se tumba en el suelo, boca abajo, y admite que su corazón lo ha llevado a un camino sin salida.
¿Quién es el responsable de la huida de Sinuhé? Es éste un misterio insondable que nadie puede aclarar. Sin duda, fue intención divina que el fiel servidor tomara el camino de la aventura para que llegara a medir el grado de su imperfección. Sinuhé ha conocido el miedo y el sufrimiento, ha hecho frente a sus insuficiencias y la «llamada» del conocimiento ha brotado en él.
De regreso a Egipto, Sinuhé por fin puede contemplar la fuente de toda vida, al faraón sentado en su trono. En ese momento, el viajero se desvanece. Ha muerto a su existencia pasada, «pierde el conocimiento» de su antiguo «yo» y renace a la visión de la eterna realidad o, como él mismo afirma, la vida ya no es distinta de la muerte. Se convierte en el hombre silencioso que ya no habla inútilmente y cuyo nombre se pronuncia como símbolo de la realización. Su propia vida ha dejado de pertenecerle; su vida procede del rey y a ella regresa.
Respondiendo al deseo del faraón, la corona del sur desciende la corriente hacia el norte y la corona del norte remonta la corriente hacia el sur, de manera que se reúnen y reconstruyen la unidad más allá de los contrarios.
Así acaba el cuento. El hombre se movía en un mundo de luz, pero lo ignoraba; un acontecimiento trágico rompe esta falsa seguridad y lo arrastra por peligrosos caminos donde corre el riesgo de perder su alma. La vía del peligro es también la vía de la salvación; al superar los obstáculos exteriores e interiores, el hombre aprende poco a poco a conocerse y, además, a conocer la verdad inmortal que subyace en su conciencia.
Sinuhé el egipcio descubre Egipto en un universo extranjero; momentáneamente siente la tentación de aniquilarse en el sueño del éxito exterior, pero recupera la fuerza original que le permite enfrentarse al enemigo. Tras su victoria, permite que su corazón conciencia se exprese con toda la energía necesaria para recuperar el origen.