El augusto sol alado muestra su cabeza por la mañana. Sale del Nun (el océano cósmico) para dirigirse al cielo. Se eleva hacia las alturas celestes sobre el brazo de las dos hermanas. Vuela por el cielo lejano mientras la tierra se ilumina. Cuando recorre el cielo y cruza la bóveda celeste, sus dos ojos están fijos en su estatua de culto. Su ba viviente ha venido del cielo y cada día se posa sobre su estatua de culto.
(Texto de Edfú por F. Daumas,
en Les Mammisis des temples égyptiens, p. 288).
Una civilización se define por aquel valor creador que considera esencial, un valor del que se desprenden todas las formas de pensamiento y de sociedad. En la Edad Media, por ejemplo, la palabra clave creadora era «Jesucristo», al que se consideró como el maestro de obras de las catedrales, el rey de reyes que se encarnaba en el monarca, o el dios al que los creyentes otorgaban su plena confianza. En la época moderna, el principio «creador» ya no se busca ni en la religión ni en el simbolismo. Adoramos sobre todo al dios «economía» y a su par la «economía política», es decir, los factores más perecederos e inhumanos que puedan existir. Los crímenes más abyectos se justifican cuando se cometen en su nombre. La Edad Media terminó definitivamente en los primeros años del siglo XVI; aunque nos parece muy próxima en el tiempo, su razón vital nos resulta en realidad bastante ajena. En tales condiciones, resulta indispensable, para poder adentrarnos en el núcleo de la civilización egipcia, olvidar los habituales criterios de nuestra sociedad. Si nos referimos a Egipto, la referencia fundamental es el perpetuo resurgir de lo divino. Cuando los hombres adquieren conciencia de lo sagrado que a cada instante emana de este resurgimiento, dejan de sufrir su existencia y crean una auténtica realeza.
Los dioses, según la expresión de Derchain, son emergencias múltiples, puntos de concentración de la energía universal. Imaginemos el universo como un océano de energía ilimitado; cada parcela viva se baña en este océano pero, en su soledad, no puede adquirir una consistencia real. Cada dios, concentrando en sí mismo energías diversas, puede salir de lo universal y hacerlo tangible. Esto equivale a decir que los dioses y diosas son otras tantas vías al alcance del hombre para acceder a la unidad. El templo reúne las innumerables energías divinas y les infunde coherencia. Del mismo modo, los sacerdotes se ocupan del mantenimiento de la armonía divina, de la transformación del espíritu en materia sagrada y de la espiritualización de la materia.[10]
Ésa es la razón por la que deben llevarse al templo todas las riquezas, donde la acción divina las santifica y purifica, de manera que luego puedan repartirse entre los hombres conforme a la equidad. El potentado, ya se trate de un individuo o de una colectividad, da un mal uso a sus riquezas porque no mantiene ningún contacto con los dioses. Los hombres del templo practican la comunión con lo divino de manera permanente, y no persiguen un beneficio personal sino la armonización de la sociedad de su época. El templo es el lugar privilegiado donde se revela el poder divino; es la única institución que escapa al dominio de lo individual y a sus inevitables defectos.
Cuando aparecen los dioses, deja de existir el tiempo. Lo que llamamos el pasado y el futuro son meras ilusiones que permiten escapar del presente de la conciencia. Tal y como señala Paul Barguet, los textos religiosos egipcios no incluyen ninguna noción de tiempo; «cada acción, que se repite eternamente —escribe Barguet—, ha sido, es y será sin cesar».[11] Es una constatación importante, pues nos permite vislumbrar el precepto fundamental del pensamiento egipcio que afirma que lo divino se encarna en el instante. Dios no se insinúa suavemente en el alma humana sino que la golpea con un violento rayo de luz. Es el faraón, hijo y señor de los dioses, quien la hace nacer.
Tres son todos los dioses, tres ciudades iluminan la tierra egipcia: Heliópolis, Menfis y Tebas. ¿A qué obedece el número tres, cuyo valor sagrado tan a menudo se cita en los textos egipcios, si no es para poner de relieve la función «ternaria» del pensamiento? El hombre esclavo de su vida sólo razona en función de dualidades, oponiendo incesantemente el bien y el mal, las luces y las tinieblas, lo que le es favorable y lo que le resulta desfavorable. Se sitúa así fuera del movimiento vital que reposa en el número tres, en la conciliación de contrarios. A los antepasados se los define como «los que saben escuchar a los dioses» porque no se limitan a la condición humana; continuamente buscan esa «chispa divina» que dormita en el fondo de cada uno de nosotros. Los antepasados saben que debemos resolver las oposiciones y descubrir el tercer término creador que nos liberará de las contingencias de un tiempo particular.
Los antepasados son también los que nos preceden. No nos enseñan a venerar el pasado sino que nos impulsan a mirar la vida cara a cara, a descubrir en cada una de sus manifestaciones el elemento intemporal que nos confiere nuestra auténtica dignidad.
¿Con qué medios investigamos el enigma planteado por los dioses? Por supuesto, admitimos que crean el mundo a cada instante e intentamos de inmediato percibir cómo se produce la creación. Es un interrogante al que responden las leyendas y, más exactamente, las cosmogonías.
Los egipcios, igual que los chinos y los hindúes, tuvieron la sabiduría de no componer ningún «libro docto» definitivo y dogmático; en su lugar nos proponen varias soluciones, distintas cosmogonías capaces de «hablar» a las mentalidades más distintas. Al contrario de lo que opinan algunos analistas, estas formas de creación del mundo no son contradictorias sino que suponen distintos enfoques de la «última verdad», y es precisamente su diversidad lo que puede darnos la imagen más exacta. La cultura faraónica, que ignora la excomunión de los hombres y de las ideas, que rechaza encerrarnos en una afirmación definitiva, nos invita a conocer la permanencia dentro de la falta de permanencia.
La cosmología de Heliópolis nos enseña que antes del nacimiento de todo existía un océano de energía inmóvil, oscuro y frío. De súbito se produjo una vibración que adquirió el nombre de Atum, cuyo nombre egipcio significa a la vez «el que es» y «el que no es». Atum se creó a sí mismo mediante un acto incomprensible para la mente humana. Tras despertar en el océano de energía, decidió seguir creando; mediante un escupitajo o mediante la masturbación, según las versiones, engendró una pareja divina, Shu y Tefnut. El primero reina sobre el principio de lo seco y la segunda sobre el de la humedad. Los alquimistas asumieron precisamente esta simbología para proceder a la creación de la Gran Obra.
Shu y Tefnut, que se convertirían en la pareja de leones guardianes del universo, engendraron otra pareja, el dios de la tierra, Geb, y la diosa del cielo, Nut. En esta fase, el cielo y la tierra están estrechamente unidos y no permiten la aparición de la humanidad. Shu, al advertirlo, separa el cielo de la tierra.
Geb permanece tendido mientras Nut se eleva por encima de él y forma un arco con su cuerpo. El cielo y la tierra se unen y de esta unión nacen dos nuevas parejas, Osiris e Isis, Set y Neftis. Se ha completado la creación.
Esta cosmogonía de Heliópolis «pone en escena» a los grandes dioses que rigen la vida de Egipto. Atum se manifiesta como el garante de la unidad increada; Shu y Tefnut garantizan las condiciones de la vida en el cosmos; Geb y Nut son las fuerzas organizadoras de nuestro mundo, y sus cuatro hijos mantienen la vitalidad de los seres humanos. Horus y Set, por ejemplo, unas veces son complementarios y otras antagónicos; cuando son antagonistas, libran un perpetuo combate que los dioses se ven obligados a arbitrar. Cuando son complementarios, unen luz y potencia a fin de disipar cualquier obstáculo nefasto para la evolución humana.
Los dioses que acabamos de mencionar forman la gran enéada. El número nueve es a la vez el de la creación original y el de la redención; quien encuentra el mensaje de las nueve divinidades se convierte en un hombre total, un hombre de las dimensiones del universo.
En la cosmología menfita, el primer dios es Ptah, llamado ta-tenen, es decir, «tierra que se levanta» o, según otras traducciones, «tierra emergida». Ptah se crea a sí mismo y, para manifestar la vida, engendra ocho formas de sí mismo. Las principales son: Atum, que es su pensamiento; Horus, que es su corazón, y Thot, su lengua. Como vemos, el acento recae en el Verbo, el demiurgo que va constituyendo poco a poco el mundo con su voz.
Para la cosmología hermopolitana, es Thot quien se despierta a sí mismo en el caos de los orígenes. Con su voz llama a la existencia a una octóada compuesta por cuatro ranas macho y cuatro serpientes hembra. Estas entidades divinas llevan por nombre «Noche», «Tinieblas», «Misterio» y «Eternidad». La octóada se instala en la tierra y desempeña la que será su función esencial: traer al mundo un huevo del que saldrá el sol destinado a organizar el mundo.
La cosmología tebana nos habla en primer lugar del océano primordial donde dormita Amón. Cuando éste se despierta, pisa un fondo que se convertirá en la ciudad de Tebas. Tras la aparición de la conciencia divina, Amón hace que emerja el terreno en donde se apoyaba y le infunde consistencia. Lo seca para manifestarlo y crea entonces una octóada. En algunas versiones aparece como un sol que sale del loto, imagen relacionada con un mito según el cual un botón de loto expandió su corola por encima del océano cósmico, al inicio de la vida. Sobre esta corola apareció el niño Sol; de las lágrimas del niño Sol nacieron los hombres, pues las palabras «lágrima» y «hombre» se construyen en la lengua jeroglífica con la misma raíz.
Podríamos mencionar otras cosmogonías y otras leyendas. Vale la pena que recordemos un himno a Ptah por la precisión de su simbología:
Salud a ti,
en presencia de tu congregación de dioses primordiales,
a los que hiciste después de manifestarte como Dios.
Oh cuerpo que ha modelado su propio cuerpo,
cuando el cielo no existía,
cuando la tierra no existía,
cuando la crecida del río no subía.
Tú uniste la tierra,
tú reuniste la carne,
tú diste el número a tus miembros,
tú estás en el estado del Uno.
Ningún padre te engendra durante tu manifestación,
ninguna madre te da a luz […][12]
La mentalidad racional pierde pie en este relato de la creación, no así el pensamiento intuitivo, que encuentra en él un alimento incomparable. Cuando creemos conocer el proceso de la creación gracias a la exposición particular de una congregación de sacerdotes, descubrimos otro. Ninguno de los dos es enteramente verdad, pero ninguno es tampoco del todo falso. Cada uno de nosotros debe experimentar en su interior estos sistemas de génesis para extraer la «médula sustancial» y ampliar su visión del mundo.
No pretendemos interpretar los modos de creación, ya que, para mantener cierta coherencia, esta interpretación requeriría todo un libro. Sencillamente queremos mencionarlo para mostrar la función primordial de los dioses de Egipto como agentes del principio creador y organizadores de la vida.
La espiritualidad faraónica es una y múltiple; una porque todos sus esfuerzos tienden a la manifestación del Uno; múltiple porque estima que la religión es un conjunto de vínculos liberadores que unen a los hombres. Al lado de la unicidad divina se desarrolla el simbolismo de la androginia divina aplicada a grandes divinidades creadoras como Ptah, que es «Padre de los padres de todos los dioses», pero también la Madre que da a luz a las divinidades. El caso de Opet, diosa a la que se dedicó un templo en el recinto de Karnak, es más sutil; Opet puso en el mundo a los dioses y engendró la luz en Tebas, pues el término técnico utilizado para «engendrar» se aplica normalmente a los machos. Esta precisión lingüística fundamental prueba el carácter «bisexuado» del principio divino llamado Opet (BiAe XIII, pp. 159-160). Rochemonteix definió a Opet como un recipiente que recibe los gérmenes fecundantes; al convertirse ella misma en germen, asume una función fecundante y se presenta como fuerza creadora que se engendra a sí misma.
El Nilo, manifestación terrestre del gran río celeste que mantiene la vida de las estrellas, es mitad hombre mitad mujer.
El agua es un elemento masculino, la tierra irrigable es el elemento femenino. Unidos, simbolizan al Padre y a la Madre de todo[13] En el templo ptolemaico de Esna encontramos un texto que profundiza en la noción de androginia:
Eres la señora de Sais;
Tañen, cuyos dos tercios son masculinos
y un tercio femenino;
diosa inicial misteriosa y grande
que empezó a ser el principio
e inauguró (?) todo.
(Mélanges Mariette, pp. 240-242).
En este caso, la androginia se considera como una proporción armónica entre lo masculino y lo femenino, y no se equipara a un «más» o a un «menos» sino que alude a dos fuerzas creadoras complementarias. Y esta enseñanza egipcia también se encuentra en el esoterismo de los escritos herméticos donde se nos habla de la Inteligencia suprema, el Nus macho y hembra. Vivir la androginia —es decir, percibir las cualidades «emisoras» y «receptoras» de cualquier partícula viviente— sitúa al hombre como un tercer término, es decir, como un «hacedor» de armonía.
La divinización del hombre comunitario y la armonía son sin duda conceptos clave para llegar a comprender el pensamiento egipcio. Creo que resultará más comprensible si esbozamos la simbología de algunas divinidades egipcias, especialmente la de Atum y Amón. Atum es el dios esencial de la religión egipcia más antigua, admirablemente expuesta en los Textos de las pirámides; poco relevante durante el Imperio antiguo, Amón se convirtió en el gran dios del Estado durante el Imperio nuevo.
Atum, padre de todos los dioses, adopta formas muy distintas, como la anguila, el lagarto o el icneumón. Solo en el abismo antes del nacimiento del tiempo y del espacio, crea la cadena de obras y trae al mundo el principio «hermano» y el principio «hermana» para que todos los elementos creados queden indisolublemente unidos entre sí. Atum, definido como «lo que es», preside, tal como su propio nombre indica, las ideas de totalidad y de plenitud y nos invita a hacer de nuestra existencia una obra coherente y acabada. Definido como «el que no es» o como «el que todavía no es», nos incita a aceptar nuestra parte de sombra, nuestra parte misteriosa que alberga las fuerzas vivificantes en estado potencial y no manifestado.
Cuando realmente hayamos adquirido conocimiento de algo, constataremos que nuestra ignorancia ha aumentado; no extraigamos consecuencias pesimistas de este hecho; afirmemos la voluntad de adentrarnos en las tinieblas para descubrir la luz oculta. Al punto acude a nuestra mente la «docta ignorancia» de Nicolás de Cues o la teología negativa de Dionisio el Areopagita, quienes consideraban la ausencia de voluntad de conocer como un pecado mortal, mientras que la ignorancia consciente es un magnífico dinamismo de la mente.
«Salud a ti, Atum —proclama el capítulo 79 del Libro de los muertos—, tú, creador del cielo, hacedor de lo que existe, tú que sales de la tierra, tú que produces las semillas, señor de lo que es, tú que traes al mundo a los dioses, gran dios venido a la existencia de sí mismo, señor de la vida, tú que haces prosperar a los humanos». Atum creó las fuerzas espirituales que forman la sustancia íntima de la luz; él da belleza a la forma, él diferencia el rostro de las fuerzas divinas procedentes de la raíz de su ojo (Ldm, cap. 78).
Cuando brilla el sol en el oriente del cielo, Atum se levanta por encima del horizonte. Él es esa claridad del instante a la que nos es dado acceder si poseemos las cualidades espirituales simbolizadas por los dioses que componen la tripulación de su barca celeste; estas cualidades son sia, la intuición de las causas, hu, el sentido del Verbo creador, y Thot, la inteligencia constructiva.
Para llevar a buen término su creación de cada instante, Atum utiliza la inteligencia, que tiene su sede en el corazón conciencia del hombre y se traduce en la fuerza divina llamada Horus; es el elemento motor, alimentado por la voluntad que reside en la lengua, y se traduce en Thot. También Atum encuentra su mejor representación en el faraón en persona, que ejerce sobre la tierra el ministerio del cielo; cada día el rey prolonga la obra de Atum desprendiendo de la materia los elementos inmortales. En el Imperio antiguo, el vínculo entre el rey y el principio tiene su ilustración en la tumba real llamada «mastaba», una especie de montículo de tierra que recuerda la colina primordial que sirvió de punto de apoyo para engendrar la vida. La mastaba es también una escalera hacia el símbolo, otro símbolo magnificado por las pirámides. (Cfr. JNES 15, pp. 180-183).
No podemos dibujar la imagen de Amón, por nombre «el oculto». No tenía padre para engendrarlo ni madre para darle un nombre; él existía antes de todo y él fue el que extrajo del caos primordial las fuerzas informes que se hallaban en estado abstracto. La imagen de Amón no aparece en ningún libro; es demasiado misterioso para ser desvelado y demasiado grande para que nos formemos una opinión justa sobre él. Todo cuanto hay en el cielo y sobre la tierra le pertenece; él es el que mora en todas las cosas, es el señor de los dioses y de los hombres (ZAS 42, 1905).
Por ser el Único que permanece en su unidad, dispone sin embargo de numerosas facultades que son otras tantas formas de creación. Es él quien modela las dos tierras, quien manifiesta la armonía cósmica en su ciudad de Tebas, donde se erigieron los templos de Karnak y de Luxor. Amón ama su ciudad «con toda su potencia de encarnación, en todas sus transformaciones, en todos sus nombres». (RT 1910, pp. 62-69).
Según el papyrus de Leyde, el conocimiento intuitivo es el corazón de Amón, sus labios son el Verbo. Si su nombre —es decir, su naturaleza real— permanece oculto para los hombres, podemos conocerlo por Ra, que simboliza su rostro, y por Ptah, que simboliza su cuerpo. «La octóada —dice un himno dedicado a Amón— fue tu manifestación inicial, hasta que perfeccionaste tu número y fuiste el Uno. Tu cuerpo está oculto entre los de los antiguos; tú te escondiste como Amón a la cabeza de los dioses». (Himno a Amón, III, 26).
A pesar de su naturaleza misteriosa, que constituye el fundamento metafísico de la humildad humana, Amón aparece bajo la forma de un Horus de Oriente; en su favor, el desierto produce el oro, la plata y el lapislázuli, tres metales simbólicos que ilustran los conceptos de espiritualización, pureza y universalización. Amón es además el toro de Heliópolis que resplandece en la casa de la piedra primordial. También se afirma como el «pastor de la verdad» que resiste a los vientos y como el sabio piloto que sabe esquivar los bancos de arena. Este padre nutricio de la humanidad escapa, por lo tanto, de las contingencias naturales y humanas y nada puede nunca alterar su realidad.
Las breves líneas anteriores dedicadas a dos divinidades tan fundamentales como son Atum y Amón pretenden demostrar la extraordinaria riqueza del pensamiento simbólico del antiguo Egipto. Cada calificativo de los dioses, cada una de sus acciones exigirían extensos comentarios para permitirnos actuar a su imagen y según las leyes intemporales que ellos encarnan. Al inicio de su obra La religión de los egipcios (p. 17), el egiptólogo Erman, considerado un especialista en el tema, escribe lo siguiente: «Una cosa obstaculiza que tengamos una justa apreciación de la religión egipcia: que ésta acarrea, al menos en su versión oficial, todas las tonterías de sus inicios; verdaderamente, no se le puede pedir a nadie que se entusiasme con semejante barbarie». Esta opinión ha sido repetida, con diversos matices, por numerosos eruditos, y no ha dejado de ejercer cierta influencia en sus obras, a las que ha aportado una base en apariencia segura: la religión egipcia es una forma muy antigua del espíritu humano, una forma primitiva totalmente superada que en la actualidad debemos analizar desde lo alto de nuestra superioridad intelectual. Nosotros consideramos que éste a priori reposa únicamente sobre la vanidad de la mentalidad contemporánea que, sin embargo, suele mostrarse muy débil frente a las enseñanzas simbólicas de las antiguas civilizaciones. El concepto que los egipcios tienen de sus divinidades, a las que nos hemos referido muy rápidamente, basta para demostrar sus sorprendentes facultades espirituales y el vigor de su construcción simbólica.
Apoyada en rigurosas percepciones de lo divino, la civilización egipcia sacralizó todas las modalidades naturales que hallamos en nuestra existencia cotidiana. La naturaleza, auténtica palabra del Creador, es un conjunto de dinamismos a los que se atribuyen nombres de divinidades para que los hombres sigan siendo sensibles al carácter celeste de la más modesta actividad terrestre. Osiris, en uno de sus aspectos, es el dios que puso la primera semilla en la tierra virgen, el que ofreció a los hombres el vino de la sabiduría y les enseñó el arte de la música y de la danza. De ahí procederán los ritos agrarios, los rituales de la ebriedad divina, la música y las danzas sagradas. Isis, la gran nodriza que resucitó a Osiris con un aleteo después de haber reconstituido su cuerpo disperso, simboliza la naturaleza, dispuesta en todo momento a la regeneración. Ella es la diosa de innumerables nombres, la que contiene todas las potencialidades, la Madre universal que dispensa los favores del cielo.
La luz de Oriente está constantemente presente aquí abajo gracias al dios Soped, cuya cabeza corona un triángulo luminoso, primera forma geométrica posible que manifiesta a la vez la esencia de lo divino y de la más pura materia.
El prado es la diosa Sehet, a la que hay que acercarse con el máximo respeto, tanto más porque la protege Renenutet, la diosa serpiente de las cosechas que también reina sobre la pirámide natural que domina el Valle de los Reyes. Nepri, el dios del grano, enseña los ciclos de la muerte aparente y del renacimiento; el «señor de Hebenu» diviniza la caza, que, aparte de su aspecto material, consiste en poner orden dentro del caos. Las divinidades Hepui y Hekes se ocupan de la divinización de la caza y de la pesca y además están ligadas a dos atributos sagrados de la persona real, la barba y el cabello. Este detalle demuestra, una vez más, que el faraón es el hombre universal, síntesis de todas las funciones celestes y terrestres.
La alimentación cotidiana no consiste tan sólo en alimentar el cuerpo, sino también en la regeneración del alma, puesto que la diosa Akhet, sirviente de la luz, se encarga del pan, mientras que la diosa vaca, «la que se acuerda de Horus», vela por la leche. En cuanto a Shesmu, «el del lagar», hace correr el jugo de la uva, similar a la sangre del dios sacrificado; debemos mencionar al respecto las sorprendentes representaciones de «Cristo en el lagar» que recuperan el mismo tema simbólico.
Esta breve lista muestra a las claras el propósito sacralizador que animaba a los hombres del templo. Recordemos asimismo a la diosa llamada «la que se ocupa del embrión», que vela por el crecimiento del ser humano para que llegue a ser comparable al de los dioses; a la diosa Anukis, que santifica el agua fresca y vivificante de la primera catarata, centelleante como una gacela. Su esposo, el carnero Khnum, controla el agua del Nilo celeste; cuando levanta el pie libera la crecida, que ofrece a todo Egipto un nuevo ciclo energético.
Sacralizar la vida es una de las tareas más delicadas que puedan existir. Si los hombres no prestan atención a la presencia divina, convierten en profanas las riquezas que tienen a su alcance. Para paliar este riesgo, las órdenes de sacerdotes crearon ritos cotidianos, como aquél en que la sacerdotisa hace zumbar dos sistros para ganarse el favor del peligroso uraeus del sol, la serpiente que escupe fuego para disipar las tinieblas. Las «divinas adoratrices» apaciguan con el ritmo de la música sagrada la violencia divina y suscitan en el pensamiento de los dioses un deseo amoroso que se concreta en la fecundación de la tierra (BSFE 64, pp. 31-52).
Si la creación de una tierra sagrada constituye la principal consecuencia de una cosmología simbólica, es igualmente importante la relación existente entre el perpetuo surgimiento de los dioses y la creación de una sociedad sagrada. Ésta se basa en la iniciación de los hombres, una iniciación más o menos profunda según los casos. Cada individuo «existe» más o menos realmente según que su relación con los dioses sea más o menos estrecha.
Para explicar esta relación conviene que aclaremos que en los tiempos a los que nos referimos se tenía una noción de la vida y la muerte muy distinta de la que actualmente nos influye. Para los egipcios, la muerte física no equivale a la nada. El hombre abandona el gran cuerpo de Maat y regresa a él tras su paso por la tierra. La «primera muerte», por lo tanto, es tan sólo una mutación de estado y no plantea ningún problema insoluble. La «segunda muerte», en cambio, constituye una prueba esencial. Es entonces cuando el hombre debe rendir cuentas de sus acciones y demostrar que ha incrementado su parcela de luz. Si se ha limitado a subsistir sin conciencia, un monstruo compuesto por varios animales lo devorará y regresará al ciclo natural.
Lo importante, por lo tanto, es convertirse en «servidor» del Gran Dios aquí abajo y desde ahora para así comparecer con plena confianza ante su inflexible tribunal.[14] El Gran Dios conoce la naturaleza íntima de todos los individuos y nadie puede ocultarle nada, ni siquiera disimulando los pensamientos. Relegar a nuestra noche las responsabilidades que nos negamos a asumir significa engañarse y condenarse al peor de los castigos. Debemos convertirnos en intérpretes de las palabras de luz y en imagen del Señor único.
En el capítulo XXII del Libro de los muertos se nos dice que el hombre surge de un huevo que está en el país misterioso. Entonces, al recién nacido se le ofrece una boca para que pueda expresarse ante el tribunal que lo espera, en presencia de Osiris, en lo alto de un estrado. «He venido —dice el hombre— de la isla del abrazo, después de haber actuado según el deseo de mi corazón-conciencia. He apagado la llama y he salido de ella». El iniciado, por lo tanto, ha realizado su «paso» desde el fuego destructor de la pasión y del fanatismo hasta el fuego creador del amor. Al escuchar a su conciencia, ha hecho crecer en su interior un afán de verdad que lo capacita para acordarse de su nombre y de su esencia real, atravesando las puertas e inquietantes pasillos del imperio de los muertos.
En este imperio con frecuencia se ve asediado y debe demostrar su clarividencia. Deberá rechazar a las dos seductoras sirenas que querrán atraerlo a los espejismos de la dualidad; deberá conseguir que fraternicen los «dos señores», Horus y Set, y también deberá ganar la partida de Senet contra un adversario invisible, y negarse a aceptar el papel de víctima que quisieran imponerle los genios de los cuchillos. Si el iniciado es capaz de comprender en qué consiste su función, se convierte a la vez en el sacrificador y en el sujeto del sacrificio. Entonces entrará con plena confianza en la temible «sala de descuartizamiento», donde se le cercenará lo que hay de inútil en él.
El mundo de las pruebas impuestas al iniciado reposa sobre una arquitectura de innumerables puertas. Delante de una de ellas se establece un diálogo. «No te dejaré entrar en mí —le dice el frontón de la puerta— si no me dices mi nombre». «Peso exacto es tu nombre», responde el iniciado. «Puesto que 'i nos conoces —concluye la puerta— pasa por nosotras». En cada etapa deberá repetir el proceso de identificación, y el iniciado nombra con la mayor exactitud todos los elementos constitutivos de las puertas, algo que puede hacer porque guarda los nombres mágicos dentro de su conciencia y se ha ejercitado en pronunciarlos sin equivocaciones.
Cuando penetra en la sala de las dos verdades, la divina y la humana, identifica a los cuarenta y dos dioses que lo interrogan y de ese modo caracteriza las cualidades espirituales que necesita, diciendo, por ejemplo: «Oh, hijo de Heliópolis, no he sido sordo a las palabras de verdad», «Oh, fluido, originario del océano cósmico, no he sido ruidoso». Entonces se le permite contemplar los misterios de la morada de Osiris, es decir, a la comunidad de bienaventurados que han superado las pruebas antes que él. El iniciado levantará el velo del dios oculto en el templo, vestirá al que está desnudo y reunirá lo que estaba desmembrado.
El iniciado egipcio que desea consolidar su relación consciente con los dioses debe ser considerado ante todo como un viajero. Vela porque su «balanza» interior no esté cargada de actos negativos y por la corrección de su boca sobre la tierra.
El Evangelio gnóstico de Tomás, retomando un ejemplo egipcio, precisa que no es lo que entra en nuestra boca lo que nos ensucia sino lo que sale. La palabra es algo precioso, puesto que hace que lo virtual llegue a ser; el charlatán dilapida su potencia creativa, mientras que el sabio pronuncia la palabra justa en el momento justo.
Al hombre que acaba de renacer en espíritu los dioses le ofrecen una boca nueva, un nuevo corazón y un auténtico nombre de eternidad. Dispone del conjunto de facultades mágicas que lo autorizan a regular el fuego, el agua y el viento. Es dueño de sus actos, de sus pensamientos y de sus sentimientos. «Mi boca —dice el iniciado— me la abrió Ptah con este cincel de hierro celeste con el cual ha abierto la boca de los dioses». El rito de la apertura de la boca corresponde con el nacimiento del Verbo en el hombre. A continuación se sacralizan el cabello, el rostro, los ojos, las orejas, la nariz, los labios, los dientes, los brazos, el cuello, la espalda, el falo, el pecho, el vientre, las nalgas, los muslos, las pantorrillas y los dedos de los pies… Su cuerpo ya no es un mero compuesto de carne y sangre sino un magnífico símbolo. Es entonces cuando el iniciado pronuncia esta frase que constituye el punto culminante de su sacralización: «No hay en mí ningún miembro privado de Dios». (Ldm, cap. 42).
El iniciado se despoja de su ropa, se purifica como lo hacen los dioses y accede al sanctasanctórum, donde comulga directamente con la divinidad. Ya no es solamente portador de individualidad sino que representa a la comunidad de los que lo precedieron. Su camino va de este a oeste, de la luz solar hacia el «hermoso Occidente», donde descubrirá los principios ocultos de la vida. En sus sucesivos viajes a través del cosmos caminará sobre las aguas celestes. Una expresión egipcia común designa al servidor perfecto con el título de «el que está sobre su agua» o, dicho de otro modo, el que sabe siempre mantenerse en el movimiento de la vida sin inmovilizarse en un punto de vista particular.
Las transformaciones y mutaciones del iniciado tienen lugar, por lo demás, en la corriente de energía, y su ideal consiste en salir a la luz bajo las más diversas formas. El «cava el horizonte», recorre la tierra en todos los sentidos, y sale por la puerta del Señor del universo. Estas mutaciones conducen a la identificación del iniciado con el gran dios creador, Atum.
En el capítulo 7 del Libro de los muertos declara:
Soy Atum en el océano primordial.
Mi salvaguardia está constituida por todos los dioses,
eternamente.
Soy alguien de nombre secreto,
en el lugar más prestigioso que otros millones.
Yo estaba entre ellos dos,
yo salí con Atum,
yo soy el que no ha sido contado,
yo soy totalmente indemne.
Indemne, es decir, completo a imagen de Atum, el ser total. El iniciado ha hecho realidad efectivamente el conjunto de las cualidades espirituales del hombre, lo que se traduce en esta declaración del capítulo 38 A: «Soy Atum, el que subió desde el océano primordial hasta la bóveda celeste. He tomado posesión de mi lugar en Occidente; yo dirijo a los bienaventurados, aquellos cuyo lugar permanece oculto».
El iniciado, identificado con Atum, ciñe la banda del conocimiento. Sus pensamientos han dejado de ser vanas agitaciones mentales pues, tal como reza la expresión egipcia, «los grandes sortilegios mágicos salen de la boca». Al adoptar el Verbo dentro de sí mismo, el iniciado disipa la oscuridad y puede entrar y salir a su antojo en los reinos celestes. «¡Ábreme!», ordena al guardián del umbral. «¿Quién eres? ¿De dónde vienes?». «Soy uno de los vuestros —responde el iniciado—. Estrella de la mañana, ábreme el paso. Entré como halcón, salí como fénix». Estas enigmáticas frases aluden a un ritual que más tarde encontraremos en Occidente. La estrella de la mañana de cinco puntas simboliza la armonía consciente de lo humano con lo divino; rige las leyes de la proporción armónica que preside todo crecimiento. Horus el halcón, que tendrá su traducción en el águila de la civilización cristiana, es portador de luz y simboliza al ser capaz de mirar de frente al sol espiritual porque ha purificado su vida. El fénix, por último, es el signo de la regeneración permanente de uno mismo.
La realización espiritual del hombre está admirablemente simbolizada en los objetos rituales que determinan la función real de la momia. En la tumba se deja un pilar djed de oro que ilumina la conciencia como eje inmutable que liga la tierra con el cielo. La pequeña columna uadj encarna el crecimiento continuo del ser que anula la frontera entre la vida y la muerte. La cabecera sobre la que reposa la cabeza está adornada con dos leones, el ayer y el mañana, y hace participar al hombre en la indiferenciación del sueño, donde los dioses preparan el renacimiento. La figurilla del «grotesco» dios Bes alude a los conceptos de iniciación y de «subir hacia», dos sentidos implícitos en la raíz bs. El collar de oro protege la vida interior y ofrece al iniciado los recursos para su liberación. El extremo superior de la cabeza está adornado con lapislázuli para mostrar que el hombre liberado entra en contacto con el mundo celeste y que su pensamiento personal ha sido sustituido por un pensamiento de naturaleza cósmica. El rostro de oro irradia luz; el corazón es un escarabajo, símbolo de todas las mutaciones de la conciencia, de todas las transformaciones que el hombre debe vivir para estar en el corazón de la vida.
«He abierto todos los caminos que están en el cielo y sobre la tierra —afirma el iniciado—, camino sobre las aguas celestes». Cuando se le abren las puertas del cielo, el dios Geb abre sus mandíbulas, abre también sus ojos y estira las piernas que mantenía dobladas. Anubis tensa sus rodillas para que él pueda sentarse sobre ellas y Sekhmet lo incorpora. Es entonces cuando realmente puede decirse que es un conocedor gracias a su corazón, y así alcanza la fraternidad al compartir el destino celeste, según la expresión de Sainte-Fare Garnot.
Los egipcios consideraban esencial el encuentro con los dioses. Antes de su alianza con ellos, el individuo es un árbol seco. La práctica del símbolo y del rito permite que el iniciado paulatinamente vea a los dioses cara a cara, conozca sus nombres y ponga en marcha las posibilidades de creación que albergaba dentro de sí y que él ignoraba. Dios es Uno, tres son todos los dioses, la enéada significa el retorno a la unidad, todos los aspectos del mundo son divinos, la expresión de los dioses no conoce fin, ni puede quedar encerrada en los límites de un dogma. La civilización faraónica multiplicó con extrema precisión los jalones en el camino del encuentro con los dioses.