Él [el faraón] representa las fuerzas temibles de Amón-Ra, señor de los tronos de las dos tierras, que está a la cabeza de Karnak, el carnero de pecho prestigioso que está en Tebas, el gran león nacido de sí mismo, el gran dios antiguo de la primera vez, regente de los ríos, rey de los dioses, señor del cielo, de la tierra, del mundo inferior, de las aguas y de las montañas; aquel cuyo nombre permanece oculto a los dioses, el gigante de un millón de codos, el dios de brazo poderoso que sostiene el cielo por encima de él, el de plumas altas; el viento sale de su boca para insuflar vida a todas las narinas; él se levanta con la forma del dios-luz para iluminar las dos tierras; y la crecida sube a partir de las emanaciones de su cuerpo, para vivificar todas las bocas que comen en todo momento cada día.
Papiro mágico ilustrado de Brooklyn
(segundo documento).
En una obra dedicada al pensamiento simbólico de los antiguos egipcios no podríamos pasar por alto su pensamiento científico, precisamente porque éste ha sido un tema mal tratado por mucho charlatán y ocultista que han divulgado entre el público una imagen completamente errónea de los descubrimientos de la civilización faraónica.
La situación se presenta de forma bastante sencilla; por un lado, la mayoría de egiptólogos consideran la ciencia egipcia como un balbuceo infantil, fruto de una civilización «prelógica» e incapaz de elaborar razonamientos «abstractos». Los griegos, afortunadamente (?), superaron este estadio primitivo y consiguieron fundar una auténtica «ciencia». Por otro lado, existen autores que, al no conocer la lengua egipcia, incurren en las explicaciones maravillosas de manera gratuita.
Ninguna de estas dos formas de proceder nos parece constructiva, y consideramos que el problema está mal planteado. Los contemporáneos sustituyeron lo que desdeñosamente llamaron los «ídolos» por la ciega veneración de la técnica, y de este modo juzgan a las antiguas civilizaciones con criterios inaceptables.
Los antiguos egipcios establecían una distinción muy clara entre el mundo del conocimiento y el del saber. Conocer es vivir la intuición, penetrar conscientemente en el interior de las causas vitales, crear en el hombre una armonía hecha a imagen de la armonía universal; conocer consiste en basar una sociedad en función del mundo de los dioses y de la pulsión dinámica de lo sagrado. A partir del conocimiento, de dimensiones infinitas, es posible poner a punto un saber y unos conocimientos técnicos que se revelan indispensables para afrontar con perspectivas de triunfo las pruebas de la existencia cotidiana.
Debemos abordar la ciencia egipcia con una mentalidad muy específica como sólo los grandes físicos de nuestra época han conseguido hacerlo. En cada momento de su experimentación astronómica o médica, el sabio egipcio parte de la causa divina que engendra el fenómeno material e intenta percibir el «porqué» antes de analizar el «cómo». Aunque se ha hablado mucho de la «ciencia misteriosa de los faraones», posiblemente se ha entendido erróneamente la naturaleza de este misterio. Los egipcios no alcanzaron un desarrollo tecnológico tan avanzado como el nuestro, pero sin embargo crearon una admirable red de relaciones entre las fuerzas creadoras del universo y el comportamiento cotidiano de los hombres.
La civilización egipcia es fundamentalmente activa, ya que sitúa el acto creador por delante de la contemplación y de la meditación. Lo esencial es encarnar incesantemente el flujo divino que atraviesa los mundos. Igualmente, según lo expresa Volten, la virtud es igual a la ciencia. El hombre virtuoso es el que conoce desde dentro la ciencia de la vida, esa ciencia que descubre en todo lo existente el principio creador. La moral y la respetabilidad social no se basan en criterios arbitrarios sino en esta «virtud conocedora» que orienta la dignidad humana hacia la Luz. Como señalaba Serge Sauneron, lo tradicional es asociar las actitudes sociales a las más elevadas preocupaciones espirituales; los hombres egipcios ejercían también una función simbólica en el contexto de sus actividades cotidianas.
Los grandes preceptos de la ciencia egipcia aparecen consignados en un escrito de mano de Thot, escrito que se remonta a los tiempos de los servidores de Horus. Esta sencilla anotación contiene ya información esencial. Thot, el creador de la lengua sagrada, da forma al mundo mediante la omnipotencia de los jeroglíficos; los servidores de Horus son seres espiritualmente evolucionados capaces de transmitir una visión consciente del universo. Cuando hacia el año 200 de nuestra era Flavius Clemens fundó una comunidad iniciática en Alejandría valiéndose de la simbología egipcia y el pensamiento cristiano, utilizó los cuarenta y dos libros secretos donde los médicos egipcios habían resumido sus experiencias sobre anatomía, fisiología, cirugía y farmacopea. No fue el único hombre de aquellos tiempos que se hacía eco del pensamiento faraónico y lo prolongaba, y la Edad Media supo conservar lo esencial del mismo.
Nadie nace sabio ni nadie nace inteligente, afirma el visir Ptahhotep. Nosotros tenemos que «crear» nuestra inteligencia y edificar nuestra sabiduría. Y el camino más seguro que conduce a esas realidades esenciales es el arte, el primer principio de la ciencia de la vida. El arte egipcio se alimenta efectivamente de un espíritu de verdad que exige la representación íntima de todo y no la reproducción mecánica de la apariencia. El artesano se inspira en Maat, la armonía cósmica.[15] No existe una palabra egipcia que signifique «artista»; lo que importa es la obra, no su artífice.
El arte egipcio es «científico» porque es el principal modo de actuar como los dioses actuaron y devolver el vigor a los arcanos que presidieron el nacimiento del mundo. Como justamente escribe Siegfried Morenz, «la creación del mundo adquiere para el egipcio el aspecto del artesanado, del engendramiento y de la palabra» (Religión, p. 219). El arte bien concebido es una palabra de Dios que se hace perceptible al conjunto de los hombres. Las corporaciones de constructores, de dibujantes o de grabadores no eran simples asociaciones de artesanos sino comunidades fraternales que trabajaban para la gloria del Principio y aplicaban las enseñanzas reveladas por los dioses. Al trabajar en la espiritualización de la materia, transmitían a la vez los secretos de los oficios y de las «formas de vida», si bien se mostraron muy discretos con respecto a sus ritos, y las representaciones artísticas que les conciernen son escasas. En la tumba de Amenhemet, sin embargo, vemos un banquete en el que participan el maestro de obras y todos sus hermanos, reunidos alrededor de la mesa. Se trata de un momento especialmente importante, cuando la multiplicidad se convierte en la Unidad.
Entre las manifestaciones más inesperadas del arte sagrado podemos citar las armas rituales (ASAE 47, pp. 47-75). «Fue Ptah quien modeló la lanza y Sokaris quien forjó tus armas», leemos en un texto de Edfú. Ptah, dios de los artesanos, es ante todo herrero y fundador; Sokaris es el orfebre. La entidad «Ptah-Sokaris» reina, por lo tanto, sobre las fuerzas más oscuras de la materia donde dormita la parcela divina del origen. El arma llamada khepesh asegura la valentía y el triunfo; Ptah es quien se la ofrece al faraón durante los preparativos del combate para que las preocupaciones se alejen del monarca. Algunas armas, como cascos o puntas de lanza, eran estrictamente rituales y no podían emplearse materialmente, de manera que la función del herrero, tan estrechamente vinculada al proceso alquímico, posee un significado espiritual muy profundo. Al utilizar las armas de Ptah-Sokaris, el rey de Egipto no es un vulgar combatiente que desea imponer el triunfo de su punto de vista sino que se hace cargo de las fuerzas vivas del mundo material para sacralizarlas.
El artesano, ese gran maestro de la ciencia sagrada, funda en parte su experiencia sobre la geometría viviente que descubre en la naturaleza. Los antiguos se refieren con cierta frecuencia a los métodos simbólicos que empleaban los constructores para erigir el templo, y debemos recordar que, en tiempos de los griegos, a Karnak se lo llamaba «el cielo sobre la tierra».
El conjunto de los templos de Tebas recibía el nombre de «la que enumera los lugares» o, según otra traducción, «la que da una cifra a las sedes». La función del templo consiste en determinar el número de cada cosa, es decir, la naturaleza profunda de cada «estado» de la vida. En el templo, el artesano egipcio se convierte en un «hombre de oficio», un ser que comulga con la materia, y de ella desprende su secreta belleza. Conocer el nombre supone adquirir conciencia de las potencialidades todavía no realizadas y favorecer su eclosión. Por eso, el arquitecto Senmut resumía admirablemente la vocación de todos los maestros de obras al declarar: «He tenido acceso a todos los escritos de los profetas; no había nada que yo no supiese de lo que ocurrió desde el inicio». Estas palabras no son fruto de la vanidad, pues en realidad lo que Senmut hace es asumir la responsabilidad de la obra por realizar y, más aún, del proceso interno que conduce a hacer realidad esta obra. Lo mismo que el rey, el maestro de obras se ocupa de «lo que hay después del inicio», es decir, de las potencialidades creativas inscritas desde tiempos inmemoriales en el destino del hombre. Al respecto podríamos mencionar las barcas solares que solían enterrarse cerca de las pirámides para ofrecer al monarca el medio de viajar por los mundos celestes; a esas barcas se las bautizaba con nombres como «el alma de los dioses» o «la estrella de Egipto». Los nombres de las barcas definían la ciencia simbólica de Egipto como una sorprendente preparación para el viaje del espíritu.
Desde este punto de vista, la arquitectura sagrada supone una manera extremadamente rigurosa de incluir el mundo humano en el mundo divino. En Karnak encontramos tres murallas; la de Amón-Ra-Montu al norte, la de Amón-Ra en el centro, y la de Mut al sur. Además de la simbología de la tríada creadora, esta disposición sugiere tres «grados» que hay que franquear, tres estados de conciencia por realizar. En todos los hombres encontramos esta triple muralla que la civilización céltica celebrará con otras formas y que apela a nuestro más profundo dinamismo: intentar dejar de vivir en la alternancia, no sufrir más las leyes de los contrarios sino cruzar las murallas divinas que protegen el centro del ser.
La filosofía egipcia, aunque no se expresa de manera racional, encierra un auténtico amor a la sabiduría. Evita cuidadosamente caer en la trampa de una mística individualista y pretende ser práctica y encarnada en lo real. Los textos egipcios nos animan a descifrar continuamente el lenguaje divino. El creador es a la vez «el que es» y «el que no es», constituye el punto de arranque de la realidad total del universo, que nosotros consideramos tanto como un conjunto de fenómenos armónicos (lo que es), como la estructura secreta de la vida (lo que todavía no es y lo que nosotros tenemos que «hacer que sea»). Este pensamiento no es simple metafísica sino que también regía la actividad humana, dado que, en el ámbito de la justicia, se debía explicar al visir «lo que es» y «lo que no es». El hombre que acude a un juez egipcio expresa lo que cree que debe defender y, mediante la magia del rito, consigue además expresar las fuerzas latentes de las que aún no había adquirido conciencia.
Es en la lengua egipcia precisamente donde debemos buscar los principios de la simbología. Este proceder es tan importante que no podemos abordarlo en este libro, pues para hacerlo comprensible se requiere una extensa presentación. Tomemos un ejemplo muy concreto: en egipcio, el nombre del dios Anubis puede escribirse inp —es decir, un compuesto de tres «raíces-madres», i+n+p— o bien, como se explica en el papyrus Jumilhac (VI, 6-7), Anubis recibió su nombre de su madre Isis. «Fue pronunciado —completa el papiro— respecto al viento, al agua y al yebel». Esta frase enigmática se explica sin embargo si sabemos que la i está simbolizada por una pluma que hace alusión al viento, que la n está simbolizada con una línea quebrada que hace alusión al agua, y que la p está representada por un cuadrado que hace alusión a la piedra del desierto. Una vez que hemos realizado esta primera descodificación, nos hallamos en presencia de una triple función de Anubis, que rige a la vez el aire, el agua y la piedra, y que regula su energía según el talante propio de sus características divinas.
Cada palabra de la lengua egipcia, como vemos, requeriría un estudio en profundidad para explicar toda su dimensión simbólica. Cada palabra, además, está ligada a un conjunto de palabras, de manera que conseguiríamos poner de manifiesto las raíces creadoras del pensamiento faraónico.
Si Thot es el gran maestro de los jeroglíficos, el faraón es el que los vivifica, igual que el emperador de China tenía la tarea de «rectificar» las denominaciones conservando el valor sagrado del lenguaje. El faraón, pastor de los hombres, es el garante de Maat, al que Serge Sauneron define en términos muy claros: «Maat es el aspecto del mundo que los dioses han elegido, es el orden universal tal como ellos lo establecieron, con sus elementos constitutivos esenciales, como el curso de los astros y la continuidad de los días, hasta las más humildes de sus manifestaciones: la concordia de los seres vivos, su piedad religiosa; es el equilibrio cósmico y la repetición regular de los fenómenos estacionales; es también el respeto del orden terrestre determinado por los dioses, la verdad y la justicia». (Los sacerdotes, pp. 27-28).
Los sabios, que son los depositarios permanentes de Maat, la verdad cósmica, son los jueces. Alrededor del cuello llevan una cadena de oro que los une a la verdad celeste e imprime a su alma una señal de la pureza que los hombres intentan respetar. Como sacerdotes de Maat, los magistrados consideran su trabajo un sacerdocio. Entre sus ornamentos rituales, la figurilla de la diosa Maat actúa como constante recordatorio del origen sagrado de su función (BSFE 68, p. 19).
Ya conocemos el caso del visir que voluntariamente castigaba a sus parientes cercanos para que nadie lo acusara de haberles concedido favores ilegales. Su comportamiento es tan culpable como el de quien saca provecho abusivamente de su cargo; el visir no respetaba a Maat, pues impartía castigos injustos en nombre de una idea falsa. El que «va demasiado lejos» traiciona la regla universal tanto como el que «no hace suficiente».
La voluntaria inserción de la civilización egipcia en una estructura cósmica otorga, como no podía ser menos, un lugar preeminente a la astronomía. Esta palabra resulta evidentemente insuficiente, ya que la ciencia celeste de los egipcios incluía a la vez la observación de los fenómenos y una aplicación religiosa y simbólica a partir de dicha observación. El cielo es la diosa Nut que cubre nuestro mundo con su cuerpo; sus piernas están situadas al Oriente y su boca forma el horizonte occidental. Por su gigantesco cuerpo circulan los planetas y el sol, remolcados por doce estrellas infatigables. Este mundo cósmico está fragmentado con puertas que el dios solar atraviesa cada día y cada noche, dibujando así un inmenso círculo energético que los sacerdotes propician a través del culto.
Uno de los puntos esenciales del cielo es lo que Egipto llama akhet y que de manera inexacta suele traducirse como «horizonte». En realidad, se trata del «lugar» cósmico donde se establece el contacto entre el infinito y el mundo temporal. Fue en este lugar donde surgió el primer montículo de tierra de la creación.[16] El akhet suele presentarse como una «montaña solar», según la excelente expresión de Champollion, como una esfera luminosa del mundo de arriba (brugsch). Al hombre que sabe observar se le propone que penetre en esta tierra directamente relacionada con la luz y que atraviese ese lugar abrasado donde reside la presencia divina. Estar en el akhet significa una forma de vivir el proceso mediante el cual la luz se engendra a sí misma y resulta perceptible.
Egipto, como en seguida veremos, es una civilización de mirada justa. Ni los griegos ni los romanos se engañaban cuando afirmaban que los egipcios escrutaban el cielo con la máxima perfección posible. Cuando tenía lugar la fundación del templo, el rey, en su condición de astrónomo, plantaba unos piquetes y, en compañía de la diosa Sechat, utilizaba un cordel. Una vez que había clavado en el suelo el jalón, el monarca utilizaba el cordel para trazar la circunferencia de un círculo y así reproducía el símbolo del universo en movimiento y lo encarnaba sobre el suelo.
Según el egiptólogo checo Zaba, la orientación de los edificios no obedecía al azar. Los egipcios conocían la precesión de los equinoccios[17] y sabían localizar el norte verdadero, es decir, la dirección del polo celeste. En todas las épocas, ese polo es sencillamente un punto imaginario situado en el extremo del eje imaginario que atraviesa la Tierra por el polo terrestre. «Una dirección —escribe Zaba— que va de un punto cualquiera de la Tierra hacia el polo celeste abatido sobre el horizonte es, por lo tanto, en todas las épocas, idéntica a la dirección que va desde el mismo punto hacia el polo terrestre proyectado sobre el suelo horizontal. Una vez localizada esta dirección, se puede abatir un punto de la derecha con ayuda de la plomada. La línea que unirá el punto elegible con el punto abatido de la derecha dirigido hacia el polo celeste constituirá la dirección sur-norte sobre la base horizontal del monumento que haya de erigirse».
«Conozco el movimiento de la bola del sol y de la luna y de las estrellas, cada uno según su lugar», afirma un texto. Por supuesto, se trata de un saber astronómico pero también de una aproximación vital a las leyes que rigen la vida celeste y, por consiguiente, la vida interior de los hombres.
La astronomía sagrada engendra naturalmente una geografía sagrada. Simbólicamente, la Tierra es un gran círculo en cuyo interior hay un anillo formado por las provincias de Egipto, cada una de las cuales constituye la protección en la tierra de una «fracción» del cielo. Bernard Bruyére, en su intento de comprender la estructura de Egipto, observa que la orilla occidental es de naturaleza femenina y maternal; es la «sede», la «morada del dios renacido», mientras que la orilla oriental es masculina y propaga la vida resucitada a través de los ritos de la otra orilla (Mert Seger I, pp. 58-59).
Con independencia del interés que pueda tener un estudio analítico de la geografía sagrada del antiguo Egipto, lo cierto es que el aspecto más importante es la correspondencia de los puntos vitales del país con las partes dispersas del cuerpo de Osiris. La cabeza, las manos, los pies, etc., presiden la fundación de numerosas ciudades y definen su naturaleza profunda. Precisamente, la función de las peregrinaciones y de los rituales es recomponer el gran cuerpo disperso y recrear la unidad a través de la multiplicidad. El culto a las reliquias durante la Edad Media obedece al parecer a la misma intención. Viajar, por lo tanto, significa «remembrarse» interiormente reuniendo lo que estaba disperso.
La ciencia consiste en conocer los nombres de todas las partículas vivientes y en obtener el dominio sobre el cielo, la tierra, el día y la noche, las montañas y las aguas, en comprender el lenguaje de los pájaros y de los reptiles. «Verás los peces del abismo, pues una fuerza divina planeará sobre el agua por encima de ellos», se le prometió a Neferkaptah. Los egipcios no se oponen al mundo que los rodea ni dividen su concepción de la realidad en «subjetivo» y en «objetivo», sino que intentan participar en el movimiento vital y en las incesantes transformaciones de la naturaleza.
Los corpus científicos y los tratados didácticos tienen, por lo tanto, menos valor que el «libro de vida», ese libro no escrito cuya descripción nos propone este cuento: «Está en medio del mar de Coptos, dentro de un cofre de hierro; el cofre de hierro contiene un cofre de bronce; el cofre de bronce contiene un cofre de madera de canelero; el cofre de madera de canelero contiene un cofre de marfil y de ébano; el cofre de marfil y de ébano contiene un cofre de plata; el cofre de plata contiene un cofre de oro, y en su interior está el libro. Y hay una legua de serpientes, escorpiones y reptiles alrededor del cofre donde está el libro, y una serpiente inmortal enrollada alrededor del cofre en cuestión». Esta hermosa simbología nos muestra claramente que es preciso pasar de cofre en cofre, de misterio en misterio y de un estado de conciencia a otro para dirigirse hacia el libro y encontrarse con la serpiente, que, según los gnósticos, representa la inteligencia verdadera que se desliza a través de todas las cosas, incluso las más opacas y las más materiales.
De forma natural llegamos entonces a la noción de magia y a las funciones sagradas del mago, plasmada como sigue en un diálogo recogido en el capítulo 99 del Libro de los muertos:
—¿Quién eres, quién viene?
—Soy un mago.
—¿Estás completo?
—Estoy completo.
—¿Estás equipado?
—Estoy equipado.
El mago es el hombre «completo» y «equipado» porque posee plena conciencia de las fuerzas creadoras localizadas en la raíz de la vida, a las que Philippe Derchain define como «un cuerpo de leyes que constituyen un sistema psicológico y filosófico tan práctico y necesario como lo son hoy para nosotros las ciencias exactas». (Le Papyrus Salt, 4).
La magia, que se sitúa antes del nacimiento de todos los tiempos y de los fenómenos concretos, es la ciencia más exacta que existe, puesto que se preocupa de favorecer la armonía y de colocar a cada persona en el lugar que le corresponde dentro de la construcción universal. Además, el mago trabaja a partir del símbolo, que no es una imagen poética de la realidad sino su aspecto más secreto. Vivir el símbolo a través de la acción mágica supone vivir lo más real y traducirlo en un rito que servirá de «base de partida» a los demás hombres.
Podemos ilustrar este procedimiento con el ejemplo del viaje iniciático tal como aparece en el Libro de los muertos. El hombre abandona la tierra profana y se dirige hacia la necrópolis con la esperanza de descubrir los caminos de la sabiduría. Desde el principio se enfrenta a «enemigos», sus propias insuficiencias internas, y debe rendir cuentas a su conciencia. Gracias a la acción mágica llega a comprender los símbolos que ha encontrado a lo largo de su vida y a dominar los elementos. Cuando alcanza el equilibrio de su «materialidad» gracias al dominio de la tierra, y la plenitud de sus sentimientos gracias al dominio del agua, la claridad de su inteligencia por el del aire, y la irradiación de su espíritu por el del fuego, se reviste con numerosas formas divinas y sube a la barca solar donde se celebra el «juicio» de Osiris. Su «glorificación», o exaltación de su llama interior, depende de su conformidad con el orden cósmico.
Los «conjuros» mágicos están principalmente destinados a proteger a los viajeros, «equipándolos» con las posibilidades espirituales necesarias para la realización personal. Por eso, gracias a la magia, se «abre el corazón» de los viajeros. El señor de la tierra consagrada, el dios Anubis, situado «a la cabeza de la tienda del dios», practica los actos de purificación que preceden a la divinización del iniciado, a su entrada en la fraternidad de los dioses. Todos los sacerdotes egipcios son por definición uâb, un «purificado». Solamente la magia es realmente purificadora, ya que despoja al ser de sus falsos rostros y le ofrece la máscara hierática del dios, tal como se reveló cuando tuvo lugar el nacimiento del mundo.
La magia egipcia tiene la vocación de despertar el fuego, de hacer que surja la llama de la ofrenda que crea un vínculo incorruptible entre el cielo y la tierra. Existe un texto magnífico que celebra la llama en los siguientes términos:
Oh, tú,
la grande,
tú que te vas lejos,
tú que siembras la esmeralda,
la malaquita y la turquesa,
que con ellas haces estrellas:
si tú resplandeces,
yo resplandeceré también,
y así resplandecerá el alimento de los vivos.[18]
El fuego interior del hombre crea sus «estrellas», sus posibilidades de irradiación y de enseñanza que alimentan verdaderamente a la comunidad humana. Durante el ritual de regeneración del rey, en el templo de Soleb, se procedía a la ceremonia de «encender la lámpara», en la que participaba una enigmática «santa madre», símbolo de la tradición espiritual de Egipto. El propio faraón era una inmensa llama ritual que iluminaba la «doble tierra», a la que ofrecía «vida, salud y fuerza».
El fuego sacralizador se traducía también en la simbología de la ebriedad. Conocemos el pasaje de un himno a Amón donde se dice del dios:
Tú proporcionas la ebriedad,
incluso si no bebemos.
Resulta evidente que se refiere al tema de la sobrieta ebrietas, tan apreciado por el esoterismo musulmán, esa ebriedad divina que desvela la verdad del fondo del corazón y descubre los pensamientos más ocultos del alma. La diosa Hator es a la vez alegría y ebriedad sagrada; ofrece a los hombres el vino del conocimiento, semejante a la corriente de la inundación que en la fiesta Uag reanima a los muertos. El vino santificado por la diosa hace que la conciencia pase del torpor al despertar, y el hombre se ve invadido por una corriente de alegría de modo que, de forma mágica, se ha puesto en consonancia con la vida más generosa (BSFE 57, pp. 7-18).
La magia, que ahora empezamos a vislumbrar como la ciencia de las fuerzas vitales, se traduce también en objetos simbólicos, y muy especialmente en el sarcófago, que en lengua egipcia se llama «poseedor de la vida». No perdamos nunca de vista que los ritos llamados «funerarios» son ritos del despertar a la vida celeste y no momentos de desesperación. Alrededor del sarcófago existe un campo simbólico que se concreta en amuletos como coronas, el ojo completo, las dos plumas, la escuadra, el nivel, la escalera y el sol que aparece por el horizonte. En esta breve enumeración se pone claramente de relieve que los amuletos son portadores de significados simbólicos y que constituyen otros tantos «instrumentos» útiles para el viaje iniciático.
Las coronas, por ejemplo, ofrecen al iniciado una forma de pensar conforme al dinamismo del cosmos, mientras que la escuadra, a su vez, le enseña a aplicar con justicia las leyes de Maat. Pensemos también en el sorprendente remo del dios Ra, un remo que no se moja al contacto con el agua ni arde en la llama. El remo del sol, que sufre modificaciones al contacto con elementos exteriores, describe el movimiento perfecto que permite a la barca de los dioses superar los obstáculos en este mundo y en el otro.
La magia sagrada está presente en todos los instantes de la vida cotidiana. En el parto, por ejemplo, la futura madre comía miel y un pastel elaborado con sus propias manos. Un texto ritual nos ilustra sobre el significado de esos actos: «Pan de nacimiento fresco. Yo te traigo una emanación del dulce Ojo de Horus». Según Chassinat (BIFAO X, pp. 183-193), el ritual del parto podría ser una aplicación derivada de la apertura de la boca, y a la madre se la consideraría muerta y luego resucitada. Además, como matriz comparable a la diosa que gesta a los dioses, efectivamente da a luz a un ser totalmente nuevo, portador de un nuevo Verbo. El parto es una ilustración terrestre del origen abstracto del mundo y resitúa a la familia en un contexto sagrado; en cierto modo, se repite la creación primordial. El recién nacido es el símbolo del primer dios manifestado, y sobre sus frágiles hombros recibe el peso del universo entero que, como hicieron sus predecesores, deberá sacralizar con su pensamiento y su existencia.
El tema del parto nos lleva a abordar la ciencia médica del antiguo Egipto, muy desarrollada en determinados ámbitos. Los egipcios sabían reducir las fracturas y cauterizarlas, probablemente habían descubierto productos como la penicilina y la aureomicina y practicaban con eficacia varios tipos de operaciones quirúrgicas. Las dificultades lexicográficas dificultan un conocimiento exacto de su nivel técnico; no obstante, es posible —y sin duda más importante— escrutar el «estado mental» de la medicina egipcia. Ésta es una ciencia sagrada, pues los médicos son sacerdotes que han recibido una iniciación y practican regularmente los ritos simbólicos. Fórmulas del tipo «principio del remedio que Ra elaboró para sí» (papyrus Ebers) demuestran que los dioses crearon la medicina para garantizar una buena distribución de la energía en toda clase de cuerpos, ya fuesen divinos, humanos o terrestres.
Si para curar un resfriado se encomendaban a «Thot de la gran nariz», no lo hacían por el mero placer de una fácil analogía sino para buscar en la estructura de las fuerzas causales la «pieza» que falta en el cuerpo humano y lo hace defectuoso. «El secreto del médico —afirma el papyrus Ebers— es su conocimiento de los movimientos del corazón y su conocimiento del corazón». Aunque sin duda es un problema fisiológico, también tiene una dimensión espiritual, pues la fisiología es la imagen humana de la inmensa red de funciones vitales inscritas en el universo. Existe, por lo demás, una estrecha similitud entre la circulación del agua del Nilo y el sistema sanguíneo. Los canales de riego son los vasos del organismo, y cualquier alteración en el gran cuerpo de la naturaleza repercute en el pequeño cuerpo del hombre. El sacerdote-médico es el maestro de las «circulaciones», que vela por que nada se estanque. Cuida con gran atención las plantas medicinales porque nacen de la madre Tierra y contienen su dinamismo benéfico, aunque, por supuesto, es indispensable conocer la naturaleza de la planta y «dosificar» sus efectos en la balanza de la verdad.
Esta visión de la medicina no puede desvincularse de lo sagrado. El sacerdote egipcio no solamente cura al hombre para liberarlo del dolor, sino también para «reinsuflar» elementos dinámicos a su organismo, de modo que el hombre que sana puede volver a considerar su cuerpo como una totalidad simbólica.
La transición de la enfermedad a la salud es el resultado de una mutación que entra en el campo de la alquimia. Cuando pronunciamos esta palabra, los ambientes egiptológicos sufren un pequeño escalofrío, y de inmediato se piensa en alguna ciencia oculta nacida en períodos de degeneración. Como mucho, todo el mundo coincide en afirmar que esta seudociencia vio la luz en el Egipto grecorromano.
De hecho, el estudio de la alquimia reposa principalmente en una definición. La palabra «alquimia» suele traducirse como transformación de una materia vil en materia noble, y más específicamente en oro. La mayoría de egiptólogos estiman que Egipto no conoció esta técnica. Podríamos presentar argumentos que refutaran lo anterior, pero no es ésta nuestra intención, pues preferimos ceñirnos a otro aspecto de la alquimia, el que la concibe como la transmutación del individuo profano y su divinización. La «doctrina» faraónica es muy clara sobre este último punto.
Recordemos como anécdota que muchos autores de la antigüedad clásica consideraban Egipto como un país de alquimistas, entre los cuales destacaba el visir Imhotep, que era también médico y arquitecto. La misma palabra «alquimia» procedería de una raíz egipcia, kem, que significa «negro». Simbólicamente, el sol negruzco y fértil representaría la «materia prima» rica en potencialidades por desarrollar.
El título de gran sacerdote de Ptah, es decir, de «gran maestro de la obra», resulta revelador. La obra de la que era responsable corresponde exactamente a la que tuvo a su cargo el abad de la Edad Media: orientar a los hombres hacia la Luz haciéndolos pasar del estado limitado de su individualidad al estado de comunión con lo universal. Cuando el iniciado se presenta en la necrópolis de Ro-Setau, encuentra ante sí una vía de agua y una vía de tierra separadas por un muro de fuego. No debe tomar rutas secundarias para llegar a ser un «maestro de la obra», que sabrá recorrer la vía seca y la vía húmeda, que la alquimia occidental cita con mucha frecuencia.
Si admitimos que una gran parte de la simbología alquímica se fundamenta en el tema del oro, hay en Egipto datos determinantes.[19] El oro, símbolo de lo imperecedero, traduce el esplendor de la vida divina. El oro de los dioses, estrechamente ligado a las funciones solares, también se ilustra en la persona del rey, «montaña de oro que ilumina todo el país». Como materia que constituye la carne de los dioses, el oro irradia en el naos una luz que sólo conocen los que han recreado en sí mismos la luz.
El término egipcio pâpâ significa a la vez «lucir» y «traer al mundo». Es precisamente en la «morada del oro» donde los artesanos traen al mundo las estatuas vivientes y las «cargan» de un resplandor creador. La misma sala del sarcófago es una «morada del oro» porque en ella se practican ritos de resurrección. «Tú renuevas la vida —le dice Isis al dios escarabajo Kheper— por medio del oro que sale de tus miembros». Kheper reina sobre las transformaciones indispensables de la conciencia a lo largo de la vida humana, y parece claramente que el oro es el sustrato permanente de las transmutaciones y que incluso es su agente.
«Por el Horus de Oriente el desierto produjo la plata y el oro», proclama un papiro de Bulaq. El Horus de Oriente era uno de los símbolos más destacados del hombre que se realiza a plena luz, y vemos que la ofrenda del oro corresponde al nacimiento más puro de la luz creadora.
El proceso de «putrefacción» alquímica, un momento capital en que los elementos naturales se disocian antes de su renacimiento, se puede comparar al dios egipcio Khonsu. Amón, «el oculto», renace con el nombre de Khonsu gracias a la «corrupción» de otros seres; él es el eterno anciano que vuelve a ser eternamente joven, el estado antiguo de la materia rejuvenecida que descubrimos en numerosos grabados alquímicos.
En cuanto a la multiplicación alquímica, o expansión de la Unidad a través de las innumerables formas manifestadas, la encontramos registrada en la teología egipcia más conocida. La divinidad única, en efecto, se revela con actos de los que nacen formas divinas masculinas y femeninas. Así se multiplican las formas del ser que carece de forma y los nombres del Uno que carece de nombre. Dios es, por otra parte, «el que multiplica sus nombres» (ASAE IX, pp. 64-69).
Más sorprendente todavía resulta el texto que relata la creación de Tebas, la ciudad de Amón:
Dios la hizo,
Él la creó,
Él la coció con la llama de su Ojo
en las tierras a orillas del agua.
Él le concede el don
de gozar del calor del uraeus,
grande de llama.
Esta creación alquímica de la ciudad santa practicada por el Ojo y el fuego no puede disociarse de los dos grandes movimientos característicos de la espiritualidad tradicional: la trascendencia, o aspiración del hombre a Dios, y la inmanencia, o encarnación de lo divino que se ha hecho perceptible al hombre. Esta teoría la resumirán los alquimistas como solve y coagula que hay que practicar juntas y en el mismo instante.
La alquimia faraónica nos parece más viva cuando la describimos a partir de la simbología general, en lugar de hacerlo en función de técnicas materiales desaparecidas o hipotéticas. Una vez más, observamos que esta ciencia sagrada, como las otras, impregna la vida cotidiana del hombre egipcio. La alquimia, efectivamente, utiliza los dos alimentos más comunes, el pan y la cerveza, como dos componentes simbólicos de base. Sabemos que Zósimo de Panópolis, alquimista alejandrino del siglo IV, utilizaba la hermosa cebada clara en la fabricación de la Gran Obra, la cebada que servía a la vez de alimento material y alimento espiritual. Elemento sólido y elemento líquido, ofrecen dos caminos complementarios análogos a la «casa de la llama» y a la «casa del agua» que delimitan el camino hacia el vaso misterioso donde están contenidos los «humores» del dios. Este vaso, al que Paul Barguet ha comparado justamente con el Santo Grial medieval, sirve de refugio a la linfa divina, el elemento más sutil del cuerpo del universo y del cuerpo humano.
En cualquier caso, todas las formas científicas que hemos mencionado tienden al conocimiento de lo «sutil», de lo «impalpable» y de lo que nosotros llamamos lo «irracional». La realidad no está sujeta a la lógica humana, por lo que es normal que el pensamiento de los antiguos egipcios no se sujete a un estricto racionalismo. Egipto reconocía la perpetua movilidad de la vida, y por eso creó «ciencias» capaces de registrar esta dinámica.
Además, todos los aspectos de la naturaleza están íntimamente ligados entre sí por la espina dorsal de los símbolos. «Para los pueblos cuya existencia está profundamente vinculada a los propios cambios del universo, la vida de todos los días, incluso la más común y necesaria, reviste un sentido profundo, cósmico», escribe François Daumas. (La Vie dans l’Égypte ancienne, p. 17). En cada momento del ciclo agrícola, por ejemplo, está presente lo divino consagrando el trabajo del campesino; el campo es el cuerpo, y el hombre que conoce la naturaleza profunda del campo conoce la sabiduría de la tierra. Los agricultores participan directamente en los misterios más elevados, puesto que la pasión de Osiris es comparable a la aventura del grano muerto y resucitado; una idea que recuperarán los misterios de Eleusis y también las parábolas cristianas. El campo así concebido representa al conjunto de las potencias de la materia; es receptáculo de lo sagrado, y el acto de cultivar la tierra se convierte en el cultivo de uno mismo.
Cuando se introduce la semilla en la tierra se está procediendo a un entierro ritual. La semilla, muerta en apariencia, dará la vida y todos pueden reconocer ahí la acción de Osiris, que nos incita a un renacimiento interior a partir de nuestra muerte cotidiana. Si el artesano, el magistrado o el médico son «tipos» simbólicos del iniciado, lo mismo cabe decir del labriego, como ilustra este diálogo (Ldm, capítulo 189):
—Trabajaré mis campos —afirma el iniciado.
—¿Quién te los arará? —pregunta un dios.
—Será el dios más importante del cielo y de la tierra; llevarán [para mí] la carreta con el toro Apis, que preside a Sais, y cosecharán para mí con Set, señor del cielo del norte.
La labranza celeste vuelve a aparecer en otro pasaje del Libro de los muertos (cap. 99): «El que conoce esta fórmula podrá salir al campo de chufas; le daremos pastel, cántaro de cerveza y pan del altar del gran dios, y un campo de una hectárea de cebada y trigo; y serán los servidores de Horus los que los cosecharán; podrá consumir la cebada y el trigo y podrá frotarse con ellos las carnes, y sus miembros serán los de esos dioses».
La agricultura, un modo de divinización, se completa con la domesticación de los animales. El rey en persona dirige esta actividad; en efecto, domesticar a los animales salvajes cazados equivale a devolver al orden lo que se hallaba en estado caótico e informe. El instinto animal, una vez disperso, se convierte en fuente de energía.
El conjunto de las disciplinas científicas queda unificado por el «calendario» de las fiestas y los rituales celebrados a escala de la comunidad egipcia. Durante la fiesta, las divinidades salen del templo y se manifiestan a todos. Cada hombre ocupa su lugar en el orden mantenido por el rey, y ejerce su función «científica» para incrementar el potencial de conciencia. De ahí se desprende que la educación, concebida como transmisión de una ciencia del espíritu, es una disciplina rigurosa.
La educación sagrada, que es una preparación para la vida del espíritu, fue formulada minuciosamente por el gran visir Ptahhotep, del que más adelante ofreceremos algunas máximas. «Un hijo obediente —escribe— es un servidor de Dios». Esta obediencia no es una sumisión ciega sino un reconocimiento de la realidad que crea el mundo. Para alcanzar una buena condición, el hijo obediente deberá escapar al mal por excelencia, al vicio incurable de la avidez unida a la avaricia. El hombre que aspira a preservar para sí mismo su experiencia interior y el que intenta robar la experiencia del prójimo para su propio y exclusivo beneficio están condenados por igual a la más dolorosa ignorancia.
Esta clase de personajes son fatalmente apasionados y pendencieros. ¿Cómo doblegar al que «habla mal», esto es, al polemista? No concibiendo pasión contra él ni oponiéndose a sus críticas. Su error se revelará por sí mismo, y se dirá de él que es incapaz de percibir las leyes divinas.
Sobre todo, nos pide Ptahhotep, «no digas una vez una cosa y luego otra; no confundas una cosa con otra». El conocimiento rehuye al aficionado y al impreciso; reclama de nuestra mente una atención constante y un gran rigor en nuestro camino espiritual. Por ese motivo, «El que habla en el consejo debe ser un artista; la palabra es más difícil que cualquier otro trabajo».
Reconocemos en estas palabras la primacía del Verbo creador propio del hombre entendido. La ciencia del antiguo Egipto es ante todo conciencia de las realidades espirituales, transcritas luego en ciertas técnicas, y se sustenta en la manifestación de la Palabra que nombra las cosas y los seres. Los jeroglíficos registraron el Verbo en sus múltiples aspectos y conforman el aspecto esencial de todo método científico, pues ofrecen al estudioso los principios fundamentales de la realidad.