CAPÍTULO VIII
El señor de la eternidad

Que puedas ir hacia la escalera del Grande, [var: la gran escalera]

que puedas ir a la gran ciudad,

que puedas generar tu calor sobre la tierra,

que puedas convertirte en Osiris.

(CT I, 12 a. C.)

«Salud, Osiris, señor de la eternidad, rey de los dioses, de los numerosos nombres, de las transmutaciones [Kheperu] sagradas, de las formas secretas de los templos».

Con cinco calificativos breves y precisos queda definido el campo simbólico del más célebre dios egipcio, Osiris. La estela del Louvre núm. C 286, con fecha de la XVIII dinastía, nos proporciona estas pistas. Basándonos en este completo documento intentaremos esclarecer algunas de las funciones de Osiris.[20]

En primer lugar, ¿cómo podemos justificar la «celebridad» de Osiris, un nombre familiar incluso para quienes lo ignoran todo sobre Egipto? La respuesta parece ser a la vez externa e interna a la civilización faraónica. Interna, porque la palabra «Osiris» ha adquirido a lo largo del tiempo un valor global que se aplica al hombre divinizado, al que se llamaba «Osiris tal», de modo que cualquier hombre podía convertirse en Osiris en la medida que superaba los ritos de purificación y de renacimiento. El Osiris esencial, sin embargo, es el rey en persona, en cuanto se presenta como su propio Padre; él fue el primero en trazar el camino de Osiris, que es al mismo tiempo un ascenso a los cielos y un descenso a los infiernos. A menudo podemos leer, de la pluma de algunos egiptólogos, que la iniciación osiríaca del faraón se «democratizó» durante el Imperio medio, de manera que todos los egipcios y no sólo el rey resultasen beneficiarios de ella. Esta interpretación no parece demasiado «modernista», pues somete los grandes principios religiosos a circunstancias políticas a las cuales nunca estuvieron sometidos de manera tan simplista. Aunque hoy día no es posible dar una explicación totalmente satisfactoria de esta «transferencia» de ritos de Osiris, sí es cierto, no obstante, que es el rey el que se identifica eternamente con la divinidad, incluso a través del hombre individual. A nuestro entender, el Osiris rey significa la realización espiritual del individuo egipcio, que así puede participar de la grandeza desplegada en la teología faraónica del Imperio antiguo. Mejor que de una «transferencia» podríamos hablar de una participación más claramente expresada en la aventura de Osiris.

Sea como fuere, Osiris reviste para los egipcios un valor fundamental, ya que asume la función de juez divino ante la balanza de la Verdad. Frente a él, el hombre interior se revela por completo y relaciona su acción personal con la acción universal. Para el pueblo, Osiris es el «dios bueno» que permite atravesar las barreras de lo desconocido y garantizar un destino póstumo de acuerdo con los méritos personales de cada individuo y con su carácter moral. Osiris recibe un potencial creciente de afectividad y de esperanza, que devuelve a los hombres en forma de consuelo. Este aspecto del dios es sin duda el menos profundo, y en las épocas turbias de la civilización egipcia se exageró hasta enmascarar las funciones creadoras esenciales de las demás divinidades y del propio Osiris. Así llegamos a las repercusiones que son, de alguna manera, externas a Egipto; Osiris, al convertirse en el bien, el bueno, el dios sensible a los sufrimientos humanos, acabó por oponerse al mal y a las tinieblas. Notemos, de paso, que esta oposición nunca fue un aspecto auténtico del pensamiento egipcio. Más bien se trata de una deformación resultado de los «excesos» afectivos de la religión osiríaca decadente que se infiltró a continuación, bajo formas más o menos evidentes, en determinado cristianismo. De todas las divinidades egipcias, Osiris parece la más accesible al hombre occidental moderno, puesto que en él encuentra una sensibilidad, una voluntad que tiende hacia el bien y lo justo, la noción de recompensa y de falta que el judeocristianismo desarrolló al máximo, con lo que elevó una barrera casi infranqueable entre las religiones cristianas y las religiones del mundo antiguo. No debemos lamentar este desvío del sentido profundo de Osiris, puesto que precisamente es el modo de derribar la barrera y de tender un puente entre nuestra mentalidad y la espiritualidad egipcia; intentemos sencillamente olvidar al Osiris sentimental e introducirnos en la inteligencia del Osiris divino.

Osiris divino es señor de la eternidad y rey de los dioses. Es dueño de la clave de una plenitud que une la conciencia de lo intemporal y la vida en realeza; al ser «el alma de Ra», es decir, la fuerza de manifestación de la Luz, prolonga hacia el mundo de los hombres la realidad divina donde todo es transformación permanente. Los seres humanos están habituados a formas aparentemente fijas que pueden definir; el buey posee esta y aquella característica, el papiro tal otra, etc. Algunos creen que la piedra es inerte, otros constatan la existencia de plantas cuyo lento crecimiento no son capaces de ver. En resumen, los movimientos internos de todos los seres y todas las cosas están hasta tal punto diluidos en el tiempo que no resulta fácil conocerlos. En el universo de los dioses, en cambio, la ley de los kheperu, de las transformaciones, se muestra a plena luz. Osiris, cuyos kheperu son sagrados, nos introduce precisamente en esta red de intercambios energéticos donde los dioses comulgan entre sí a través de sus nombres (sus esencias). Desde nuestro punto de vista, éste es un aspecto esencial de la religión de Osiris: ofrecer al hombre el sentido de las incesantes metamorfosis que se producen en la naturaleza, como reflejo de las transmutaciones que tienen lugar en el cielo de los dioses.

Después de enumerar varias ciudades santas relacionadas con Osiris, la estela nos ofrece un admirable texto sobre la naturaleza del dios:

Primordial de las dos tierras en comunión,

alimento, sustancia ante la enéada,

espíritu radiante bien armonizado entre los espíritus radiantes,

por él el océano de energía primordial extrae su agua,

por él el viento del norte va hacia el sur,

por su nariz el cielo lleva el aire al mundo

para que su corazón conciencia conozca la plenitud.

Las plantas crecen gracias a su corazón conciencia,

la tierra resplandeciente da nacimiento, por él, al alimento,

el cielo superior y las estrellas obedecen,

las grandes puertas se abren para él.

El señor de los movimientos de alegría en el cielo del sur,

el venerado en el cielo del norte,

los indestructibles están bajo su autoridad,

los infatigables son sus moradas.

Éste es probablemente el ejemplo característico de texto egipcio acabado en su concepción y en su redacción, aparentemente muy claro y sin embargo muy enigmático debido a la expresión directa y concisa de los símbolos utilizados. Si somos intelectualmente honrados, reconoceremos que estas frases no entrañan ninguna dificultad insuperable para nuestra razón occidental del siglo XX, aunque de ellas se desprende una sensación extraña, como si algo importante nos pasara desapercibido. No será una discusión filosófica ni una discusión histórica lo que nos proporcione una aclaración sustancial sobre el significado del texto. Nosotros nos sentimos naturalmente inclinados a colocarnos en la posición del propio teólogo egipcio y a meditar sobre la naturaleza de Osiris tal como se vislumbra a través del desarrollo simbólico de la estela. Se trata, es cierto, de un método inductivo, pero ¿acaso existe algún otro que nos permita participar en la actitud espiritual del antiguo redactor? ¿Deseaba éste imponer un dogma que se debía «aprender de memoria» o bien, a través de las imágenes, quería incitarnos a descubrir dentro de nosotros mismos la función de Osiris? Para el que se acerca al pensamiento egipcio con amor y con respeto queda excluida la vía del dogmatismo literal; parece más adecuado buscar una comprensión que no pretenda ni demostrar ni convencer y, sobre todo, más «transformadora», para retomar la idea clave del culto de Osiris.

«Primordial de las dos tierras en comunión»: a Osiris se lo define como el tercer término original que hace comulgar cualquier dualidad con el Uno. Señalemos de paso que la estructura filosófica moderna tesis + antítesis = síntesis es absolutamente extraña a la mentalidad de los antiguos egipcios. Para ellos, la «síntesis», el elemento global, es lo que se coloca delante de todo. De él proceden las sustancias nutritivas que necesitan los «espíritus resplandecientes» para preservar su luz interior. El poder de Osiris se explica por su «contacto» directo con la energía primordial, cuya «agua» —es decir, la vibración— mantiene la vida del dios. Estamos ante un Osiris cósmico que no es simplemente un «dios de la vegetación» sino el principio creador que provoca que la vegetación crezca y perdure. El aire y el viento, por mediación del cuerpo simbólico de Osiris, continúan animando la naturaleza y le procuran un equilibrio que no debemos considerar gratuito, pues su objetivo es aportar la plenitud al corazón conciencia de Osiris. Posiblemente no exista ninguna expresión más contundente en egipcio antiguo para designar la sabiduría consciente, que de ninguna manera es una sabiduría austera y fría, sino un sentimiento de cálida plenitud, la impresión de poseer el alma cargada de experiencias cumplidas con la mayor pureza. La palabra hotep, que también se aplica a la puesta del sol cuando despliega sus mil colores sobre el Nilo, posee el valor de algo vivido disociado del conocimiento. Que la naturaleza entera celebre la gloria de Osiris, que las puertas del universo se abran ante él, que las estrellas indestructibles y los planetas infatigables sean sus fieles servidores no resulta sorprendente puesto que Osiris es «señor de los movimientos de alegría».

En cierta manera, él rige esta alegría universal que se manifiesta a través del desplazamiento y el crecimiento de los cuerpos celestes. Descubrimos entonces que el dios no es un banal «consolador» que está pendiente de las miserias humanas que no le atañen, sino que desencadena una alegría de carácter intemporal, de manera que el hombre realizado, como el rey, se convierte a su vez en estrella indestructible.

Éstas son las muy elementales reflexiones que nos sugiere el texto, que a continuación pasa a describir las características del reino de Osiris, que ha descendido sobre la tierra. Quien espere una exposición de acontecimientos históricos o el análisis psicológico de una gran figura debería saber que el antiguo Egipto no considera la historia o la psicología como ciencias sagradas, y que por consiguiente no servirán de base para la redacción de un texto importante.

¿Qué debemos entender entonces…? Que Osiris desempeña fielmente sus deberes hacia su padre Geb, que establece firmemente la armonía universal en todo el país, que derrota a sus enemigos, que se levanta como un astro sobre el trono de Egipto, que es amado por las dos enéadas. Aquí vemos expuesto el modelo simbólico de la realeza, que se perpetuará a través de todos los faraones entronizados ritualmente. Osiris no es un individuo con una biografía y rasgos de carácter. Se nos dice que su corona separó el cielo en dos partes, fraternizando con las estrellas. ¿Qué mejor manera de mostrar que el origen de la savia de Osiris no es humano, introduciendo así en todos los hombres una parcela de eternidad de la que deberán rendir cuentas ante la balanza de la Verdad?

El texto de la estela resulta luego bastante parco acerca del asesinato de Osiris y de la búsqueda de las partes de su cuerpo desmembrado. Averiguamos sencillamente que Isis consigue reconstruir al hombre primordial por virtud de su «palabra que no desfallece», que aparta cualquier falta de armonía. La que busca sin descanso, la encarnación del espíritu resplandeciente, cubre el cadáver con sus alas y le devuelve la vida. Esta unión de la esposa viva y el esposo difunto alcanza una extraordinaria dimensión, en la que desaparece la frontera artificial entre lo que los hombres llaman «vida» y «muerte». Cuando nace Horus, hijo de la pareja divina, un nuevo rey en el que se hallan ligadas vida y muerte dirigirá los destinos de Egipto. Ese «maestro de los dos señores», al que el Maestro universal de la enéada reconoce como monarca legítimo, acoge bajo su autoridad el cielo y la tierra. Por lo tanto, donará el «árbol de la vida» a las tres «castas» de Egipto, los rekhyt, los paty los henmmemet, palabras de difícil traducción, aunque podamos identificar las últimas como fieles de la Luz. El texto continúa:

Todos los hombres conocen la felicidad,

sus corazones están jubilosos,

sus pensamientos alegres.

Todos veneran sus posibilidades de transformación hasta la perfección.

¡Cuán dulce es su amor en nosotros!

Sus gracias envuelven los corazones,

grande es su amor en todos los pechos.

Los caminos están abiertos y la alegría estalla con la intervención de Osiris. Durante su reinado, que se reanuda con el ascenso al trono de cada faraón, la tierra está en paz. El hombre interior deja de inculparse por imaginarios pecados, pues cotidianamente sopesa en la balanza de Maat su acción y su pensamiento. El Osiris egipcio no es solamente un «buen dios» que satisface la sensibilidad humana; es, en primer lugar, energía cósmica que se manifiesta a través de la energía natural en que cada individuo, según la intensidad de su Ojo, puede descubrir las leyes de la sabiduría.